NICANOR Y LA ESCRITORA.

Existen personas que todo lo tardan: cuando Nicanor fue consciente de su amor por mí, yo ya estaba muerta.

Nos habíamos conocido, inexistente casualidad mediante, en una cafetería del pasado más cercano. Una cafetería cuyo nombre juré recordar y que -como tantas otras cosas- he olvidado. No llovía, no, que eso ya sería añadir otro maldito cliché a esta breve historia. Lucían el sol y los azules de aquella infancia nostálgica del poeta, y yo no dejaba de garabatear en mi cuaderno, rebosante de inspiración, gracias al trasiego de tanto ser humano como se mostraba ante mis ojos. Ellos, creídos personas, no eran más que palabras, sinónimos, adjetivos, verbos, situaciones, posibilidades…

Fue justo en ese momento de violento cierre de libreta (provocado por un inoportuno dolor de cabeza), que un hombre -luego llamado Nicanor- apareció abriendo la puerta del coincidente local. Entró e hizo desaparecer a todos. Casi me hizo desaparecer a mí, a mi libreta poseída de letras, y a mi recurrente jaqueca. Realizando un esfuerzo supremo por no desvanecerme junto a lo insustancial, bebí el último sorbo de té rojo que me coqueteaba en la taza y -alzando la vista- le miré. Era él. Las dudas eternas también se disiparon.

La imagen gozaba del retoque digital adecuado para nublar todo lo que no fuera Nicanor, acentuando así su esencia y su perfume a mío. Le vi dirigirse con decisión a la barra para -momentos después- ojear el salón plagado de mesas como la que yo ocupaba, y aquietar sus verdes en mi lugar, justo al lado de las cristaleras que todo lo contaban. Para entonces, yo ya me había enamorado. Él también, pero aún no lo sabía.

Fueron su permiso y su sonrisa los que me envalentonarían de tal modo, que allí mismo hice indefensa ostentación de mi interés, dejándolo algo confuso y retraído. Aun con ello, aun con aquella despedida más bien fría al término de su vermú y mi segundo té grana, seguía aturdida por eso que claman amor, y así salí a la vida, agradecida y rápida por demás. Demasiado.

Un chirriante golpe seco, y su rostro incrédulo frente a mis azules fueron todo lo que pude certificar antes del inevitable fundido, pero tenía que contarlo. Esta es la verdad; tal vez en mi libreta, ahora de Nicanor, se escriba un final más justo. 

«CONTARÉ HASTA DIEZ». Contaré hasta diez (capítulo final).

CONTARÉ HASTA DIEZ

 

           La eficaz inspectora Amanda Pellicer no tiene, definitivamente, un buen día. Esta mañana se ha levantado tarde de la cama, gracias a un enganche nocturno y alevoso con una serie británica sobre la doctora Foster (sospechosa paranoica de la infidelidad de su marido); luego ha tenido que recoger sus tostadas recién untadas del suelo, y conformarse con un café bebido al que olvidó echar el azúcar, para poco después verse obligada a cambiar la rueda pinchada de su Skoda CitiGo… Una vez situada en su despacho de la céntrica comisaría de Mairena donde ejerce su labor, los casos de pequeños hurtos y denuncias por malos tratos se han multiplicado, y el volumen de trabajo existente le ha impedido ingerir más que un bocadillo de queso y un té helado en toda la jornada;  para colmo, siente pinchazos en las sienes y el estómago, probablemente de puro estrés acumulado, y ya pasadas las once de la noche no desea otra cosa que regresar a su casa, e intentar desconectar de su propia vida. Aún ignora Pellicer la sorpresa que este maldito viernes, casualmente trece, tiene preparada para ella…

           -Señora –dice el oficial al abrir la puerta del despacho de Amanda-, ¿permite un segundo? Estoy tomando declaración a una mujer que afirma que su marido y otras tres parejas amigas han desaparecido esta noche, en una finca vecina. Parece ebria y desorientada. Tal vez quiera usted hacerse cargo.

           -Tal vez, Gallardo. Pensaba irme ya, la cabeza me está matando, pero veo que es imposible. Hoy está siendo un viernes 13 de libro –afirma levantándose de su asiento-. Lléveme con ella.

           La inspectora y el oficial toman declaración a dúo, intercalando las preguntas, a una muy bebida Melania Gálvez, vecina de la localidad. Esta se reafirma en su discurso inicial, en el que relata haber perdido a su marido, Cristóbal, y a sus seis amigos, durante el juego propuesto por Circe Rodas en su casa. Informa, de igual modo, a los agentes de que es posible que ella se salvara al esconderse fuera de la propiedad de la anfitriona. Justo tras sus muros  -añade- se mantuvo a la espera de que todo finalizara, pero al pasar un tiempo prudencial sin noticias de su marido y  amigos, decidió entrar de nuevo y llamar al grupo. Nadie respondió. Tampoco Circe, la dueña de la casa, hasta ese momento también amiga, y a la que considera responsable de lo sucedido. Está convencida de que permanece en su interior, aunque ignore sus llamadas, pero no sabe explicar el porqué de esa intuición.

           Amanda se rasca la cabeza, acerca una silla contigua, toma asiento junto al agente que aporrea el teclado de su ordenador, y medita lo escuchado durante unos instantes. Es obvio que la declarante está bebida o drogada, confusa al extremo, y -también- que lleva el temor incrustado en los ojos. Le ofrece un poco de agua o un café, y le explica que no debe preocuparse, que lo más probable es que la anfitriona, su marido y sus amigos le estén gastando una broma de mal gusto, intoxicados como ella, y que seguro que todo terminará aclarándose. Le pregunta por sus nombres y apellidos. De cualquier modo -piensa mientras se lleva su mano derecha a la frente-, no estará de más hacer una visita de cortesía a la dueña de la finca. Lo hará de camino a su casa, situada en la misma dirección. Ahora le pide a la señora Gálvez que detalle su visita al hogar de la señora Rodas, y le explique el inicio del juego por el cual ella cree que han desaparecido su marido y sus amigos. Esta, aguantando las lágrimas y trastabillando las palabras, comienza su relato desde mucho antes:

           -Intentaré recordar… Circe, la bellísima y enigmática Circe, y su marido Luis eran amigos nuestros, de todos, aunque él lo era más… ya sabe: nos caía mejor. Él era más natural, más divertido, más afable y servicial. Y un poquito mujeriego… Ella, originaria de Grecia y mal adaptada a nuestro país, siempre fue correcta, pero algo seria y engreída. Su marido la tenía por una Diosa, una hechicera, decía que su nombre la representaba bien, ¿sabe usted? Hace poco el pobre hombre murió, de repente, y su mujer no nos dijo nada en absoluto, ni siquiera nos avisó para asistir a su funeral. Nos enteramos después… no recuerdo cómo. En el grupo pensamos que, dadas las circunstancias, ya no la veríamos más, y que su disimulo ante nosotros había terminado. Sin embargo, para nuestra sorpresa, hace una semana nos telefoneó para invitarnos a cenar a su casa. A su mansión, vaya, porque es enorme aquello… ¿por dónde iba? Sí, perdone… que nos esperaba hoy, viernes 13, a las ocho, para recordar a su difunto esposo y rendirle homenaje. Que estaría bien charlar sobre los viejos tiempos, dijo. Que nos quedaría muy agradecida. Que se lo debíamos…

           -¿Que se lo debían? -interroga Amanda mientras el oficial no deja de teclear- ¿Me explica eso, señora Gálvez?

           -Supongo que ella lo consideraba así porque en un momento dado encubrimos los deslices de Luis, que aun loco por ella, no se resistía ante la belleza femenina; le mentimos, tuvimos que hacerlo, y ella se enteró. A pesar de esa tensión que desde entonces quedó entre nosotros, teníamos curiosidad por ver adónde nos conducía tan repentina amabilidad. ¿Le he dicho que solo nos gustaba su marido y que ella era un poco bruja? Sí, creo que sí, disculpe… Bueno, pues el caso es que nos presentamos todos en su casa, Villa Circe se llama el casoplón… ¿¿El aseo??

           -Acompáñela, oficial, hágame el favor…

           Melania Gálvez se levanta ayudada por el agente, y ambos se dirigen a los servicios de la comisaría. No es algo que allí sorprenda; lo más habitual es que lo ingerido salga antes incluso de pedir el D.N.I. a los declarantes. Una vez aliviada y con el estómago limpio, la testigo continúa su perorata, ahora mucho menos confusa. Amanda se alegra y visualiza por un momento su cama. Ya queda menos.

           -Lo siento mucho, inspectora. Tomamos unas copas en la cena… pero ya estoy bien. ¿Qué fue lo último que dije?

           -“El caso es que nos presentamos todos en su casa, Villa Circe se llama el casoplón…” -apuntan Gallardo y Pellicer casi al unísono, releyendo la pantalla del ordenador.

           -¡Ah, sí! Pues allí estábamos todos a las ocho, puntuales y curiosos, bien vestidos, como siempre había que ir a esa casa, y deseando descubrir el porqué de la invitación. Yo creo intuirlo, después de lo que ha pasado. Creo que nos tendió una trampa.

           -Cuénteme, sobre todo, -insiste Amanda- cuál era la actitud de la señora Rodas durante la cena. ¿Qué decía? ¿Qué hacía? ¿Por qué cree usted que su invitación era una farsa?

           -Porque recientemente, como en ocasiones anteriores, nosotros habíamos tapado a su marido cuando él la estaba engañando con dos mujeres a la vez… Eso fue poco antes de morir Luis. Ella debió averiguarlo, no sé cómo, y nos ha castigado así. Borrándonos del mapa. Yo me salvé al estar bien escondida. Nos dio una oportunidad, y la aproveché. Circe es mala, una bruja como le digo… pero tiene palabra.

           -Explíquese.

           -Nos recibió junto a tres gatos (un macho y dos hembras, nos aclaró) que ronroneaban a su alrededor, y que siempre estuvieron cerca de nosotros. No eran nada ariscos los animalitos. En esa casa nunca hubo mascotas porque a Luis no le gustaban, pero supongo que tras su muerte, ella se sintió muy sola y… Después de cenar y tomarnos más de un gin-tonic, se levantó de la impresionante mesa dispuesta y propuso un pasatiempo. Nos ofreció jugar al escondite, con la única condición de ser ella la que contara, a ciegas, hasta diez. Luego nos buscaría. Recuerdo su frase, tan extraña, a la perfección.

           -Sigo sin entender. ¿Qué frase era esa?

           -Pues dijo en voz bien alta: “¡Contaré hasta diez, y recordad: os podéis esconder donde queráis, pero si os encuentro, yo gano. Si no, ganáis vosotros!”

           -Eso es lo típico del juego del escondite. ¿Dónde ve usted lo extraño?

           -Nunca dijo qué ganaríamos, ni ella, ni nosotros. No era una mujer que jugara por jugar. Eso no le divertía: debía tener un propósito, un premio. Y nosotros olvidamos preguntar antes de acceder a sus deseos, pero estábamos tan borrachos… Ahora sé lo que perdieron mi marido y mis amigos, se cobró Circe, y gané yo: ¡la vida!

           -Bueno, bueno… No debe sacar conclusiones precipitadas: aún no sabemos dónde están todos, pero estoy segura de que, tarde o temprano, aparecerán. En la Policía no nos basamos en trucos de magia, señora Gálvez, y un grupo tan numeroso no se esfuma sin más, ¿no le parece? Ahora, cuando termine su declaración, me acompañará a la casa de esa tal Circe Rodas y hablaremos con su propietaria, que según ha mencionado, usted sitúa en el interior de la finca. Todo se arreglará, no se preocupe. Y deje de llorar, mujer…

           Melania Gálvez, ahora más fresca y consciente de lo sucedido, no encuentra consuelo a su situación: su marido, Cristóbal, y sus seis mejores amigos están desaparecidos, y ella parece una desquiciada contando a la policía una absurda película de miedo. Por fortuna ha dado con una inspectora sensible que la llevará a la casa donde vio por última vez a su esposo, y a los otros tres matrimonios. Al menos tiene una posibilidad. Tienen una posibilidad.

           -Para concluir su declaración, y antes de que se la lea, imprima y me firme, dígame qué hizo tras comprobar que usted era la única persona que, de forma probada, permanecía en la finca. Cuénteme también por qué se separó de los demás, señora Gálvez.

           -Estuve esperando un buen rato, escondida a unos cien metros de los muros de piedra de la casa, tras unos árboles con unas raíces gigantescas, pensando en ser la ganadora de aquel estúpido juego. El alcohol me vuelve eufórica y arriesgada, aunque en este caso, apartarme del grupo se convirtiera en un perfecto acto de prudencia… Si salí de la casa y me separé de los demás, incluido Cris, fue por pura competitividad. Decidí que cuanto más lejos estuviera de Circe, menos posibilidad tendría de encontrarme, y ella nos había advertido de que podíamos escondernos donde quisiéramos. Ahora entiendo que era la única ventaja que ofrecía, y que -incluso de forma inconsciente- yo capté. No, señora, ella tampoco estaba en los jardines cuando entré, aburrida de esperar. Estaban sus tres gatos, tan mimosos… Allí fuera no había nadie, inspectora. Le repito que no sé por qué, pero estoy segura de que se encontraba dentro de la casa. Sola. Usted no conoce a esa mujer…

           Apuntando ya la medianoche de aquel viernes 13, la inspectora de policía, Amanda Pellicer, y la testigo de una desaparición grupal, Melania Gálvez, se trasladan en el coche de la primera hasta Villa Circe. La gran cancela de hierro previa al camino de piedra que conduce hasta la casa se encuentra, ahora, cerrada por dentro, lo que da fe del testimonio último de la declarante, y el vídeo-portero para avisar a su propietaria no parece operativo. Las dos mujeres hacen un poco de ruido, tratando de contactar con quien pudiera hallarse en su interior, pero el resultado es infructuoso, como ya vaticinara la mujer del presuntamente malogrado Cristóbal.

           Pellicer no sabe qué demonios pensar de todo esto. Igual la mujer que tiene a su lado se está inventando toda la historia como parte del juego que sí están jugando, y que ha planeado con su dichosa pandilla de amigos. O igual ellos la han dejado plantada con esa misma excusa, averigua por qué razón. El caso es que ella ya no puede más con el martilleo de su cabeza, se ha hecho muy tarde, y necesita descansar para concluir con un mínimo de acierto. Entrega su tarjeta y emplaza a la testigo para el día siguiente, en que reanudará –si la alerta de la desaparición sigue activa- la búsqueda de Circe Rodas y de los siete vecinos de Mairena. Pero una vez en el interior del vehículo, mientras se colocan los cinturones de seguridad, y bien dispuestas ambas a marcharse de allí, Melania Gálvez, horrorizada, desencajada, señala con el dedo índice de su brazo derecho la entrada de la finca, llamando la atención de la inspectora sobre los nuevos ocupantes del portón exterior.

           -¡¡Mire, por Dios Santo, mire eso!!

           Una decena de gatos apostados a lo largo de toda la verja de hierro maúllan lastimeros, mientras observan cómo un coche arranca el motor y enciende sus luces. Miran expectantes la escena en la que dos mujeres hacen números y atan imposibles cabos, que no pueden sino desdeñar. Y ya se encuentran fuera de su alcance cuando estos felinos se vuelven cabizbajos hacia el interior, y solo uno permanece asomado entre las rejas, aguardando su regreso y susurrando: “Mel…”

«CONTARÉ HASTA DIEZ». Trampantojo.

TRAMPANTOJO

           Trampantojo: trampa o ilusión con que se engaña a alguien haciéndole ver lo que no es. (R.A.E.)

               Cuando yo era un chaval, hace ya bastante, solía leer a mediodía durante los fines de semana, y luego también por las tardes tras aquellas agotadoras jornadas lectivas, con la luz del sol entrando enérgica por la ventana, ante cuyos cristales yo siempre prefería situarme. La claridad del día iluminaba y realzaba de forma mágica las hojas de mis cómics en blanco y negro. Las viñetas, tristes y apagadas en apariencia, cobraban una inusitada vida ante mí, y así se inundaban de alegría, de acción, de sentimientos, y de los colores más brillantes e intensos que mis ojos podían soportar.

            Mi colección era envidiada por mis amigos, que subían a casa para echar un vistazo de vez en cuando. Los tebeos ocupaban al completo la estantería reservada para ellos, en el muy barroco mueble del salón. Sabía que debía completar mis recopilaciones y no era una tarea fácil. Los ejemplares que en realidad me cautivaban pertenecían a otras épocas, y ya no era posible encontrarlos en tiendas o librerías. Mis epopeyas para conseguir tan preciados tesoros formaban parte de mi entonces joven existencia, de ahí que cuando llegaba a mis manos una de esas joyas, disfrutaba como si del mejor de los sueños se tratase. Sin prestar atención a los créditos (nunca me interesó quién dibujaba, de quién era el guión o quién entintaba), me deleitaba contemplando la portada (la única página a color), la estética de las letras que llevaban el nombre del héroe, la escena representada, los contrastes… y después me sumergía en cada hoja del cómic, una por una y viñeta por viñeta, leyendo hasta el último punto sin excepción; vivía cada momento de una sentada, sin interrupciones, sin observar la más mínima distracción. El mundo a mi alrededor se paralizaba, y me sentía envuelto por una trama que absorbía mi propia realidad.

            Ahora, a mis cincuenta, ando nervioso rondando el 95 de la sevillana calle Castilla, ilusionado como cuando era un chaval, a la espera de reencontrarme con mi viejo amigo Antonio y entrar con él en la tienda de cómics. Situado en el corazón del barrio de Triana y en el mío propio, este pequeño local cargado de historia e historietas ha sido testigo de muchas de mis búsquedas, y de muchos de mis últimos afanes por conseguir este o aquel número concreto, y así completar esa colección que tantos celos despertaba en el grupo, y que tuvo sus inicios en otras dos tiendas: las de las calles Feria y Adriano, también en Sevilla. Hacía muchos años que no venía por aquí (el trabajo, los compromisos, la procrastinación…), pero una llamada inesperada, la de mi amigo de vida e infancia, me ha devuelto a la niñez de un salto. Y aquí estoy, paseando una calle trianera sin poder esperar para entrar y empezar la consabida cantinela del “sílo-nolo”. Quienes lo probaron, sabrán a qué me refiero.

            Mientras espero a mi siempre impuntual compañero de aventuras, recuerdo un cómic en particular que me impactó sobre algunos otros, y que se titulaba “La locura de Misterio”. A lo largo de los años he releído casi todos mis tebeos, pero este, en concreto, no. Es tan buena su memoria, tan fantástica, que me asusta leerlo de nuevo con ojos mayores, desencantados, y romper toda la ilusión encarnada por aquel personaje de un villano ilusionista. De aquel mago… En realidad, no sé qué pretendo encontrar hoy en la tienda. Tal vez mi juventud…

            Poco después de las siete de la tarde, Antonio y Juanjo acceden a “Coleccionismo don Cecilio”, y se sumergen con tanta rapidez como entusiasmo entre sus cómics, todos de segunda mano. Repasan las distintas colecciones, ordenadas por orden alfabético, hasta encontrar lo que no saben que buscan. Antonio, algo menos aficionado a la obra de Stan Lee que su amigo, se aleja unos metros y se queda perplejo ante una vitrina que afirma contener la gabardina del carismático teniente Colombo, mientras Juanjo prosigue su exploración manual, entre algunos “sílo-nolo” repetidos entre susurros. Hay cierto aroma a ayer en el ambiente. Aroma a nostalgia.

            De pronto, ocurre lo menos esperado: el chaval de cincuenta años que separa de forma instintiva un ejemplar de otro, ha encontrado “La locura de Misterio”, aquel tebeo que nunca fue capaz de volver a leer. Lo tiene entre sus manos, que tiemblan, indecisas, y siente que no podrá resistirse a abrirlo durante mucho tiempo más. La emoción se apodera de él, y ya nota escalofríos de puro deseo. “Un vistazo rápido”, se dice, para negarse a sí mismo y recolocarlo en su lugar, un par de segundos después.

            Justo al dejar el tebeo en su sitio para dirigirse al lugar donde se encuentra su amigo, un breve espacio en el que se dan cita todo tipo de antigüedades audiovisuales, comienza a escucharse por toda la tienda una suave música de tiovivo. Es la típica melodía de carrusel de feria que recuerda a la niñez; un sonido demasiado melancólico para su gusto. Sin embargo ahí está, sonando a media voz bajo las palabras de Antonio, que le explica de qué año es el gramófono apostado en un antiquísimo mueble cubierto de polvo.

            -¿Tú oyes eso, tío?

            -¿La música ambiental? Sí, la escucho desde que entramos. ¿Qué le pasa? Es antigua de narices, le va bien al local –confirma Antonio mientras sigue examinando los distintos objetos de colección.

            -¡No! ¡Es música de carrusel! ¡De caballitos! Me resulta triste.

            -¿De caballitos? Si tú lo dices… ¿Has encontrado algo interesante? Si te parece, ahora podíamos ir a tomar una cerveza mientras nos contamos nuestras vidas, que al venir para acá he visto una tasquita muy aparente. ¿No tienes prisa, verdad, Juanjo?

            -No, está bien. Como quieras. Siempre voy algo acelerado, ya sabes, pero por un rato no va a pasar nada. Hace mucho que no nos vemos, tío.

            Los dos amigos salen de la vieja tienda y se dirigen al lugar elegido por Antonio para tomar una cerveza y unos caracoles, que ya es temporada, pero Juanjo sigue escuchando la repetitiva música de tiovivo. Y aunque se supone relajante, él se está poniendo nervioso.

            -¿Eh, qué me dices ahora? ¿A que te he traído al mejor sitio de toda Triana? El mejor sitio, con la mejor gente, para mi mejor amigo.

            Antonio, sonrisa en ristre, accede a la peculiar tasca de la calle Castilla, y hace ademán con la mano a su amigo para que lo imite, pero no lo consigue: Juanjo permanece inmóvil en la entrada, estaqueado como el enamorado de Cortázar, perdiendo el color por momentos, y pensando que desmayarse no es una opción despreciable… Lo que está viendo es -sencillamente- imposible.

            -¡Venga, Juanjo, que te va a gustar…!

            -Pero esto es absurdo… -susurra girando la voz hacia el oído de su amigo-. ¿Tú ves lo mismo que yo?

            -Sí, claro que lo veo, y por eso te he hecho venir hasta aquí. Cerveza y caracoles los hay por todas partes, pero buen tiempo… buen tiempo solo en este lugar. ¿En serio pensabas que mi llamada era únicamente para visitar una tienda?  Aquello no era más que un cebo bien dispuesto, al que sabía que no te negarías. Lo importante, lo que pretendía mostrarte es esto. Esto eres tú, yo… todo.

            -Joder… ¿Y son ellos de verdad?

            -Ya lo creo. Pero no hagas más preguntas y disfrútalo, Juanjo. Venga, sentémonos junto a las cristaleras, que se está de lujo. Yo vine aquí hace unos días, fui muy feliz, y me acordé rápidamente de ti. Tenía que traerte. Este es tu momento, chaval.

            El local en cuestión es un amplio salón con piso de baldosas hidráulicas, antiguas pero bien conservadas, mesas y sillas de respaldo hueco lacadas en color negro, barra de taberna del siglo XVIII y amplias cristaleras dispuestas por toda la fachada, algo deterioradas por la humedad y los años. Las lámparas, bolas colgantes de color blanco. Sus paredes se muestran pobladas de vetustos y dorados espejos que reflejan lo inverosímil. También coexisten, junto al resto del mobiliario, unos antiguos toneles que hacen de apoyo para quienes gustan de saborear el aperitivo de pie. Sevilla, ya se sabe, es muy dada a la verticalidad parlante. Pero en realidad, nada de esto tiene mayor importancia. Lo importante, lo increíble, lo imposible es verificar quiénes conforman el personal y la clientela del establecimiento. Numerosos rostros conocidos para Juanjo y Antonio se dan cita en este lugar, y el niño de cincuenta años los va descubriendo, señalando y nombrando uno a uno…

            -¡Es que es imposible, tío! Pero vaya, ¡si es que lo estoy viendo yo mismo! Y no estoy soñando –dice mientras se refriega de forma histriónica los ojos-. ¿Verdad que no?

            -No estás soñando, no. ¡Estás flipando! ¿Nos sentamos ya, o qué? –afirma entre risas Antonio mientras echa un brazo sobre los hombros de su alucinado amigo y lo conduce hasta la mesa.

            -¡¿Cómo están usteeeedeeeees?! –saluda Miliki acercándose a la mesa y mostrando su famosa sonrisa a los dos amigos-. ¿Qué desean los señores tomar? Tengo una limonada bien fresquita, recién hecha por mis hermanos… ¿Les parece bien, pequeños ciruelos?

            -¡¡Bien!! –grita Antonio en exclusiva, mientras Juanjo continúa en estado de shock-. ¡Por supuesto! ¡Vengan dos vasos bien fríos de limonada casera! ¡Mucho mejor que una cerveza, dónde va a parar! ¿Verdad, Juanjo? -El camarero vestido de rojo con gorra y nariz de payaso se marcha a por la comanda, y Antonio apoya su mano en la de su colega, aún blanco como el papel. Le preocupa que su amigo no reaccione bien, pero sabe que no se está equivocando. Él quería eso, aunque nunca lo dijera claramente.

            -Tío, esto me supera. Recuerdo haber venido aquí de niño, con mis padres, y todo está prácticamente igual que entonces. Y la música, esa dichosa musiquita que nunca termina… ¿Has visto quiénes están en la barra de palique? Joder, son Félix Rodríguez de la Fuente, Christopher Reeve, Michael Landon y su socio, el de las barbas; el Superagente 86, y ese… ¡ese es un jovencísimo Michael Jackson! ¿Y en las mesas? ¿Te has fijado, Antonio? Al fondo, sentados y tomando limonada, están Gaby y Fofó; al lado, dando buena cuenta de un chocolate con churros, el malvado J.R. junto al capitán Stubing… más allá, en el tonel y ante una bandeja llena de caramelos y piruletas de colores, Gene Wilder y Richard Pryor, muertos de la risa, ¿cómo no?… ¡Dios mío! En el centro…

            -En el centro, amigo mío, están Cantinflas, Paco Martínez Soria y Tip y Coll. Menuda reunión, colega. Le están dando a la gaseosa de naranja y a las galletas. ¡Qué buenos son!

            -Sí que lo eran… ¡o que lo son, leche! Y allí, allí, tras los cómicos… Ay, Antonio -a Juanjo se le quiebra la voz, y bebe un sorbo de la limonada que acaba de acercarles Miliki, su payaso favorito-. Tengo que intentar hablar con ellos, discúlpame un segundo.

            -No hay prisa, Juanjo. Tenemos tiempo. Y del bueno.

            Juanjo no da crédito a lo que sus ojos, abiertos como nunca, le muestran: numerosas personas, todas fallecidas, pertenecientes a su infancia y juventud, se encuentran reunidas en el interior de aquel extraño bar. Pero -aun más importante- allí, donde él indica y se dirige muerto de miedo, hay una mesa en la que toman cerveza y caracoles algunos rostros más que relevantes para él. Son, por increíble que parezca, sus padres y sus tíos. Su preciada tía Flora, muy anciana, sonríe y se levanta a abrazar a su sobrino nada más verlo llegar, y él se siente completamente desbordado… Nunca ha conocido una felicidad tan intensa como la de este momento, pero algo le dice que sigue siendo imposible, por más que sus sentidos le traicionen, enloquezcan y le hagan revivir.

            La suave música de tiovivo permanece en sus oídos, acompañándole durante toda la velada, y al saludar y besar a su madre se acentúa de forma mayúscula, como lo hacen su corazón, su sistema nervioso, y su presión arterial. Las sienes le palpitan, las mejillas se le vuelven granas, el nudo de la garganta le rompe por dentro, y las lágrimas aceleran el paso por su repentina cara de niño. Su padre le sonríe, le guiña un ojo, y lo abraza. Todos en la mesa le dedican su más tierna sonrisa y lo saludan con afecto, pero a los pocos segundos siguen a lo suyo, charlando entre ellos, apurando sus cañas, y sin dar ya protagonismo al visitante. La melodía se termina.

            El buen tiempo se acaba.

            Misterio ha vuelto a hacerlo. Ha vuelto a mostrarle un trampantojo mágico a alguien que lo deseaba con todo su corazón, a un alma blanca, noble, que aún se recuerda como aquel niño que jugaba persiguiendo saltamontes, y que echa de menos tanto, y a tantos.

            -¡¡Juanjo!! -grita Antonio a su amigo, serio y estático frente a la pila de cómics-. ¡Ven a ver la gabardina de Colombo, hombre! Ya te debes de haber aprendido ese tebeo, colega… Y espabila, que cierran. Por cierto, ¿cuál es? ¿“La locura de Misterio”? Ya ojeé esa novela en casa de tus padres, hace ni se sabe. Era buena, ¿eh?

            -Magia, tío. Es magia…

 

Descubriendo a Manuel MirandaJ.

Los escritores desconocidos no solemos contar con mucha ayuda exterior, ni con mucho público asistente, ni -por supuesto- con  gente interesada en comprar nuestros libros (o tan siquiera en leer nuestros relatos), de modo que en escritopormarga iré destacando a aquellas exclusivas personas, valiosas por sí mismas, que con su colaboración desinteresada han contribuido a la promoción, difusión y venta de mi trabajo.

Inicio la propuesta con Manuel Miranda Jiménez, sevillano y sevillista, licenciado en Economía, y especialista en Marketing Digital. Trabaja desde su página manuelmirandaj.es, ayudando a los escritores y escritoras con sus libros, y ofreciendo servicios editoriales de todo tipo. Puedes verlo con más detalle haciendo clic AQUÍ. 

Recuerdo que también me hizo una entrevista bastante chula, hace ya tiempo (algunas cosas han cambiado), y que se puede curiosear por AQUÍ. 

Lector y comprador de mis novelas, reseñista en Amazon, no tuvo bastante con eso que además me concedió un ratito en su programa de radio (también ha pasado ya tiempo) NeoFM904, y que dejo justo AQUÍ .

 

¿Merece o no merece mi agradecimiento ad aeternum? Pues ya sabes: si eres escritor, escritora, estás pensando en autopublicar (la mejor opción actualmente), y no sabes cómo empezar, ponte en las sabias y leales manos de Manuel Miranda y comienza tu carrera. Siempre podrás contar con él.

Mil gracias, amigo.

 

AMOR EN LA ARENA (Brevería).

 

AMOR EN LA ARENA

 

            Decir una barbaridad y pretender suavizarla con una explicación, es lo mismo que clavar una estocada e intentar curarla a base de tiritas… En ambos casos es inútil: la muerte ya existe.

            Le ocurrió -y esto lo sé gracias a una histérica llamada telefónica- a mi amiga Helga, cuando pretendió celebrar el polémico día de los enamorados, aquel maldito 14 de febrero de hace no pocos años. De acuerdo que llevaban casados veinte anualidades… Conforme con la infame cursilería de la fecha… Admisión, incluso, a lo extemporáneo del festejo… Aun así, con todo y con eso, a la inminente mujer menguante se le ocurrió dicha propuesta celebratoria en pleno almuerzo familiar, arguyendo un dato comparativo que hizo que el tiro conyugal le saliera por la culata, y fuera a dar en el centro de su corazón:

            -Me resulta muy triste que algunas parejas que llevan tiempo juntas, y aparentemente felices, digan que ya no están enamoradas. Que digan que hay cariño… ¡Qué suerte que eso a nosotros no nos pasa! ¿Verdad, nene? –o algo así soltó Helga al tiempo que aproximaba el cesto del pan.

            -Es lo normal –dijo “el nene de Los Palacios” descubriendo el estoque y sorbiendo, previsor, un trago de vino.

            -¿Cómo normal? ¡¿Tú no estás enamorado?! –exclamó y preguntó una enloquecida Helga con la culata abierta de par en par.

            -¡¡Pues no…!!

 

            El silencio, la perplejidad y el sentenciado corte de digestión transitaban por la absurda ingenuidad de mi amiga exvalentina, mientras “el nene de Los Palacios” se deshacía en impedidas explicaciones que desnudaban acusaciones más que manifiestas. Daba igual cuanto hablara y así -me informan- seguiría dando siempre: algo ya había perecido en aquella mesa llena de platos a medio comer y a punto de lanzar. Hora de la muerte: un plátano y un kiwi en punto. Ella tragó saliva, él se quiso tragar la nuez, y los ojipláticos hijos tragaron -como de costumbre- con la sobrestimada sinceridad de sus padres.

            Me preguntaba, acongojada, mi Helga qué debería haber hecho ante aquella suerte de situación, así que le dije lo que toda buena amiga diría: pasa y actúa como si nada. Compadécete del plátano muerto, salva el kiwi, y duérmete una siesta, que mañana será otro día, dos décadas no son nada, y aún queda mucha hipoteca -en la arena- que brindar…

         Olé.

«CONTARÉ HASTA DIEZ». El traje.

EL TRAJE

 

           Un atractivo traje pantalón de mujer luce desafiante en el escaparate de la tienda por la que pasan Adriana y su hija Sara. Ambas se detienen para mirarlo, y es entonces cuando esta le coge la mano a su madre, invitándola a entrar en el local.

           -¡Vamos, mamá! Sabes que necesitas ese traje. ¡Bueno, uno como ese! Ya lo hemos hablado…

           -Desde aquí no veo el precio, Sara, pero supongo que tampoco pasa nada por preguntar. Y sí, ya lo hemos hablado: que esta primavera cuento con más de un evento en la agenda, que tendré que asistir a alguna exposición de los amigos, que esto y que lo otro. A veces tienes tanta razón como tu madre, hija. Entremos.

           Sara sonríe satisfecha ante la buena disposición de Adriana, y ambas acceden a la tienda donde se encuentra el tesoro deseado; la chica sabe que su madre necesita un conjunto como ese, de color claro, elegante pero no demasiado, sencillo y a la vez distinguido, para –en definitiva- sentirse mejor consigo misma. Y también sabe que estando sola no se lo comprará. Que seguirá tirando de la muy usada ropa sin estilo que lleva años acumulada en su armario.

           -¡Perdone, señorita! –adelanta Sara, nada más entrar- ¿Podría decirme el precio de ese traje color garbanzo del escaparate?

           -Por supuesto: solo son 59’99 €, una ganga. ¿Me acompañan a la zona donde están dispuestos en todas las tallas? Seguro que les queda bien a las dos… ¿para quién sería? –pregunta satisfecha la vendedora.

           -Para mí, para mí –aclara Adriana, quitando la palabra de la boca a su hija, y dándose cuenta de que tal vez no esté quedando demasiado bien-. Bueno… esta vez es para mí, quiero decir.

           -¡Que sí, mamá! Que hoy es tu día de compras, y ahora mismo te vas a probar el traje, que además de bonito es una ganga como ha dicho ella, ¿verdad?

           -¡Exacto! –acuerda la dependienta-. Acompáñenme por aquí. ¿Ven ese rincón? Pues allí los tienen, desde la talla 36 hasta la 44. ¡Ah! Y al fondo a la izquierda están los probadores. Para cualquier cosa que necesiten, mi nombre es Rosa. Andaré por aquí.

           -¿No está mal de precio, verdad? –susurra Adriana a su hija para tranquilizar su conciencia-. La verdad es que es muy de mi estilo, sobrio, con un toque juvenil, y me gusta. ¿Qué talla elijo? Porque vete a saber cómo miden los trajes aquí… ¡Si es que no hay dos tiendas iguales!

           -¿Qué dices? ¡Está tirado! Ojalá los botines de marca que a mí me gustan tuvieran ese precio… Por cierto, mamá: ¿te he dicho ya cuáles son? No digo ahora, no, pero, ¿para Reyes?

           -Anda que no es lista mi hija… Al final, yo no me compraré el traje y tú te irás a casa calzada de lujo, como si lo viera.

           -¡De eso nada! Venga: coge la 38 y vamos a los probadores. Mis Air Max 99 pueden esperar… un poco.

           Las dos mujeres se dirigen al fondo a la izquierda, como les indicó Rosa en su momento, con un solo modelo, una vez comprobado -a ojo de buen cubero- que es la talla más ajustada a la figura materna. El traje, de chaqueta ajustada y pantalón de talle bajo con pinzas, no solo tiene un color beige ideal combinable con casi todo (una vez separadas las piezas), sino que está realizado en un lino suave y fresco que apetece tocar y llevar puesto a menudo. Adriana ha tenido mucha suerte, sin ningún género de duda.

           Una vez en el probador, la madre de Sara se muestra encantada con el conjunto, y se mira y remira por todas partes, hasta dar su veredicto.

           -¡Me encanta! ¡Parece hecho a mi medida! ¿No crees, niña? No tendría ni que cogerle el bajo –dice levantando un poco el pie para demostrarlo-. ¡Me lo quedo!

           -Te sienta de lujo. ¿Lo celebramos tomando algo? A mí la felicidad me seca la boca, mamá. Bueno, y el pateo que nos hemos dado para llegar a este sitio…

           -Y también te abre el apetito, ¿a que sí? –Adriana observa cómo su hija le da la razón, sonriendo-. Pues nada, pagamos y nos acercamos al bar de los montaditos, que este hallazgo hay que celebrarlo.

           Adriana Galán no cree en los golpes de suerte; tampoco en las maldiciones, las supersticiones, las leyendas, ni nada que se le parezca. Es, además, atea convencida, y piensa que en la tierra hay mucha ignorancia y mucho miedo a partes iguales. Sabe -más bien lo supone- que un mundo sin estos dos atributos tan humanos sería un lugar en paz, sin credos belicosos, sin imaginarios males de ojo, sin reenvío de cadenas, sin charlatanes de la baraja o la bola, y sin adictivos juegos de azar, tan peligrosos. Sin embargo, por costumbre e inercia, califica de “suerte” cualquier hecho positivo que le acontezca. De la mala, prefiere no acordarse. Para ella ese término no tiene sinónimos como “sino” o “destino”, y mucho menos “azar”. La suerte (o más bien la pura casualidad) es esto que le ha pasado hoy: encontrar una ganga en un escaparate y que le quede como un guante. Todo lo demás sobra.

           O puede que no.

           -Echa un ojo a las bolsas que voy a pedir las bebidas, Sara. ¡Y deja el móvil un ratito, hija! ¡Qué adicción! –exclama Adriana al levantarse del taburete de madera propio de esta franquicia de bares. Siempre que los visita se pregunta qué tendrán sus dueños contra los asientos con respaldo.

           -Que sí, mamá… ¡Es que estoy hablando en un grupo! ¡No puedo dejarlos con la palabra en la boca, que una es muy educada! –responde Sara cuya mano derecha tiene forma de Iphone 14, al tiempo que sonríe a la pantalla.

           Unos minutos después, Adriana regresa a la mesa que comparte con su hija portando sendos refrescos de naranja, y lo primero que hace es preguntar a la adicta sobre sus pertenencias. Lo segundo, aguantar el llanto.

           -¡Ay, mamá, que nos han robado! –grita Sara levantándose y llamando la atención del resto del personal. Como era de esperar, nadie ha visto nada, nadie sabe nada, y nadie dice nada. Están todos demasiado ocupados con sus respectivos Iphone 14, 15 y 16. Por supuesto, el bar tampoco se hace responsable. Igual si Adriana hubiera seguido la última cadena de Whatsapp

           Las maldiciones, ahora sí, se suceden en la boca de la madre aún trajeada, pues ha conservado algo de suerte y solo se han llevado una de las bolsas, seguramente para no llamar demasiado la atención. Se alegra, dentro de lo que cabe, de que no haya sido su conjunto, sino el regalo que compró para ese cuñado que detesta, a veces en silencio, a veces a gritos pelados. Ahora tiene menos presupuesto para el segundo intento de obsequio.

           -Se han llevado el polo de tío Roberto, Sara. ¿Ves cómo no quitas los ojos de ese dichoso móvil ni aunque te estén robando? ¡Si estabas justo al lado, hija mía!

           -¡Pero sigues teniendo tu traje! ¿No es una noticia maravillosa? –dice guasona la hija intentando mejorar el ánimo de su progenitora, ahora menos enfadada que hace un instante. Tío Roberto deberá conformarse con algo sin cocodrilo, con lo que a él le gusta una marca…

           Adriana no quiere dar mayor importancia a lo sucedido. Le puede pasar a cualquiera, se dice, y echa mano de su memoria para recordar aquel nefasto día en que le hurtaron (según la Policía) el bolso, también en un céntrico bar. Supone, conformada con su fortuna, que ya iba tocando dar con otro mangante. “¡Ojalá no le quepa el polo!” se consuela de manera ingenua mientras vuelve a la barra a por los bocadillos. Su despistada hija tiene razón: conserva el traje, y está deseando vestirlo. De forma inmediata, piensa en una próxima ocasión para llevarlo, y no se le ocurre ninguna. Sara, adivinando sus pensamientos, tiene la solución.

           -¿Te pondrás el traje para la exposición de Santi? –resuelve la niña antes de dar un bocado al pan con atún y mayonesa-. Yo creo que es un buen día para estrenarlo. A propósito, ¿quieres otro montadito?

           -¿A propósito…? No, hija. El robo me ha cerrado el estómago. Vete a pedirlo, que yo haré guardia aquí. Es que me quedo sin el conjunto también y me da un parraque. Pero sí, tienes razón, quiero ir a la exposición de Santi… ¡Ya tengo día de estreno!

           Una semana después, el traje albergará a Adriana entre las amplias paredes del no menos vasto salón de exposiciones ubicado en la Plaza de la Gavidia. Allí, en menos de dos horas, se dará cita lo más granado y figurón de la actual sociedad hispalense, para celebrar un encuentro artístico de firmas ya destacadas, junto a otras tantas aún emergentes. Una de estas últimas corresponde a Santiago Sánchez, un buen amigo de la familia, al que hace tiempo que no ven. Existe una gran expectación en torno a su todavía humilde nombre, pues se ha ganado la simpatía y admiración de muchos con sus originales creaciones pictóricas. Hoy es, será, el día de Santi.

           Y Adriana desea estar lo más adecuada posible para tan singular ocasión, de modo que ha dispuesto vestirse con el traje nuevo de color garbanzo, más un top azul marino de corte lencero y unas sandalias de tacón alto. El tiempo no acompaña demasiado –se dirá mientras frunce el ceño-, pero esto es lo más nuevo y lo más bonito que tiene en su armario, y un par de nubes no van a cambiarle el look. A treinta minutos del comienzo de la exposición, el par se ha vuelto infinito, negro y viscoso, y llueve tanto que el agua hace cortina más allá de los cristales de las ventanas, pero ella ya está vestida, su marido la espera en el coche, y no hay más que hablar. Los paraguas tendrán que hacer su función.

           -¿Qué tal, Santi? ¡Cuánto tiempo sin vernos! ¿Cuándo fue la última vez? Déjame pensar…

           -Hola, Adri: te ha caído lo más grande, ¿no, cariño? Tu marido ha salido mejor parado, según parece. ¿Habéis visto ya mis cuadros?

           El pintor novel y Adriana se saludan en el interior de la galería donde se reúne un centenar de personas. Ella, se ignora el porqué, es la única empapada del lugar. Ni siquiera Jorge, su marido, lleva marcas de agua en la chaqueta, tal vez porque ella se preocupó de taparlo con la porquería de microparaguas chino que llevaba. Pero ¿y los demás? ¿Vivían en el salón? ¿Han nacido aquí? La madre de Sara se hace numerosas y absurdas preguntas para concluir que este traje no le está dando tan buena suerte como ella pensaba, aun sabiendo –la duda ofende- que esas cosas no existen. Entre pintura y pintura se encuentra con un espejo que le devuelve una imagen bochornosa: parece como si alguien le hubiese tirado un cubo de agua desde un balcón, y no le hubiera dado a nadie más en el planeta… Se disculpa con el artista y se retira a los baños, por si el desastre tuviera algún arreglo, que no lo tendrá. Poco después intenta, balbuceante, despedirse.

           -¿Que os marcháis? Ahora van a ofrecer una copa de vino y unos canapés; os tenéis que quedar, en serio. Si es por tu aspecto, no te preocupes, mujer. Acompáñame que tengo la solución a tus problemas de humedad-. Santi y Adriana se dirigen, no sin alguna reticencia por parte de esta última, a un pequeño habitáculo de la planta baja del edificio donde los artistas tienen una especie de camerino privado. Allí abre con mucho misterio una taquilla que lleva su nombre, y extrae una prenda que ofrece a la madre de Sara para cambiarla por el top y la chaqueta. A ella no le queda otra que colocársela. Y agradecérsela. Santi, no contento aún con esto, saca del armarito mágico un secador de mano y arregla como puede los mechones mojados y ondulados de su amiga. Todo resuelto. Vuelta al salón.

           Jorge, el marido de la aparente gafada y padre de la adicta, no sale de su asombro cuando ve llegar a su mujer: ¡se la han devuelto hippy! Adriana luce una melena pseudoafro inclasificable, y un poncho multicolor con borlas de no se sabe qué época y espacio. Seco, eso sí. Y más tieso que un arenque. La noche termina de esta manera tan extraña, tan folclórica, y tan multicultural.

           -Estoy empezando a pensar en la mala suerte, Jorge. Lo que me está ocurriendo desde que compré este traje –dice señalando la bolsa que ocupa el asiento trasero del coche- no es normal.

           -Eso es una tontería y te consta. ¡Por favor, Adri! Te tenía por una mujer inteligente…

           -Lo sé, lo sé, suena estúpido, pero es que… en fin, lo olvidaré. Igual que esta noche de perros. Hacía años que no llovía así.

           -Pues oye: tienes tu aquel con esas pintas… -ríe Jorge señalando el poncho de su mujer, mientras conduce.

           Una vez en casa, y en la cama, Adriana no consigue conciliar el sueño, pero el cansancio la vence y el traje color garbanzo negro deja de tener importancia. Próxima parada: tintorería.

           Toti, la encargada del establecimiento incluido en un centro comercial cercano, pone a Adriana todas las pegas que se le van ocurriendo -la intuición es algo muy fino- para no hacerse cargo del traje: está muy manchado (y ambas ignoran de qué), parece de lino, es claro, está oscuro, tiene un ribete de otra tela, va a tardar mucho en tenerlo disponible, hoy le ha venido la regla, los planetas no están definitivamente alineados… La dueña del traje se pregunta para qué demonios existen las tintorerías, además de para mostrar inconvenientes a sus clientes. ¡Si la limpieza fuera fácil nadie traería sus prendas a estos sitios! Finalmente llegan a un acuerdo consistente en que la empresa se desentiende de todo desastre, y Adriana corre con los gastos y los posibles traumas ocasionados por la probable pérdida del traje. Ella ya no sabe si sería mejor esto último, dadas las circunstancias.

           Un par de días más tarde el contrato queda sin validez, habida cuenta del incendio ocurrido en el centro comercial donde se encuentra ubicada la tintorería. Aún se ignoran las causas del siniestro, pero ya hay voces autorizadas que señalan el local de Toti como foco principal del suceso. No hay que lamentar pérdidas personales, pero sí materiales, entre las que estarían todas las prendas almacenadas en “La tinto de Toti”. El traje sería una de ellas, si no fuera porque -¿casualidad?- en un informativo de la televisión local Adriana puede verlo situado en la escena del crimen, a salvo de las llamas, y resguardado en una bolsa transparente con la etiqueta verde que reconoce como suya. Comenta la reportera que es el único conjunto de la tintorería indemne al incendio, y que si su dueña, una tal A punto G punto, P punto acude al lugar, puede recogerlo en tal sitio, y tal y tal… A renglón seguido la felicita por la suerte que ha tenido, pues la prenda en cuestión se encuentra en perfecto y limpio estado, no así Toti a la que llevan los demonios y los psicólogos…

           Adriana, estupefacta ante el televisor, maldice esa fortuna que la tonta del micro dice que tiene; a todos los Santos, al día que fue de compras, a Rosa, a los montaditos, al ladrón de bolsas, a Tío Roberto (ya de paso), a la lluvia, al poncho, a toda la casta de la vendedora, y a la suya propia, incluyéndose a sí misma por rendirse a la evidencia, y constatar la existencia de algún tuerto que debió mirarla con fruición, antes del momento escaparate.

           -Debo recuperar ese traje y destruirlo por mí misma –se dice en un susurro mientras se dirige a su habitación en busca del bolso. Comprueba que guarda el tique de Toti, y sale corriendo, enajenada, a la calle con la decidida idea de identificarlo y guardarlo mientras piensa en cómo librarse de él, y de su ya obvia maldición. No tiene tiempo para cuestionarse nada, aunque tampoco hace falta: las pruebas son más que evidentes, y es en eso en lo que ella confía, así parezca una locura que -como es lógico- no comentará con nadie.

           -¿Pero usted cree que se pondrá bien por completo, doctor? –pregunta un preocupado Jorge junto a su asustada hija Sara en los pasillos del hospital.

           -Por supuesto: con el tiempo y mucha rehabilitación, no creo que haya problemas. La caída de su mujer fue importante, y la doble fractura que sufre en la pierna requerirá de paciencia. En una semana, si todo va bien, le daremos el alta y le facilitaremos unas muletas para que vaya moviéndose en lo posible. Unos días con Lorazepam tampoco le vendrán mal, que la encuentro muy alterada.

           -Gracias, doctor. Ahora pasaremos mi hija y yo a charlar un ratito con ella, y a darle una sorpresa: la pobre iba a recoger este traje que tanto le gustaba y que por suerte se salvó de un incendio. Me lo han entregado incluso sin el tique, no sé por qué, pero bueno… ¡lo importante es darle una alegría, que lleva una racha!

 

 

«CONTARÉ HASTA DIEZ». Cuestión de suerte.

CUESTIÓN DE SUERTE

El momento elegido por el azar vale siempre más que el momento elegido por nosotros mismos.

(Proverbio chino).

 

           Recordaba Nora C. Rico, la veterana escritora romántica, con una mirada situada mucho más allá de los cristales de su ventana, y mucho más allá de todo cuanto pudiera existir, ese antiguo momento perdido en el tiempo en que el azar, la suerte, la casualidad o el destino decidieron por ella.

           Sucedería todo aquello a finales de los años ochenta, y sería durante alguna de esas tardes en las que ordenaba satisfecha las cartas que había recibido al solicitar, tan aventurera como imprudente, una cita a ciegas. De repente, sin apenas sospecharlo, se había quedado muy sola, pues todas las chicas de su entorno ya estaban emparejadas y felices. Cuando Julia Durán, la última amiga que le quedaba de la pandilla, le comunicó a Nora que ya no podría salir más con ella, pues había encontrado a un tipo estupendo, esta se resistió a vestir esos Santos tan nombrados por todos y tan inverosímiles para ella, y aunque disfrutaba pasando largas horas escribiendo en sus diarios y en sus cuadernos toda suerte de historias románticas, no pudo dejar de idear lo que ella consideraba un plan fantástico: publicaría un anuncio de forma anónima, y así también, actuando el periódico de intermediario celestino, iría conociendo chicos con los que animar su ahora penosísima vida social. Dicho y hecho, a los pocos días de tomar tan temeraria decisión, su mensaje en el suplemento dominical prometiendo amistad y compañía había logrado lo que ella tanto ansiaba: atención a su frágil persona y -por añadidura- control casi absoluto sobre la situación. Era una ilusa. Una loca que pensaba en rosa. Y casi una niña.

           Ella, una joven y bonita Nora, se convertiría durante aquellos días en la dueña de su destino, y en la persona responsable de elegir al chico adecuado. Al futuro hombre de su vida.

           -Qué cómico resulta ahora recordar aquellas escenas y qué poco se parece mi momento presente a aquel de tanta ilusión. ¿Qué será de mí sin Miguel? –se preguntaba con amargura una vez había resuelto que todo, incluso lo eterno, tenía un final, y que de nada serviría prolongar la agonía de su matrimonio. Esperaría a que su marido llegase aquella tarde de tormenta, y escribiría el epílogo de su vida en común. De nuevo era una ilusa. Aún pensaba en rosa. Pero ya no era una niña.

           Mientras sus muy cansados ojos continuaban observando la lluvia a través de los cristales, Nora evocaba, masoquista, los sentimientos y las sensaciones de ese ayer que tanto la reconfortaba. Pretendía clausurar aquella historia, tan real como bien escrita, memorizando el instante en que su sino eligió por ella.

           Y, apagando un instante la mirada, regresó.

           La muchacha de otra época más feliz, la aspirante a novelista de éxito, se encontraba arrodillada trasteando en el espacio secreto de su mesita de noche, ese que ella misma había fabricado con un par de cartones, al fondo del segundo cajón oficial, y del que extrajo, para colocar en tres bloques distintos, las numerosas cartas de respuesta a su solicitud impresa de citas, siendo su orden pensado el geográfico: “Otras ciudades”, “Capital” y “Provincia”.

           Había concluido que descartaría -en principio- a los chicos del primer grupo y a los del tercero. Al primero por su lejanía y dificultad para formalizar una relación estable; si ya era difícil llevarse bien en pareja viviendo ambos en la misma ciudad, no quería ni imaginar qué sería de ella teniendo un novio a cientos o miles de kilómetros. Mucho teléfono y poca presencia. ¡Bah! No valía la pena arriesgarse. El otro descarte fue por puros prejuicios sociales, ¿a qué engañarse? Pero el destino, hermano mellizo del azar, no estaba muy de acuerdo con aquello…

           Sin embargo, una vez programadas y finiquitadas las primeras citas con sus paisanos de la ciudad, Nora fue perdiendo la fe en su particular misión imposible por conocer el amor. Y una noche, en un ataque de rabia, tras volver de la que pensaba sería su última salida experimental con desconocidos, entró en su habitación y abrió con vehemencia aquel cajón que tantas esperanzas y oportunidades guardaba aún. Cogió los dos bloques de cartas desechados que clamaban indulto, y se dirigió, furiosa, a la papelera más próxima para dar mortal carpetazo a la aventura del periódico. Aquello había sido un fiasco absoluto.

           Y, entonces, eligió su momento el azar…

           Impulsiva y juvenil, la ira de la decepción consiguió silenciar todas las letras que sus ciegos pretendientes habían escrito para ella, salvo unas cuantas que, resistentes a tan fatal destino, provenían de un pueblo cercano. Ya sentadas a la mesa que disponía la cena, la madre de Nora advirtió a su desilusionada hija sobre la existencia de una carta que yacía rebelde al fondo del pasillo, clamando por su rescate. Entonces, al recogerla y abrirla con el permiso de su niña, le presentó al que sería su futuro esposo. Al que, con el tiempo, sería su querido Miguel, un atractivo e inquieto chico de provincias, sin recursos, sin apenas familia, pero con muchas agallas y ganas de comerse el mundo, cuyo mensaje le tocó tanto y tan profundo que no habría podido hacer otra cosa que ofrecerle una cita y, más adelante, amarlo más que a su propia vida.

           -Qué curioso -se decía Nora abriendo la mirada-, después de pensarlo y revivirlo, haría lo que fuera por comenzar de nuevo mi vida junto a él. Ahora que todo parece terminado y ya no queda más que una última charla para concluir tres décadas de vida en común. ¡Qué no daría yo por empezar de nuevo y volver a esos ingenuos años ochenta! A ese Miguel. A aquella Nora. Mamá… ¡cuánto te echo en falta!

           La novelista que permanecía inmóvil, de pie, hipnotizada por la lluvia y tantos malditos rayos que iluminaban el recuerdo, había guardado como un tesoro aquella epístola, aún anónima, que Miguel le escribiera muchos años atrás. Solía rescatarla de entre sus reliquias cuando se sentía mal, confusa, o tenía dudas sobre su relación, tan sólida en la base y tan vibrante en su cima. El viejo sobre ya había adquirido un ligero tono amarillento que delataba sus días de reposo y nostalgia, pero se mantenía vivo en su mensaje, cumpliendo el empeño de suavizar y ofrecer bálsamo a las penas de su destinataria.

           Mas de nuevo el azar -en connivencia con aquella tarde de perros- interpretaría un último y decisivo papel y, tras una llamada de escalofrío, lograría situar a Nora junto a la cama de hospital que ocupaba su marido, apenas una hora después de sufrir un grave accidente de tráfico. Los médicos que atendían a Miguel comunicaron a la reflexiva escritora de novela romántica, ahora incrédula, aterrada y desubicada, que habían podido salvarle la vida, pero que ambos habrían de empezar de cero, y que ella debería ser todo lo paciente que pudiera y supiera con Miguel, si quería obtener resultados positivos en su recuperación.

           Y Nora C. Rico, marginando por unos instantes el dolor e incertidumbre que sentía, levantó la mirada y volvió a bendecir su particular suerte.

«CONTARÉ HASTA DIEZ». Azul felicidad.

AZUL FELICIDAD

 

           -¡Me muero por comenzar mi relato! ¿Querrá usted creer que incluso estoy algo nerviosa? A ver por dónde empiezo… ya sabe que este viaje era muy importante para mi vida en general, y mi salud en particular. Recordará también que lo llevaba planeando durante meses, y que todo estaba programado para conseguir la escapada de mis sueños… Pues bien, me satisface poder confirmarle que así ha sido con total exactitud: he disfrutado de mi aventura y, durante un fin de semana, he sido la mujer más feliz de la tierra.

           Beatriz Falcón, una joven sabedora de ilusiones y ansiedades a partes iguales, parlotea sin contención nada más entrar en la habitación pintada de un verde suave. Mira a su alrededor, sin dejar de hablar, y acepta la indicación de sentarse en la que parece una confortable butaca. Cruza las piernas y agarra con fuerza los brazos del asiento, para tomar impulso y continuar su historia. El entusiasmo es evidente.

           -Unos días antes de salir con rumbo a la Costa del Sol, me encargué de poner a punto mi coche, y así pedí cita en el taller, pues no quería de ningún modo que una avería inoportuna malograra el tan ansiado viaje. Una buena lista, con todo lo necesario para incluir en la maleta sin estrenar, consiguió que no me dejara nada olvidado. ¡Mujer previsora vale por dos! Transporte y equipaje resueltos, ya solo restaba prepararme yo, y para ello acudí a un centro de belleza, donde me convirtieron en la mujer resplandeciente y segura que al día siguiente madrugaría para comenzar su peregrinaje.

           Ese viernes vacacional abrí los ojos al alba, con la misma ilusión y alegría que cuando de niña era visitada por los Magos de Oriente; ¡casi salté de la cama! Me duché y vestí con la rapidez de la impaciencia, me recogí el pelo en una cola de caballo, bebí un sorbo de café y mordisqueé una tostada mal untada de mantequilla… pude notar cómo el corazón se me enamoraba con cada paso dado y -finalmente- calcé mis mejores y más cómodas sandalias. La maleta me seguía decidida, pues así lo estaba yo. Y como ella, como el coche, como el viaje, como el cuerpo y la mente, todo iba yendo sobre ruedas…

           Sentí placer al conducir y escuchar a la vez mi música favorita, elegida para la ocasión, y el camino hasta la primera parada en el pueblo costero de Mijas, en Málaga, se me hizo más corto de lo imaginado. Logré encontrar, sin dificultad, el pequeño hotel reservado a un lado de la carretera, y su amplio aparcamiento público me facilitó la llegada hasta la recepción. El lugar, paradisíaco podría decirse sin novelerías, se encontraba rodeado de inmensos campos de golf, y el cuidado verde del paisaje limitaba con unas montañas prodigiosas que hacían recordar otros parajes europeos más gélidos y distantes. Aquello, sin embargo, era cálido y fresco a la vez, acogedor y perfecto. Desde mi terraza podía observar la piscina, el inagotable césped y al fondo -triunfante- la sugestiva sierra. El Mediterráneo me esperaba a muy poca distancia, también. ¿Qué más se podía pedir?

           Disfruté de un relajante baño en la piscina del hotel, aprovechando la ausencia de otros turistas, y luego leí un rato en una de las numerosas hamacas que rodeaban la zona acuática, al amparo de la enorme sombrilla azul que hacía juego con mi bikini. También con el agua y el cielo. Con mi existencia perfecta en ese justo instante. A mí la vida, en aquel momento preciso, me parecía de un cursi pero ideal “azul felicidad”… Luego volví a la habitación y me arreglé para bajar a la playa y tomar una copa en algún local situado en la misma arena, a pocos metros de la orilla del mar. Si digo que todo me parecía un sueño, aún me estoy quedando corta. Lucí mis vaqueros, azules y deshilachados, y una camiseta turquesa un tanto atrevida. En la cabeza llevaba un sombrero de paja que me otorgaba un aspecto extranjero de lo más original. Mi piel y ojos claros contribuían al equívoco, y resultó divertido conversar con algún lugareño confundido y pródigo en galanterías… Creo que no solo viajé en carretera: ¡viajé en el tiempo! Nunca me había sentido más joven que en aquellos tres días de vacaciones.

           Beatriz acomoda su postura en la butaca, redirige la mirada hacia el techo de la habitación, y sonríe rememorando cada instante de su escapada en solitario. Busca nuevos detalles que aportar a su relato, que por momentos resulta algo cargante, y da un pequeño sorbo al vaso de agua que han colocado frente a ella, en la mesa compartida. Está interpretando la felicidad, que según ella es azul. Y sin abandonar su sonrisa continúa.

           -Tras dormir profundamente como no había hecho en años, a la mañana siguiente proseguí mi camino por otras localidades de la costa, y así conocí Estepona, Marbella, Fuengirola, Benalmádena, Torremolinos y Nerja, en cuyo balcón mirador, reconvertido en restaurante italiano, pude almorzar el domingo como fin a mi periplo malagueño. A la vuelta, y gracias a mi acumulada afición lectora, reconocí sin problemas la Peña de los Enamorados, en el municipio de Antequera, y sentí cierta tristeza al recordar la leyenda que vinculaba la vistosa montaña con una infortunada pareja que desde allí se arrojó, huyendo de los soldados enviados por el padre de la chica, una princesa mora, con el objetivo de impedir su amor. Tristeza, sí, y también nostalgia por ir dejando atrás los mejores días de mi vida. Y… ¡bueno, creo que eso es todo!

           Tan excitada como satisfecha de su perorata, la joven Beatriz se retoca presumida el peinado y endereza su postura en la butaca, aguardando con ilusión e impaciencia el veredicto.

           -Muy bien, Beatriz. Aun cuando tu lenguaje es algo recargado, si te soy sincero, me has convencido. Has conseguido hacer tu sueño maravilloso y creíble, no solo para ti, sino también para mí. ¡Me has contagiado tu entusiasmo! Ahora estás preparada. Recuerdas el próximo paso de nuestro programa, ¿no es cierto?

           -¿El número doce? Llevarlo a la práctica, doctor, pero…

           -Sin excusas, querida. Ya la mente ha terminado con tu miedo a los espacios abiertos. Con tu miedo a viajar sola. Con el que te impide relacionarte con normalidad. Ahora solo queda el paso final: hacerlo todo realidad, tal y como lo has deseado, soñado, novelado y descrito. Debes enfrentarte físicamente con lo que ya no existe en tu psique. Será pan comido, Beatriz.

           -Tiene usted razón, doctor. Me siento fuerte y convencida: en cuanto vuelva a mi casa hago la reserva en el hotel, pido cita en el taller, en el centro de belleza… ¡Ya sabe!

           -¿Preparada para el “azul felicidad”, Beatriz?

           -Preparada. Un millón de gracias, y hasta siempre. 

 

 

¡FELIZ DÍA DEL LIBRO!

Como dije ayer mismo, y aunque a veces cueste, quiero reírme un poco de aquella primera etapa juntando letras, de la que por lo menos aprendí bastante. Mi anécdota con el gurú Lain García Calvo es digna de meme, pero hasta ese punto aún no he evolucionado… Todavía tengo algo de amor propio.

Aunque una imagen ya no valga más que mil palabras, en el pasado sí lo hacía, y por eso te dejo esta fotito tan curiosa en la que se ve cómo el couch ahora millonario está firmando su autopublicado «La voz de tu alma» a punta pala, mientras yo me quedo sentada sin nadie que me saque a firmar… Menos mal que a las dos de la tarde le entró hambre y se fue a comer, no sin antes pasarme su plumífero por la cabeza, a modo de despedida. A partir de entonces pude vender un par de libros (ya no eran horas…).

Era mi oportunidad. Era mi día especial. Viajé desde Sevilla. Tenía todas las ilusiones puestas. ¡Era Sant Jordi, caramba! Y un tío como este, tan atento con las masas y tan desconsiderado con las personas, me aguó la fiesta (y eso que las botellas de agua almática de su tienda las vende vacías…).

P.S.: Mi recuerdo cariñoso para Vicente, Jordi y su mujer, amigos de Barcelona, que tuvieron la deferencia de visitarme en el estand aquel día. Ellos fueron la parte positiva, y siempre lo recordaré. ¡Feliz Día del Libro!

 

 

«CONTARÉ HASTA DIEZ». Gran oportunidad.

GRAN OPORTUNIDAD

Una mujer rubia, joven y algo melancólica descorre unas cortinas claras recién colocadas sobre las amplias cristaleras de su salón. Al otro lado, ya descubierto, un gran jardín por adaptar a sus gustos personales, y una piscina aún por destapar. Más allá, solo naturaleza. Paisaje inmejorable. Cielo. Nada.

-Ilusión es esto, Bosco, y ya solo importa lo que tenga que suceder a partir de hoy. Nada de ayer cuenta. Contamos nosotros, el ahora, el mañana. Un nuevo mañana.

Olga sentencia, ilusa como su idea, después de sufrir durante largo tiempo la agonía del miedo más absurdo. De ese terror que paraliza la cordura y te devuelve rechazos. De ese frío que hiela la razón para convertirla en tortura. La mudanza a la que es su nueva y definitiva casa, tan apartada de todo y de todos que a cualquier otro atemorizaría, supone su mayor logro. Significa independencia y sosiego, compañeros inseparables a partir de hoy. Bosco, su marido, certifica con el silencio y ambos guardan respeto por el pasado, apuntando las miradas en la dirección que comunica con el verde y el azul. Paz y más paz. Fin.

AYER:

-¡Qué maravilla de piso, cariño! Céntrico, al lado de mis padres, cerca también de los tuyos, rodeado de todas las comodidades de la ciudad, con el colegio a un tiro de piedra y con el ambulatorio a otro. ¡Pero si hasta tenemos las paradas de los autobuses junto al portal de entrada! Ha sido una suerte increíble, Bosco. Ha merecido la pena esperar tanto a que quedara una vivienda libre por la zona. ¿Una pareja algo extraña la propietaria, no te parece? Pero bueno, a mí me da igual: lo importante es que nos lo han vendido y a un precio inmejorable. ¡Estoy como loca!

Olga Montero, casada con Bosco Martín desde hace quince años y madre de una niña de diez, se encuentra en el primer piso, letra F, de un elegante edificio de siete plantas situado en una selecta urbanización. Da igual dónde. No importa en qué ciudad. Lo que sí cuenta es que tendrán también suerte con la vecindad: arriba solo vive -según Amaya Roldán, su pizpireta agente inmobiliaria- un anciano encantador que no les molestará en absoluto. Viudo, sin hijos ni nietos que revolucionen los días de fiesta, podrán gozar de la tranquilidad y comodidad que siempre han deseado para su familia. Este nuevo piso supone, sin duda, una gran oportunidad.

Rodeados de cajas de embalaje semiabiertas, Olga estrena su nueva y flamante cocina abriendo el estante de las copas, sacando dos para vino y descorchando una de las botellas obsequiadas por la chica de la agencia. Eufórica, quiere aprovechar la ausencia de Carolina, su hija, para brindar con su marido por el nuevo hogar. Reparte el tinto y suma un bol con almendras a la bandeja que acerca, sonriente, al salón, donde ya la espera Bosco con impaciencia. La fiesta va a comenzar.

-¿Haces tú los honores? -pregunta la nueva propietaria alzando la copa y ofreciendo una de las sonrisas más sinceras de su historia-. ¿Por qué brindamos? Además de por el piso, quiero decir.

-Por ti -galantea su marido-. Por la mujer más bella, y por la fortuna de tenerte a mi lado.

Chocan el cristal y beben, creyéndose felices. En ese instante tal vez lo sean. No durará mucho tiempo más. Se oye un golpe muy fuerte. Proviene del piso de arriba.

-¡Vaya con el abuelo! –comenta Olga sin evitar un respingo- ¡Nos ha salido ruidoso! Recuerdo que Amaya nos garantizó tranquilidad. ¡Ay, Bosco! ¿Y si se ha caído?

-Olvídate de eso y bebe un poquito más, que hay que aprovechar esta soledad… La niña estará con tus padres todo el fin de semana, ¿no? Pues eso, mujer… ¿Ducha común?

-¡Ducha común! -afirma ella riendo. Si no quieres oír, no oyes. Si no quieres saber, no sabes. Se es más feliz en la ignorancia.

Sin dejar de sonreír, apura su vino y sale disparada hacia el amplio y níveo cuarto de baño. Todo es nuevo y perfecto, como ese raro amor que conservan con sumo cuidado. Él la sigue para alcanzarla y arrebatarle la holgada camiseta de trabajo. Se diría que no han pasado tantos años, que aún están enamorados y que la vida les devuelve la sonrisa. Es tan maravilloso que es irreal. Por completo. Ahora serán dos golpes.

-¿Has oído? Dos golpes idénticos al primero de hace un rato. ¿Y si subimos a preguntar y de paso nos presentamos? Estoy intranquila, nene…

-¿Ahora? ¿Lo dices en serio? Venga, mujer, ¡que la ducha nos espera!

En esta ocasión, las llamadas al olvido de Bosco no son escuchadas por su mujer, y ambos se adecentan para subir a saludar al anciano que presumen habita la planta superior. Ella no quiere presentarse con las manos vacías, pero su nevera está aún por abastecer y no encuentra en el estante nada apropiado para un señor mayor. Contrariada, da la mano a su marido y se dirige hacia las escaleras.

-Segundo F: aquí es.

-Estamos a tiempo de bajar y reanudar lo que empezamos, Olga… Piénsalo.

-Le ha podido pasar algo, hombre. No me lo perdonaría si fuese así. ¿Y tú?

-Venga: llama y acabemos. Ya verás que no pasa nada.

Una, dos, tres y cuatro veces son las que Olga Montero pulsa el timbre de aquel piso. No se escucha nada a través de la puerta. El matrimonio se mira, extrañado, y vuelve, resignado, a su hogar. A continuación habrá ducha, sexo, brindis, amor, ilusión, proyectos, promesas… Un vistazo rápido a lo que están poniendo por televisión, y el acuerdo de compartir cama para descansar de una larga jornada. Mañana será otro día de duro trabajo. Silencio, oscuridad e inacción. Los golpes, ahora, ya son tres.

-¿Has oído eso? ¡Ha sonado justo encima, Bosco! ¡Tres golpes iguales a los otros!

-Tranquila, mujer. Habrá vuelto de donde quiera que estuviese. Tal vez sea el bastón, vete a saber.

-Un bastón no hace tanto ruido. ¿Y antes qué? ¿No nos quiso abrir?

-Es probable: igual se sintió avergonzado de su torpeza y prefirió hacerse el sordo. ¡O lo está en realidad! Si fuese una caída no se habría repetido varias veces, ¿no crees?

-Sí, es verdad… Pero son las doce y media de la noche, nene, y ya estaba cogiendo el sueño… ¡Menudo susto me ha dado el buen señor!

-Si quieres, mañana subimos de nuevo, pero no creo que debamos preocuparnos: será eso, un bastón con el que se ayuda a caminar, y a veces no mide bien la fuerza.

-No sé… Es raro. Buenas noches, cariño.

-Buenas noches, guapa.

Sábado, domingo, lunes, martes… los días y las semanas se suceden en el moderno edificio que ahora ocupa nuestra pareja de enamorados, sin que la oportunidad de conocer al anciano propietario del segundo F se presente. Ambos suben a menudo, juntos o por separado, cuando escuchan un golpe, o dos, o tres, siempre idénticos todos, pero nadie parece vivir allí. Nadie responde y nada más se oye. Solo se repiten los impactos, tan fuertes, tan imprevistos, que van resultando insoportables. Amaya, la agente inmobiliaria, ha visitado en alguna ocasión a sus clientes para saber de su satisfacción con la vivienda adquirida, pero su estancia no ha coincidido con la reproducción de los porrazos. Tampoco ella tiene suerte al intentar saludar al presunto propietario. El ánimo de Olga, que es quien más tiempo pasa en el domicilio, va claudicando y así se lo hace saber, una mañana, a su marido.

-No puedo seguir así, y siento mucho tener que decirlo, Bosco, pero esto me está consumiendo.

-Solo llevamos unos meses en el piso, mujer… Te prometo que seguiré subiendo a la casa de ese hombre hasta averiguar qué demonios pasa ahí. ¿Conforme? Reconozco que he estado viajando mucho últimamente, y me he olvidado un poco del tema; perdóname. Dame unos días más y lo soluciono. Y si sigo sin dar con el vecino, le preguntaré al presidente de la comunidad. Él debe saber algo más. Puede que incluso lo conozca de alguna reunión.

Terminándose el café, y dando un beso a su mujer, el padre de Carolina da por zanjado el tema de los golpes del molesto vecino y se despide para ir a su trabajo, como cada día. Se lleva a la niña al colegio y de nuevo deja sola a Olga. Sola con su miedo (“ese terror que paraliza la cordura y te devuelve rechazos”). Ella ya no se atreve a subir sola y prefiere hacer como que no oye. Como que no está. Y así, dejando de estar cada día un poco más, siguen sucediéndose las semanas sin novedad. Quedan los golpes: uno, dos, tres.

Uno, dos, tres. Uno, dos, tres. ¡Uno, dos, tres!

-Buenas tardes, ¿Emilio González? Amaya, la agente inmobiliaria que nos vendió el piso, me ha dicho que tú eres el actual presidente de la comunidad. Verás, soy Bosco Martín, el nuevo propietario del primero F. Mi mujer, mi hija y yo vivimos aquí desde hace unos meses, y estamos sufriendo unos golpes provenientes del piso de arriba, que ya se hacen un tanto pesados. Hemos intentado hablar con el señor mayor que vive en el segundo, pero hasta la fecha no hemos tenido ningún éxito. ¿Tú lo conoces, tal vez?

-Encantado, Bosco. ¿El segundo F dices? Allí no vive nadie, amigo. No desde que pasó lo que pasó. Lo que ocurre es que las agencias no lo cuentan para intentar vender, pero al final la gente se entera de todo. Ni yo mismo quiero recordarlo.

-Te aseguro que sí vive alguien. Alguien que golpea el suelo dando un porrazo enorme, luego dos, y finalmente, tres. Según mi mujer, que es quien pasa más tiempo en casa, a veces son varias series de tres golpes, sucedidas a intervalos de unos quince minutos, más o menos. Comprenderás que estemos algo nerviosos e impacientes por solucionar el tema. ¿Dices que pasó algo allí?

-Y yo te digo que no vive nadie desde hace un par de años, como poco. Puede que más, no recuerdo con exactitud. Lo único que es verdad de cuanto te han dicho es que se trataba de un anciano. Se quedaba al cuidado de su nieto, un bebé de pocas semanas, para que su hija, madre soltera, pudiera acudir a trabajar. El viejo lo mató a golpes. Luego, se suicidó. Pobre mujer… Por lo visto el hombre era esquizofrénico y había dejado la medicación. Ella no lo sabía, claro. Una desgracia.

“Lo mató a golpes”.

HOY:

Amaya Roldán, tan alegre y resuelta como de costumbre, enseña un piso a una pareja de novios encantada con el lugar. Se trata del primero F de un elegante edificio situado no importa dónde. Ni en qué ciudad. Sus antiguos propietarios le entregaron las llaves para que ella se ocupara de todo, y ahora miran el futuro a través de unas amplias cristaleras que solo saben de verde y azul. De nada y de paz.

-¡Ah -les comenta la agente a la nueva pareja-, y por los vecinos no deben ustedes preocuparse! Arriba solo vive un anciano encantador que no les molestará en absoluto.