Un atractivo traje pantalón de mujer luce desafiante en el escaparate de la tienda por la que pasan Adriana y su hija Sara. Ambas se detienen para mirarlo, y es entonces cuando esta le coge la mano a su madre, invitándola a entrar en el local.
-¡Vamos, mamá! Sabes que necesitas ese traje. ¡Bueno, uno como ese! Ya lo hemos hablado…
-Desde aquí no veo el precio, Sara, pero supongo que tampoco pasa nada por preguntar. Y sí, ya lo hemos hablado: que esta primavera cuento con más de un evento en la agenda, que tendré que asistir a alguna exposición de los amigos, que esto y que lo otro. A veces tienes tanta razón como tu madre, hija. Entremos.
Sara sonríe satisfecha ante la buena disposición de Adriana, y ambas acceden a la tienda donde se encuentra el tesoro deseado; la chica sabe que su madre necesita un conjunto como ese, de color claro, elegante pero no demasiado, sencillo y a la vez distinguido, para –en definitiva- sentirse mejor consigo misma. Y también sabe que estando sola no se lo comprará. Que seguirá tirando de la muy usada ropa sin estilo que lleva años acumulada en su armario.
-¡Perdone, señorita! –adelanta Sara, nada más entrar- ¿Podría decirme el precio de ese traje color garbanzo del escaparate?
-Por supuesto: solo son 59’99 €, una ganga. ¿Me acompañan a la zona donde están dispuestos en todas las tallas? Seguro que les queda bien a las dos… ¿para quién sería? –pregunta satisfecha la vendedora.
-Para mí, para mí –aclara Adriana, quitando la palabra de la boca a su hija, y dándose cuenta de que tal vez no esté quedando demasiado bien-. Bueno… esta vez es para mí, quiero decir.
-¡Que sí, mamá! Que hoy es tu día de compras, y ahora mismo te vas a probar el traje, que además de bonito es una ganga como ha dicho ella, ¿verdad?
-¡Exacto! –acuerda la dependienta-. Acompáñenme por aquí. ¿Ven ese rincón? Pues allí los tienen, desde la talla 36 hasta la 44. ¡Ah! Y al fondo a la izquierda están los probadores. Para cualquier cosa que necesiten, mi nombre es Rosa. Andaré por aquí.
-¿No está mal de precio, verdad? –susurra Adriana a su hija para tranquilizar su conciencia-. La verdad es que es muy de mi estilo, sobrio, con un toque juvenil, y me gusta. ¿Qué talla elijo? Porque vete a saber cómo miden los trajes aquí… ¡Si es que no hay dos tiendas iguales!
-¿Qué dices? ¡Está tirado! Ojalá los botines de marca que a mí me gustan tuvieran ese precio… Por cierto, mamá: ¿te he dicho ya cuáles son? No digo ahora, no, pero, ¿para Reyes?
-Anda que no es lista mi hija… Al final, yo no me compraré el traje y tú te irás a casa calzada de lujo, como si lo viera.
-¡De eso nada! Venga: coge la 38 y vamos a los probadores. Mis Air Max 99 pueden esperar… un poco.
Las dos mujeres se dirigen al fondo a la izquierda, como les indicó Rosa en su momento, con un solo modelo, una vez comprobado -a ojo de buen cubero- que es la talla más ajustada a la figura materna. El traje, de chaqueta ajustada y pantalón de talle bajo con pinzas, no solo tiene un color beige ideal combinable con casi todo (una vez separadas las piezas), sino que está realizado en un lino suave y fresco que apetece tocar y llevar puesto a menudo. Adriana ha tenido mucha suerte, sin ningún género de duda.
Una vez en el probador, la madre de Sara se muestra encantada con el conjunto, y se mira y remira por todas partes, hasta dar su veredicto.
-¡Me encanta! ¡Parece hecho a mi medida! ¿No crees, niña? No tendría ni que cogerle el bajo –dice levantando un poco el pie para demostrarlo-. ¡Me lo quedo!
-Te sienta de lujo. ¿Lo celebramos tomando algo? A mí la felicidad me seca la boca, mamá. Bueno, y el pateo que nos hemos dado para llegar a este sitio…
-Y también te abre el apetito, ¿a que sí? –Adriana observa cómo su hija le da la razón, sonriendo-. Pues nada, pagamos y nos acercamos al bar de los montaditos, que este hallazgo hay que celebrarlo.
Adriana Galán no cree en los golpes de suerte; tampoco en las maldiciones, las supersticiones, las leyendas, ni nada que se le parezca. Es, además, atea convencida, y piensa que en la tierra hay mucha ignorancia y mucho miedo a partes iguales. Sabe -más bien lo supone- que un mundo sin estos dos atributos tan humanos sería un lugar en paz, sin credos belicosos, sin imaginarios males de ojo, sin reenvío de cadenas, sin charlatanes de la baraja o la bola, y sin adictivos juegos de azar, tan peligrosos. Sin embargo, por costumbre e inercia, califica de “suerte” cualquier hecho positivo que le acontezca. De la mala, prefiere no acordarse. Para ella ese término no tiene sinónimos como “sino” o “destino”, y mucho menos “azar”. La suerte (o más bien la pura casualidad) es esto que le ha pasado hoy: encontrar una ganga en un escaparate y que le quede como un guante. Todo lo demás sobra.
O puede que no.
-Echa un ojo a las bolsas que voy a pedir las bebidas, Sara. ¡Y deja el móvil un ratito, hija! ¡Qué adicción! –exclama Adriana al levantarse del taburete de madera propio de esta franquicia de bares. Siempre que los visita se pregunta qué tendrán sus dueños contra los asientos con respaldo.
-Que sí, mamá… ¡Es que estoy hablando en un grupo! ¡No puedo dejarlos con la palabra en la boca, que una es muy educada! –responde Sara cuya mano derecha tiene forma de Iphone14, al tiempo que sonríe a la pantalla.
Unos minutos después, Adriana regresa a la mesa que comparte con su hija portando sendos refrescos de naranja, y lo primero que hace es preguntar a la adicta sobre sus pertenencias. Lo segundo, aguantar el llanto.
-¡Ay, mamá, que nos han robado! –grita Sara levantándose y llamando la atención del resto del personal. Como era de esperar, nadie ha visto nada, nadie sabe nada, y nadie dice nada. Están todos demasiado ocupados con sus respectivos Iphone 14, 15 y 16. Por supuesto, el bar tampoco se hace responsable. Igual si Adriana hubiera seguido la última cadena de Whatsapp…
Las maldiciones, ahora sí, se suceden en la boca de la madre aún trajeada, pues ha conservado algo de suerte y solo se han llevado una de las bolsas, seguramente para no llamar demasiado la atención. Se alegra, dentro de lo que cabe, de que no haya sido su conjunto, sino el regalo que compró para ese cuñado que detesta, a veces en silencio, a veces a gritos pelados. Ahora tiene menos presupuesto para el segundo intento de obsequio.
-Se han llevado el polo de tío Roberto, Sara. ¿Ves cómo no quitas los ojos de ese dichoso móvil ni aunque te estén robando? ¡Si estabas justo al lado, hija mía!
-¡Pero sigues teniendo tu traje! ¿No es una noticia maravillosa? –dice guasona la hija intentando mejorar el ánimo de su progenitora, ahora menos enfadada que hace un instante. Tío Roberto deberá conformarse con algo sin cocodrilo, con lo que a él le gusta una marca…
Adriana no quiere dar mayor importancia a lo sucedido. Le puede pasar a cualquiera, se dice, y echa mano de su memoria para recordar aquel nefasto día en que le hurtaron (según la Policía) el bolso, también en un céntrico bar. Supone, conformada con su fortuna, que ya iba tocando dar con otro mangante. “¡Ojalá no le quepa el polo!” se consuela de manera ingenua mientras vuelve a la barra a por los bocadillos. Su despistada hija tiene razón: conserva el traje, y está deseando vestirlo. De forma inmediata, piensa en una próxima ocasión para llevarlo, y no se le ocurre ninguna. Sara, adivinando sus pensamientos, tiene la solución.
-¿Te pondrás el traje para la exposición de Santi? –resuelve la niña antes de dar un bocado al pan con atún y mayonesa-. Yo creo que es un buen día para estrenarlo. A propósito, ¿quieres otro montadito?
-¿A propósito…? No, hija. El robo me ha cerrado el estómago. Vete a pedirlo, que yo haré guardia aquí. Es que me quedo sin el conjunto también y me da un parraque. Pero sí, tienes razón, quiero ir a la exposición de Santi… ¡Ya tengo día de estreno!
Una semana después, el traje albergará a Adriana entre las amplias paredes del no menos vasto salón de exposiciones ubicado en la Plaza de la Gavidia. Allí, en menos de dos horas, se dará cita lo más granado y figurón de la actual sociedad hispalense, para celebrar un encuentro artístico de firmas ya destacadas, junto a otras tantas aún emergentes. Una de estas últimas corresponde a Santiago Sánchez, un buen amigo de la familia, al que hace tiempo que no ven. Existe una gran expectación en torno a su todavía humilde nombre, pues se ha ganado la simpatía y admiración de muchos con sus originales creaciones pictóricas. Hoy es, será, el día de Santi.
Y Adriana desea estar lo más adecuada posible para tan singular ocasión, de modo que ha dispuesto vestirse con el traje nuevo de color garbanzo, más un top azul marino de corte lencero y unas sandalias de tacón alto. El tiempo no acompaña demasiado –se dirá mientras frunce el ceño-, pero esto es lo más nuevo y lo más bonito que tiene en su armario, y un par de nubes no van a cambiarle el look. A treinta minutos del comienzo de la exposición, el par se ha vuelto infinito, negro y viscoso, y llueve tanto que el agua hace cortina más allá de los cristales de las ventanas, pero ella ya está vestida, su marido la espera en el coche, y no hay más que hablar. Los paraguas tendrán que hacer su función.
-¿Qué tal, Santi? ¡Cuánto tiempo sin vernos! ¿Cuándo fue la última vez? Déjame pensar…
-Hola, Adri: te ha caído lo más grande, ¿no, cariño? Tu marido ha salido mejor parado, según parece. ¿Habéis visto ya mis cuadros?
El pintor novel y Adriana se saludan en el interior de la galería donde se reúne un centenar de personas. Ella, se ignora el porqué, es la única empapada del lugar. Ni siquiera Jorge, su marido, lleva marcas de agua en la chaqueta, tal vez porque ella se preocupó de taparlo con la porquería de microparaguas chino que llevaba. Pero ¿y los demás? ¿Vivían en el salón? ¿Han nacido aquí? La madre de Sara se hace numerosas y absurdas preguntas para concluir que este traje no le está dando tan buena suerte como ella pensaba, aun sabiendo –la duda ofende- que esas cosas no existen. Entre pintura y pintura se encuentra con un espejo que le devuelve una imagen bochornosa: parece como si alguien le hubiese tirado un cubo de agua desde un balcón, y no le hubiera dado a nadie más en el planeta… Se disculpa con el artista y se retira a los baños, por si el desastre tuviera algún arreglo, que no lo tendrá. Poco después intenta, balbuceante, despedirse.
-¿Que os marcháis? Ahora van a ofrecer una copa de vino y unos canapés; os tenéis que quedar, en serio. Si es por tu aspecto, no te preocupes, mujer. Acompáñame que tengo la solución a tus problemas de humedad-. Santi y Adriana se dirigen, no sin alguna reticencia por parte de esta última, a un pequeño habitáculo de la planta baja del edificio donde los artistas tienen una especie de camerino privado. Allí abre con mucho misterio una taquilla que lleva su nombre, y extrae una prenda que ofrece a la madre de Sara para cambiarla por el top y la chaqueta. A ella no le queda otra que colocársela. Y agradecérsela. Santi, no contento aún con esto, saca del armarito mágico un secador de mano y arregla como puede los mechones mojados y ondulados de su amiga. Todo resuelto. Vuelta al salón.
Jorge, el marido de la aparente gafada y padre de la adicta, no sale de su asombro cuando ve llegar a su mujer: ¡se la han devuelto hippy! Adriana luce una melena pseudoafro inclasificable, y un poncho multicolor con borlas de no se sabe qué época y espacio. Seco, eso sí. Y más tieso que un arenque. La noche termina de esta manera tan extraña, tan folclórica, y tan multicultural.
-Estoy empezando a pensar en la mala suerte, Jorge. Lo que me está ocurriendo desde que compré este traje –dice señalando la bolsa que ocupa el asiento trasero del coche- no es normal.
-Eso es una tontería y te consta. ¡Por favor, Adri! Te tenía por una mujer inteligente…
-Lo sé, lo sé, suena estúpido, pero es que… en fin, lo olvidaré. Igual que esta noche de perros. Hacía años que no llovía así.
-Pues oye: tienes tu aquel con esas pintas… -ríe Jorge señalando el poncho de su mujer, mientras conduce.
Una vez en casa, y en la cama, Adriana no consigue conciliar el sueño, pero el cansancio la vence y el traje color garbanzo negro deja de tener importancia. Próxima parada: tintorería.
Toti, la encargada del establecimiento incluido en un centro comercial cercano, pone a Adriana todas las pegas que se le van ocurriendo -la intuición es algo muy fino- para no hacerse cargo del traje: está muy manchado (y ambas ignoran de qué), parece de lino, es claro, está oscuro, tiene un ribete de otra tela, va a tardar mucho en tenerlo disponible, hoy le ha venido la regla, los planetas no están definitivamente alineados… La dueña del traje se pregunta para qué demonios existen las tintorerías, además de para mostrar inconvenientes a sus clientes. ¡Si la limpieza fuera fácil nadie traería sus prendas a estos sitios! Finalmente llegan a un acuerdo consistente en que la empresa se desentiende de todo desastre, y Adriana corre con los gastos y los posibles traumas ocasionados por la probable pérdida del traje. Ella ya no sabe si sería mejor esto último, dadas las circunstancias.
Un par de días más tarde el contrato queda sin validez, habida cuenta del incendio ocurrido en el centro comercial donde se encuentra ubicada la tintorería. Aún se ignoran las causas del siniestro, pero ya hay voces autorizadas que señalan el local de Toti como foco principal del suceso. No hay que lamentar pérdidas personales, pero sí materiales, entre las que estarían todas las prendas almacenadas en “La tinto de Toti”. El traje sería una de ellas, si no fuera porque -¿casualidad?- en un informativo de la televisión local Adriana puede verlo situado en la escena del crimen, a salvo de las llamas, y resguardado en una bolsa transparente con la etiqueta verde que reconoce como suya. Comenta la reportera que es el único conjunto de la tintorería indemne al incendio, y que si su dueña, una tal A punto G punto, P punto acude al lugar, puede recogerlo en tal sitio, y tal y tal… A renglón seguido la felicita por la suerte que ha tenido, pues la prenda en cuestión se encuentra en perfecto y limpio estado, no así Toti a la que llevan los demonios y los psicólogos…
Adriana, estupefacta ante el televisor, maldice esa fortuna que la tonta del micro dice que tiene; a todos los Santos, al día que fue de compras, a Rosa, a los montaditos, al ladrón de bolsas, a Tío Roberto (ya de paso), a la lluvia, al poncho, a toda la casta de la vendedora, y a la suya propia, incluyéndose a sí misma por rendirse a la evidencia, y constatar la existencia de algún tuerto que debió mirarla con fruición, antes del momento escaparate.
-Debo recuperar ese traje y destruirlo por mí misma –se dice en un susurro mientras se dirige a su habitación en busca del bolso. Comprueba que guarda el tique de Toti, y sale corriendo, enajenada, a la calle con la decidida idea de identificarlo y guardarlo mientras piensa en cómo librarse de él, y de su ya obvia maldición. No tiene tiempo para cuestionarse nada, aunque tampoco hace falta: las pruebas son más que evidentes, y es en eso en lo que ella confía, así parezca una locura que -como es lógico- no comentará con nadie.
-¿Pero usted cree que se pondrá bien por completo, doctor? –pregunta un preocupado Jorge junto a su asustada hija Sara en los pasillos del hospital.
-Por supuesto: con el tiempo y mucha rehabilitación, no creo que haya problemas. La caída de su mujer fue importante, y la doble fractura que sufre en la pierna requerirá de paciencia. En una semana, si todo va bien, le daremos el alta y le facilitaremos unas muletas para que vaya moviéndose en lo posible. Unos días con Lorazepam tampoco le vendrán mal, que la encuentro muy alterada.
-Gracias, doctor. Ahora pasaremos mi hija y yo a charlar un ratito con ella, y a darle una sorpresa: la pobre iba a recoger este traje que tanto le gustaba y que por suerte se salvó de un incendio. Me lo han entregado incluso sin el tique, no sé por qué, pero bueno… ¡lo importante es darle una alegría, que lleva una racha!