ENAMORARSE (Brevería).

Prenderse en el fuego de los quince, la frescura de los veinte, la templanza de los treinta… y mantenerlo al punto por siempre. Enamorarse, también, con la sorpresa de la madurez y el agradecimiento de la edad adulta; vivir con el deseo entregado a la voluntad del otro desde el inicio, o con el replanteo, tal vez, de una suerte establecida y la predisposición de una rutina mejor.

Ensimismarse en esos ojos que ya son tuyos, y por los que ves aún con mayor claridad; desear -como don Félix- que su cielo quepa en el espacio de tu infierno, y que su sonrisa provoque tu desmayo con tanta certidumbre como tu resurrección. Enamorarse es vivir. Y morir…

Porque sabes que la miras y mueres -dice don Mario- y peor que mueres si no la miras. Porque has decidido quitarle coraza al corazón y ofrecerle una tibia oportunidad; un empréstito que le permita sentir tan adolescente como eso sea posible. Y sabes que no lo es, pero se te olvida. Con ella, con él, se te olvida hasta tu nombre, cómo no tu sino y el gris. Solo tu amor permanece, e insiste ante la terquedad de la verdad más dulce.

Enamorarse con el nublado eterno del sol -don Gustavo Adolfo- y pensar que toda desgracia sucederá, sin duda, antes de que llegue el fin de la pasión, absurda muerte incluida. Se ama -te dices- con el alma, y esta es imperecedera como los sueños, como las ilusiones, como los recuerdos, y como lo fue ese rayo que te dejó estaqueado en mitad del patio -¡ay, don Julio!- y te meció al compás de un sentimiento tan cierto como increíble.

Tener la boca amarga -don Antonio- sin haber mordido, y aún más amarga tras su muerdo.

Esto es todo, llegó el amor, no es hora de pensar.

 

AMOR EN LA ARENA (Brevería).

 

AMOR EN LA ARENA

 

            Decir una barbaridad y pretender suavizarla con una explicación, es lo mismo que clavar una estocada e intentar curarla a base de tiritas… En ambos casos es inútil: la muerte ya existe.

            Le ocurrió -y esto lo sé gracias a una histérica llamada telefónica- a mi amiga Helga, cuando pretendió celebrar el polémico día de los enamorados, aquel maldito 14 de febrero de hace no pocos años. De acuerdo que llevaban casados veinte anualidades… Conforme con la infame cursilería de la fecha… Admisión, incluso, a lo extemporáneo del festejo… Aun así, con todo y con eso, a la inminente mujer menguante se le ocurrió dicha propuesta celebratoria en pleno almuerzo familiar, arguyendo un dato comparativo que hizo que el tiro conyugal le saliera por la culata, y fuera a dar en el centro de su corazón:

            -Me resulta muy triste que algunas parejas que llevan tiempo juntas, y aparentemente felices, digan que ya no están enamoradas. Que digan que hay cariño… ¡Qué suerte que eso a nosotros no nos pasa! ¿Verdad, nene? –o algo así soltó Helga al tiempo que aproximaba el cesto del pan.

            -Es lo normal –dijo “el nene de Los Palacios” descubriendo el estoque y sorbiendo, previsor, un trago de vino.

            -¿Cómo normal? ¡¿Tú no estás enamorado?! –exclamó y preguntó una enloquecida Helga con la culata abierta de par en par.

            -¡¡Pues no…!!

 

            El silencio, la perplejidad y el sentenciado corte de digestión transitaban por la absurda ingenuidad de mi amiga exvalentina, mientras “el nene de Los Palacios” se deshacía en impedidas explicaciones que desnudaban acusaciones más que manifiestas. Daba igual cuanto hablara y así -me informan- seguiría dando siempre: algo ya había perecido en aquella mesa llena de platos a medio comer y a punto de lanzar. Hora de la muerte: un plátano y un kiwi en punto. Ella tragó saliva, él se quiso tragar la nuez, y los ojipláticos hijos tragaron -como de costumbre- con la sobrestimada sinceridad de sus padres.

            Me preguntaba, acongojada, mi Helga qué debería haber hecho ante aquella suerte de situación, así que le dije lo que toda buena amiga diría: pasa y actúa como si nada. Compadécete del plátano muerto, salva el kiwi, y duérmete una siesta, que mañana será otro día, dos décadas no son nada, y aún queda mucha hipoteca -en la arena- que brindar…

         Olé.