«CONTARÉ HASTA DIEZ». Contaré hasta diez (capítulo final).

CONTARÉ HASTA DIEZ

 

           La eficaz inspectora Amanda Pellicer no tiene, definitivamente, un buen día. Esta mañana se ha levantado tarde de la cama, gracias a un enganche nocturno y alevoso con una serie británica sobre la doctora Foster (sospechosa paranoica de la infidelidad de su marido); luego ha tenido que recoger sus tostadas recién untadas del suelo, y conformarse con un café bebido al que olvidó echar el azúcar, para poco después verse obligada a cambiar la rueda pinchada de su Skoda CitiGo… Una vez situada en su despacho de la céntrica comisaría de Mairena donde ejerce su labor, los casos de pequeños hurtos y denuncias por malos tratos se han multiplicado, y el volumen de trabajo existente le ha impedido ingerir más que un bocadillo de queso y un té helado en toda la jornada;  para colmo, siente pinchazos en las sienes y el estómago, probablemente de puro estrés acumulado, y ya pasadas las once de la noche no desea otra cosa que regresar a su casa, e intentar desconectar de su propia vida. Aún ignora Pellicer la sorpresa que este maldito viernes, casualmente trece, tiene preparada para ella…

           -Señora –dice el oficial al abrir la puerta del despacho de Amanda-, ¿permite un segundo? Estoy tomando declaración a una mujer que afirma que su marido y otras tres parejas amigas han desaparecido esta noche, en una finca vecina. Parece ebria y desorientada. Tal vez quiera usted hacerse cargo.

           -Tal vez, Gallardo. Pensaba irme ya, la cabeza me está matando, pero veo que es imposible. Hoy está siendo un viernes 13 de libro –afirma levantándose de su asiento-. Lléveme con ella.

           La inspectora y el oficial toman declaración a dúo, intercalando las preguntas, a una muy bebida Melania Gálvez, vecina de la localidad. Esta se reafirma en su discurso inicial, en el que relata haber perdido a su marido, Cristóbal, y a sus seis amigos, durante el juego propuesto por Circe Rodas en su casa. Informa, de igual modo, a los agentes de que es posible que ella se salvara al esconderse fuera de la propiedad de la anfitriona. Justo tras sus muros  -añade- se mantuvo a la espera de que todo finalizara, pero al pasar un tiempo prudencial sin noticias de su marido y  amigos, decidió entrar de nuevo y llamar al grupo. Nadie respondió. Tampoco Circe, la dueña de la casa, hasta ese momento también amiga, y a la que considera responsable de lo sucedido. Está convencida de que permanece en su interior, aunque ignore sus llamadas, pero no sabe explicar el porqué de esa intuición.

           Amanda se rasca la cabeza, acerca una silla contigua, toma asiento junto al agente que aporrea el teclado de su ordenador, y medita lo escuchado durante unos instantes. Es obvio que la declarante está bebida o drogada, confusa al extremo, y -también- que lleva el temor incrustado en los ojos. Le ofrece un poco de agua o un café, y le explica que no debe preocuparse, que lo más probable es que la anfitriona, su marido y sus amigos le estén gastando una broma de mal gusto, intoxicados como ella, y que seguro que todo terminará aclarándose. Le pregunta por sus nombres y apellidos. De cualquier modo -piensa mientras se lleva su mano derecha a la frente-, no estará de más hacer una visita de cortesía a la dueña de la finca. Lo hará de camino a su casa, situada en la misma dirección. Ahora le pide a la señora Gálvez que detalle su visita al hogar de la señora Rodas, y le explique el inicio del juego por el cual ella cree que han desaparecido su marido y sus amigos. Esta, aguantando las lágrimas y trastabillando las palabras, comienza su relato desde mucho antes:

           -Intentaré recordar… Circe, la bellísima y enigmática Circe, y su marido Luis eran amigos nuestros, de todos, aunque él lo era más… ya sabe: nos caía mejor. Él era más natural, más divertido, más afable y servicial. Y un poquito mujeriego… Ella, originaria de Grecia y mal adaptada a nuestro país, siempre fue correcta, pero algo seria y engreída. Su marido la tenía por una Diosa, una hechicera, decía que su nombre la representaba bien, ¿sabe usted? Hace poco el pobre hombre murió, de repente, y su mujer no nos dijo nada en absoluto, ni siquiera nos avisó para asistir a su funeral. Nos enteramos después… no recuerdo cómo. En el grupo pensamos que, dadas las circunstancias, ya no la veríamos más, y que su disimulo ante nosotros había terminado. Sin embargo, para nuestra sorpresa, hace una semana nos telefoneó para invitarnos a cenar a su casa. A su mansión, vaya, porque es enorme aquello… ¿por dónde iba? Sí, perdone… que nos esperaba hoy, viernes 13, a las ocho, para recordar a su difunto esposo y rendirle homenaje. Que estaría bien charlar sobre los viejos tiempos, dijo. Que nos quedaría muy agradecida. Que se lo debíamos…

           -¿Que se lo debían? -interroga Amanda mientras el oficial no deja de teclear- ¿Me explica eso, señora Gálvez?

           -Supongo que ella lo consideraba así porque en un momento dado encubrimos los deslices de Luis, que aun loco por ella, no se resistía ante la belleza femenina; le mentimos, tuvimos que hacerlo, y ella se enteró. A pesar de esa tensión que desde entonces quedó entre nosotros, teníamos curiosidad por ver adónde nos conducía tan repentina amabilidad. ¿Le he dicho que solo nos gustaba su marido y que ella era un poco bruja? Sí, creo que sí, disculpe… Bueno, pues el caso es que nos presentamos todos en su casa, Villa Circe se llama el casoplón… ¿¿El aseo??

           -Acompáñela, oficial, hágame el favor…

           Melania Gálvez se levanta ayudada por el agente, y ambos se dirigen a los servicios de la comisaría. No es algo que allí sorprenda; lo más habitual es que lo ingerido salga antes incluso de pedir el D.N.I. a los declarantes. Una vez aliviada y con el estómago limpio, la testigo continúa su perorata, ahora mucho menos confusa. Amanda se alegra y visualiza por un momento su cama. Ya queda menos.

           -Lo siento mucho, inspectora. Tomamos unas copas en la cena… pero ya estoy bien. ¿Qué fue lo último que dije?

           -“El caso es que nos presentamos todos en su casa, Villa Circe se llama el casoplón…” -apuntan Gallardo y Pellicer casi al unísono, releyendo la pantalla del ordenador.

           -¡Ah, sí! Pues allí estábamos todos a las ocho, puntuales y curiosos, bien vestidos, como siempre había que ir a esa casa, y deseando descubrir el porqué de la invitación. Yo creo intuirlo, después de lo que ha pasado. Creo que nos tendió una trampa.

           -Cuénteme, sobre todo, -insiste Amanda- cuál era la actitud de la señora Rodas durante la cena. ¿Qué decía? ¿Qué hacía? ¿Por qué cree usted que su invitación era una farsa?

           -Porque recientemente, como en ocasiones anteriores, nosotros habíamos tapado a su marido cuando él la estaba engañando con dos mujeres a la vez… Eso fue poco antes de morir Luis. Ella debió averiguarlo, no sé cómo, y nos ha castigado así. Borrándonos del mapa. Yo me salvé al estar bien escondida. Nos dio una oportunidad, y la aproveché. Circe es mala, una bruja como le digo… pero tiene palabra.

           -Explíquese.

           -Nos recibió junto a tres gatos (un macho y dos hembras, nos aclaró) que ronroneaban a su alrededor, y que siempre estuvieron cerca de nosotros. No eran nada ariscos los animalitos. En esa casa nunca hubo mascotas porque a Luis no le gustaban, pero supongo que tras su muerte, ella se sintió muy sola y… Después de cenar y tomarnos más de un gin-tonic, se levantó de la impresionante mesa dispuesta y propuso un pasatiempo. Nos ofreció jugar al escondite, con la única condición de ser ella la que contara, a ciegas, hasta diez. Luego nos buscaría. Recuerdo su frase, tan extraña, a la perfección.

           -Sigo sin entender. ¿Qué frase era esa?

           -Pues dijo en voz bien alta: “¡Contaré hasta diez, y recordad: os podéis esconder donde queráis, pero si os encuentro, yo gano. Si no, ganáis vosotros!”

           -Eso es lo típico del juego del escondite. ¿Dónde ve usted lo extraño?

           -Nunca dijo qué ganaríamos, ni ella, ni nosotros. No era una mujer que jugara por jugar. Eso no le divertía: debía tener un propósito, un premio. Y nosotros olvidamos preguntar antes de acceder a sus deseos, pero estábamos tan borrachos… Ahora sé lo que perdieron mi marido y mis amigos, se cobró Circe, y gané yo: ¡la vida!

           -Bueno, bueno… No debe sacar conclusiones precipitadas: aún no sabemos dónde están todos, pero estoy segura de que, tarde o temprano, aparecerán. En la Policía no nos basamos en trucos de magia, señora Gálvez, y un grupo tan numeroso no se esfuma sin más, ¿no le parece? Ahora, cuando termine su declaración, me acompañará a la casa de esa tal Circe Rodas y hablaremos con su propietaria, que según ha mencionado, usted sitúa en el interior de la finca. Todo se arreglará, no se preocupe. Y deje de llorar, mujer…

           Melania Gálvez, ahora más fresca y consciente de lo sucedido, no encuentra consuelo a su situación: su marido, Cristóbal, y sus seis mejores amigos están desaparecidos, y ella parece una desquiciada contando a la policía una absurda película de miedo. Por fortuna ha dado con una inspectora sensible que la llevará a la casa donde vio por última vez a su esposo, y a los otros tres matrimonios. Al menos tiene una posibilidad. Tienen una posibilidad.

           -Para concluir su declaración, y antes de que se la lea, imprima y me firme, dígame qué hizo tras comprobar que usted era la única persona que, de forma probada, permanecía en la finca. Cuénteme también por qué se separó de los demás, señora Gálvez.

           -Estuve esperando un buen rato, escondida a unos cien metros de los muros de piedra de la casa, tras unos árboles con unas raíces gigantescas, pensando en ser la ganadora de aquel estúpido juego. El alcohol me vuelve eufórica y arriesgada, aunque en este caso, apartarme del grupo se convirtiera en un perfecto acto de prudencia… Si salí de la casa y me separé de los demás, incluido Cris, fue por pura competitividad. Decidí que cuanto más lejos estuviera de Circe, menos posibilidad tendría de encontrarme, y ella nos había advertido de que podíamos escondernos donde quisiéramos. Ahora entiendo que era la única ventaja que ofrecía, y que -incluso de forma inconsciente- yo capté. No, señora, ella tampoco estaba en los jardines cuando entré, aburrida de esperar. Estaban sus tres gatos, tan mimosos… Allí fuera no había nadie, inspectora. Le repito que no sé por qué, pero estoy segura de que se encontraba dentro de la casa. Sola. Usted no conoce a esa mujer…

           Apuntando ya la medianoche de aquel viernes 13, la inspectora de policía, Amanda Pellicer, y la testigo de una desaparición grupal, Melania Gálvez, se trasladan en el coche de la primera hasta Villa Circe. La gran cancela de hierro previa al camino de piedra que conduce hasta la casa se encuentra, ahora, cerrada por dentro, lo que da fe del testimonio último de la declarante, y el vídeo-portero para avisar a su propietaria no parece operativo. Las dos mujeres hacen un poco de ruido, tratando de contactar con quien pudiera hallarse en su interior, pero el resultado es infructuoso, como ya vaticinara la mujer del presuntamente malogrado Cristóbal.

           Pellicer no sabe qué demonios pensar de todo esto. Igual la mujer que tiene a su lado se está inventando toda la historia como parte del juego que sí están jugando, y que ha planeado con su dichosa pandilla de amigos. O igual ellos la han dejado plantada con esa misma excusa, averigua por qué razón. El caso es que ella ya no puede más con el martilleo de su cabeza, se ha hecho muy tarde, y necesita descansar para concluir con un mínimo de acierto. Entrega su tarjeta y emplaza a la testigo para el día siguiente, en que reanudará –si la alerta de la desaparición sigue activa- la búsqueda de Circe Rodas y de los siete vecinos de Mairena. Pero una vez en el interior del vehículo, mientras se colocan los cinturones de seguridad, y bien dispuestas ambas a marcharse de allí, Melania Gálvez, horrorizada, desencajada, señala con el dedo índice de su brazo derecho la entrada de la finca, llamando la atención de la inspectora sobre los nuevos ocupantes del portón exterior.

           -¡¡Mire, por Dios Santo, mire eso!!

           Una decena de gatos apostados a lo largo de toda la verja de hierro maúllan lastimeros, mientras observan cómo un coche arranca el motor y enciende sus luces. Miran expectantes la escena en la que dos mujeres hacen números y atan imposibles cabos, que no pueden sino desdeñar. Y ya se encuentran fuera de su alcance cuando estos felinos se vuelven cabizbajos hacia el interior, y solo uno permanece asomado entre las rejas, aguardando su regreso y susurrando: “Mel…”

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