Los escritores desconocidos no solemos contar con mucha ayuda exterior, ni con mucho público asistente, ni -por supuesto- con gente interesada en comprar nuestros libros (o tan siquiera en leer nuestros relatos), de modo que en escritopormargairé destacando a aquellas exclusivas personas, valiosas por sí mismas, que con su colaboración desinteresada han contribuido a la promoción, difusión y venta de mi trabajo.
Inicio la propuesta con Manuel Miranda Jiménez, sevillano y sevillista, licenciado en Economía, y especialista en Marketing Digital. Trabaja desde su página manuelmirandaj.es, ayudando a los escritores y escritoras con sus libros, y ofreciendo servicios editoriales de todo tipo. Puedes verlo con más detalle haciendo clicAQUÍ.
Recuerdo que también me hizo una entrevista bastante chula, hace ya tiempo (algunas cosas han cambiado), y que se puede curiosear por AQUÍ.
Lector y comprador de mis novelas, reseñista en Amazon, no tuvo bastante con eso que además me concedió un ratito en su programa de radio (también ha pasado ya tiempo) NeoFM904, y que dejo justo AQUÍ.
¿Merece o no merece mi agradecimiento ad aeternum? Pues ya sabes: si eres escritor, escritora, estás pensando en autopublicar (la mejor opción actualmente), y no sabes cómo empezar, ponte en las sabias y leales manos de Manuel Miranda y comienza tu carrera. Siempre podrás contar con él.
Decir una barbaridad y pretender suavizarla con una explicación, es lo mismo que clavar una estocada e intentar curarla a base de tiritas… En ambos casos es inútil: la muerte ya existe.
Le ocurrió -y esto lo sé gracias a una histérica llamada telefónica- a mi amiga Helga, cuando pretendió celebrar el polémico día de los enamorados, aquel maldito 14 de febrero de hace no pocos años. De acuerdo que llevaban casados veinte anualidades… Conforme con la infame cursilería de la fecha… Admisión, incluso, a lo extemporáneo del festejo… Aun así, con todo y con eso, a la inminente mujer menguante se le ocurrió dicha propuesta celebratoria en pleno almuerzo familiar, arguyendo un dato comparativo que hizo que el tiro conyugal le saliera por la culata, y fuera a dar en el centro de su corazón:
-Me resulta muy triste que algunas parejas que llevan tiempo juntas, y aparentemente felices, digan que ya no están enamoradas. Que digan que hay cariño… ¡Qué suerte que eso a nosotros no nos pasa! ¿Verdad, nene? –o algo así soltó Helga al tiempo que aproximaba el cesto del pan.
-Es lo normal –dijo “el nene de Los Palacios” descubriendo el estoque y sorbiendo, previsor, un trago de vino.
-¿Cómo normal? ¡¿Tú no estás enamorado?! –exclamó y preguntó una enloquecida Helga con la culata abierta de par en par.
-¡¡Pues no…!!
El silencio, la perplejidad y el sentenciado corte de digestión transitaban por la absurda ingenuidad de mi amiga exvalentina, mientras “el nene de Los Palacios” se deshacía en impedidas explicaciones que desnudaban acusaciones más que manifiestas. Daba igual cuanto hablara y así -me informan- seguiría dando siempre: algo ya había perecido en aquella mesa llena de platos a medio comer y a punto de lanzar. Hora de la muerte: un plátano y un kiwi en punto. Ella tragó saliva, él se quiso tragar la nuez, y los ojipláticos hijos tragaron -como de costumbre- con la sobrestimada sinceridad de sus padres.
Me preguntaba, acongojada, mi Helga qué debería haber hecho ante aquella suerte de situación, así que le dije lo que toda buena amiga diría: pasa y actúa como si nada. Compadécete del plátano muerto, salva el kiwi, y duérmete una siesta, que mañana será otro día, dos décadas no son nada, y aún queda mucha hipoteca -en la arena- que brindar…
Un atractivo traje pantalón de mujer luce desafiante en el escaparate de la tienda por la que pasan Adriana y su hija Sara. Ambas se detienen para mirarlo, y es entonces cuando esta le coge la mano a su madre, invitándola a entrar en el local.
-¡Vamos, mamá! Sabes que necesitas ese traje. ¡Bueno, uno como ese! Ya lo hemos hablado…
-Desde aquí no veo el precio, Sara, pero supongo que tampoco pasa nada por preguntar. Y sí, ya lo hemos hablado: que esta primavera cuento con más de un evento en la agenda, que tendré que asistir a alguna exposición de los amigos, que esto y que lo otro. A veces tienes tanta razón como tu madre, hija. Entremos.
Sara sonríe satisfecha ante la buena disposición de Adriana, y ambas acceden a la tienda donde se encuentra el tesoro deseado; la chica sabe que su madre necesita un conjunto como ese, de color claro, elegante pero no demasiado, sencillo y a la vez distinguido, para –en definitiva- sentirse mejor consigo misma. Y también sabe que estando sola no se lo comprará. Que seguirá tirando de la muy usada ropa sin estilo que lleva años acumulada en su armario.
-¡Perdone, señorita! –adelanta Sara, nada más entrar- ¿Podría decirme el precio de ese traje color garbanzo del escaparate?
-Por supuesto: solo son 59’99 €, una ganga. ¿Me acompañan a la zona donde están dispuestos en todas las tallas? Seguro que les queda bien a las dos… ¿para quién sería? –pregunta satisfecha la vendedora.
-Para mí, para mí –aclara Adriana, quitando la palabra de la boca a su hija, y dándose cuenta de que tal vez no esté quedando demasiado bien-. Bueno… esta vez es para mí, quiero decir.
-¡Que sí, mamá! Que hoy es tu día de compras, y ahora mismo te vas a probar el traje, que además de bonito es una ganga como ha dicho ella, ¿verdad?
-¡Exacto! –acuerda la dependienta-. Acompáñenme por aquí. ¿Ven ese rincón? Pues allí los tienen, desde la talla 36 hasta la 44. ¡Ah! Y al fondo a la izquierda están los probadores. Para cualquier cosa que necesiten, mi nombre es Rosa. Andaré por aquí.
-¿No está mal de precio, verdad? –susurra Adriana a su hija para tranquilizar su conciencia-. La verdad es que es muy de mi estilo, sobrio, con un toque juvenil, y me gusta. ¿Qué talla elijo? Porque vete a saber cómo miden los trajes aquí… ¡Si es que no hay dos tiendas iguales!
-¿Qué dices? ¡Está tirado! Ojalá los botines de marca que a mí me gustan tuvieran ese precio… Por cierto, mamá: ¿te he dicho ya cuáles son? No digo ahora, no, pero, ¿para Reyes?
-Anda que no es lista mi hija… Al final, yo no me compraré el traje y tú te irás a casa calzada de lujo, como si lo viera.
-¡De eso nada! Venga: coge la 38 y vamos a los probadores. Mis Air Max 99 pueden esperar… un poco.
Las dos mujeres se dirigen al fondo a la izquierda, como les indicó Rosa en su momento, con un solo modelo, una vez comprobado -a ojo de buen cubero- que es la talla más ajustada a la figura materna. El traje, de chaqueta ajustada y pantalón de talle bajo con pinzas, no solo tiene un color beige ideal combinable con casi todo (una vez separadas las piezas), sino que está realizado en un lino suave y fresco que apetece tocar y llevar puesto a menudo. Adriana ha tenido mucha suerte, sin ningún género de duda.
Una vez en el probador, la madre de Sara se muestra encantada con el conjunto, y se mira y remira por todas partes, hasta dar su veredicto.
-¡Me encanta! ¡Parece hecho a mi medida! ¿No crees, niña? No tendría ni que cogerle el bajo –dice levantando un poco el pie para demostrarlo-. ¡Me lo quedo!
-Te sienta de lujo. ¿Lo celebramos tomando algo? A mí la felicidad me seca la boca, mamá. Bueno, y el pateo que nos hemos dado para llegar a este sitio…
-Y también te abre el apetito, ¿a que sí? –Adriana observa cómo su hija le da la razón, sonriendo-. Pues nada, pagamos y nos acercamos al bar de los montaditos, que este hallazgo hay que celebrarlo.
Adriana Galán no cree en los golpes de suerte; tampoco en las maldiciones, las supersticiones, las leyendas, ni nada que se le parezca. Es, además, atea convencida, y piensa que en la tierra hay mucha ignorancia y mucho miedo a partes iguales. Sabe -más bien lo supone- que un mundo sin estos dos atributos tan humanos sería un lugar en paz, sin credos belicosos, sin imaginarios males de ojo, sin reenvío de cadenas, sin charlatanes de la baraja o la bola, y sin adictivos juegos de azar, tan peligrosos. Sin embargo, por costumbre e inercia, califica de “suerte” cualquier hecho positivo que le acontezca. De la mala, prefiere no acordarse. Para ella ese término no tiene sinónimos como “sino” o “destino”, y mucho menos “azar”. La suerte (o más bien la pura casualidad) es esto que le ha pasado hoy: encontrar una ganga en un escaparate y que le quede como un guante. Todo lo demás sobra.
O puede que no.
-Echa un ojo a las bolsas que voy a pedir las bebidas, Sara. ¡Y deja el móvil un ratito, hija! ¡Qué adicción! –exclama Adriana al levantarse del taburete de madera propio de esta franquicia de bares. Siempre que los visita se pregunta qué tendrán sus dueños contra los asientos con respaldo.
-Que sí, mamá… ¡Es que estoy hablando en un grupo! ¡No puedo dejarlos con la palabra en la boca, que una es muy educada! –responde Sara cuya mano derecha tiene forma de Iphone14, al tiempo que sonríe a la pantalla.
Unos minutos después, Adriana regresa a la mesa que comparte con su hija portando sendos refrescos de naranja, y lo primero que hace es preguntar a la adicta sobre sus pertenencias. Lo segundo, aguantar el llanto.
-¡Ay, mamá, que nos han robado! –grita Sara levantándose y llamando la atención del resto del personal. Como era de esperar, nadie ha visto nada, nadie sabe nada, y nadie dice nada. Están todos demasiado ocupados con sus respectivos Iphone 14, 15 y 16. Por supuesto, el bar tampoco se hace responsable. Igual si Adriana hubiera seguido la última cadena de Whatsapp…
Las maldiciones, ahora sí, se suceden en la boca de la madre aún trajeada, pues ha conservado algo de suerte y solo se han llevado una de las bolsas, seguramente para no llamar demasiado la atención. Se alegra, dentro de lo que cabe, de que no haya sido su conjunto, sino el regalo que compró para ese cuñado que detesta, a veces en silencio, a veces a gritos pelados. Ahora tiene menos presupuesto para el segundo intento de obsequio.
-Se han llevado el polo de tío Roberto, Sara. ¿Ves cómo no quitas los ojos de ese dichoso móvil ni aunque te estén robando? ¡Si estabas justo al lado, hija mía!
-¡Pero sigues teniendo tu traje! ¿No es una noticia maravillosa? –dice guasona la hija intentando mejorar el ánimo de su progenitora, ahora menos enfadada que hace un instante. Tío Roberto deberá conformarse con algo sin cocodrilo, con lo que a él le gusta una marca…
Adriana no quiere dar mayor importancia a lo sucedido. Le puede pasar a cualquiera, se dice, y echa mano de su memoria para recordar aquel nefasto día en que le hurtaron (según la Policía) el bolso, también en un céntrico bar. Supone, conformada con su fortuna, que ya iba tocando dar con otro mangante. “¡Ojalá no le quepa el polo!” se consuela de manera ingenua mientras vuelve a la barra a por los bocadillos. Su despistada hija tiene razón: conserva el traje, y está deseando vestirlo. De forma inmediata, piensa en una próxima ocasión para llevarlo, y no se le ocurre ninguna. Sara, adivinando sus pensamientos, tiene la solución.
-¿Te pondrás el traje para la exposición de Santi? –resuelve la niña antes de dar un bocado al pan con atún y mayonesa-. Yo creo que es un buen día para estrenarlo. A propósito, ¿quieres otro montadito?
-¿A propósito…? No, hija. El robo me ha cerrado el estómago. Vete a pedirlo, que yo haré guardia aquí. Es que me quedo sin el conjunto también y me da un parraque. Pero sí, tienes razón, quiero ir a la exposición de Santi… ¡Ya tengo día de estreno!
Una semana después, el traje albergará a Adriana entre las amplias paredes del no menos vasto salón de exposiciones ubicado en la Plaza de la Gavidia. Allí, en menos de dos horas, se dará cita lo más granado y figurón de la actual sociedad hispalense, para celebrar un encuentro artístico de firmas ya destacadas, junto a otras tantas aún emergentes. Una de estas últimas corresponde a Santiago Sánchez, un buen amigo de la familia, al que hace tiempo que no ven. Existe una gran expectación en torno a su todavía humilde nombre, pues se ha ganado la simpatía y admiración de muchos con sus originales creaciones pictóricas. Hoy es, será, el día de Santi.
Y Adriana desea estar lo más adecuada posible para tan singular ocasión, de modo que ha dispuesto vestirse con el traje nuevo de color garbanzo, más un top azul marino de corte lencero y unas sandalias de tacón alto. El tiempo no acompaña demasiado –se dirá mientras frunce el ceño-, pero esto es lo más nuevo y lo más bonito que tiene en su armario, y un par de nubes no van a cambiarle el look. A treinta minutos del comienzo de la exposición, el par se ha vuelto infinito, negro y viscoso, y llueve tanto que el agua hace cortina más allá de los cristales de las ventanas, pero ella ya está vestida, su marido la espera en el coche, y no hay más que hablar. Los paraguas tendrán que hacer su función.
-¿Qué tal, Santi? ¡Cuánto tiempo sin vernos! ¿Cuándo fue la última vez? Déjame pensar…
-Hola, Adri: te ha caído lo más grande, ¿no, cariño? Tu marido ha salido mejor parado, según parece. ¿Habéis visto ya mis cuadros?
El pintor novel y Adriana se saludan en el interior de la galería donde se reúne un centenar de personas. Ella, se ignora el porqué, es la única empapada del lugar. Ni siquiera Jorge, su marido, lleva marcas de agua en la chaqueta, tal vez porque ella se preocupó de taparlo con la porquería de microparaguas chino que llevaba. Pero ¿y los demás? ¿Vivían en el salón? ¿Han nacido aquí? La madre de Sara se hace numerosas y absurdas preguntas para concluir que este traje no le está dando tan buena suerte como ella pensaba, aun sabiendo –la duda ofende- que esas cosas no existen. Entre pintura y pintura se encuentra con un espejo que le devuelve una imagen bochornosa: parece como si alguien le hubiese tirado un cubo de agua desde un balcón, y no le hubiera dado a nadie más en el planeta… Se disculpa con el artista y se retira a los baños, por si el desastre tuviera algún arreglo, que no lo tendrá. Poco después intenta, balbuceante, despedirse.
-¿Que os marcháis? Ahora van a ofrecer una copa de vino y unos canapés; os tenéis que quedar, en serio. Si es por tu aspecto, no te preocupes, mujer. Acompáñame que tengo la solución a tus problemas de humedad-. Santi y Adriana se dirigen, no sin alguna reticencia por parte de esta última, a un pequeño habitáculo de la planta baja del edificio donde los artistas tienen una especie de camerino privado. Allí abre con mucho misterio una taquilla que lleva su nombre, y extrae una prenda que ofrece a la madre de Sara para cambiarla por el top y la chaqueta. A ella no le queda otra que colocársela. Y agradecérsela. Santi, no contento aún con esto, saca del armarito mágico un secador de mano y arregla como puede los mechones mojados y ondulados de su amiga. Todo resuelto. Vuelta al salón.
Jorge, el marido de la aparente gafada y padre de la adicta, no sale de su asombro cuando ve llegar a su mujer: ¡se la han devuelto hippy! Adriana luce una melena pseudoafro inclasificable, y un poncho multicolor con borlas de no se sabe qué época y espacio. Seco, eso sí. Y más tieso que un arenque. La noche termina de esta manera tan extraña, tan folclórica, y tan multicultural.
-Estoy empezando a pensar en la mala suerte, Jorge. Lo que me está ocurriendo desde que compré este traje –dice señalando la bolsa que ocupa el asiento trasero del coche- no es normal.
-Eso es una tontería y te consta. ¡Por favor, Adri! Te tenía por una mujer inteligente…
-Lo sé, lo sé, suena estúpido, pero es que… en fin, lo olvidaré. Igual que esta noche de perros. Hacía años que no llovía así.
-Pues oye: tienes tu aquel con esas pintas… -ríe Jorge señalando el poncho de su mujer, mientras conduce.
Una vez en casa, y en la cama, Adriana no consigue conciliar el sueño, pero el cansancio la vence y el traje color garbanzo negro deja de tener importancia. Próxima parada: tintorería.
Toti, la encargada del establecimiento incluido en un centro comercial cercano, pone a Adriana todas las pegas que se le van ocurriendo -la intuición es algo muy fino- para no hacerse cargo del traje: está muy manchado (y ambas ignoran de qué), parece de lino, es claro, está oscuro, tiene un ribete de otra tela, va a tardar mucho en tenerlo disponible, hoy le ha venido la regla, los planetas no están definitivamente alineados… La dueña del traje se pregunta para qué demonios existen las tintorerías, además de para mostrar inconvenientes a sus clientes. ¡Si la limpieza fuera fácil nadie traería sus prendas a estos sitios! Finalmente llegan a un acuerdo consistente en que la empresa se desentiende de todo desastre, y Adriana corre con los gastos y los posibles traumas ocasionados por la probable pérdida del traje. Ella ya no sabe si sería mejor esto último, dadas las circunstancias.
Un par de días más tarde el contrato queda sin validez, habida cuenta del incendio ocurrido en el centro comercial donde se encuentra ubicada la tintorería. Aún se ignoran las causas del siniestro, pero ya hay voces autorizadas que señalan el local de Toti como foco principal del suceso. No hay que lamentar pérdidas personales, pero sí materiales, entre las que estarían todas las prendas almacenadas en “La tinto de Toti”. El traje sería una de ellas, si no fuera porque -¿casualidad?- en un informativo de la televisión local Adriana puede verlo situado en la escena del crimen, a salvo de las llamas, y resguardado en una bolsa transparente con la etiqueta verde que reconoce como suya. Comenta la reportera que es el único conjunto de la tintorería indemne al incendio, y que si su dueña, una tal A punto G punto, P punto acude al lugar, puede recogerlo en tal sitio, y tal y tal… A renglón seguido la felicita por la suerte que ha tenido, pues la prenda en cuestión se encuentra en perfecto y limpio estado, no así Toti a la que llevan los demonios y los psicólogos…
Adriana, estupefacta ante el televisor, maldice esa fortuna que la tonta del micro dice que tiene; a todos los Santos, al día que fue de compras, a Rosa, a los montaditos, al ladrón de bolsas, a Tío Roberto (ya de paso), a la lluvia, al poncho, a toda la casta de la vendedora, y a la suya propia, incluyéndose a sí misma por rendirse a la evidencia, y constatar la existencia de algún tuerto que debió mirarla con fruición, antes del momento escaparate.
-Debo recuperar ese traje y destruirlo por mí misma –se dice en un susurro mientras se dirige a su habitación en busca del bolso. Comprueba que guarda el tique de Toti, y sale corriendo, enajenada, a la calle con la decidida idea de identificarlo y guardarlo mientras piensa en cómo librarse de él, y de su ya obvia maldición. No tiene tiempo para cuestionarse nada, aunque tampoco hace falta: las pruebas son más que evidentes, y es en eso en lo que ella confía, así parezca una locura que -como es lógico- no comentará con nadie.
-¿Pero usted cree que se pondrá bien por completo, doctor? –pregunta un preocupado Jorge junto a su asustada hija Sara en los pasillos del hospital.
-Por supuesto: con el tiempo y mucha rehabilitación, no creo que haya problemas. La caída de su mujer fue importante, y la doble fractura que sufre en la pierna requerirá de paciencia. En una semana, si todo va bien, le daremos el alta y le facilitaremos unas muletas para que vaya moviéndose en lo posible. Unos días con Lorazepam tampoco le vendrán mal, que la encuentro muy alterada.
-Gracias, doctor. Ahora pasaremos mi hija y yo a charlar un ratito con ella, y a darle una sorpresa: la pobre iba a recoger este traje que tanto le gustaba y que por suerte se salvó de un incendio. Me lo han entregado incluso sin el tique, no sé por qué, pero bueno… ¡lo importante es darle una alegría, que lleva una racha!
El momento elegido por el azar vale siempre más que el momento elegido por nosotros mismos.
(Proverbio chino).
Recordaba Nora C. Rico, la veterana escritora romántica, con una mirada situada mucho más allá de los cristales de su ventana, y mucho más allá de todo cuanto pudiera existir, ese antiguo momento perdido en el tiempo en que el azar, la suerte, la casualidad o el destino decidieron por ella.
Sucedería todo aquello a finales de los años ochenta, y sería durante alguna de esas tardes en las que ordenaba satisfecha las cartas que había recibido al solicitar, tan aventurera como imprudente, una cita a ciegas. De repente, sin apenas sospecharlo, se había quedado muy sola, pues todas las chicas de su entorno ya estaban emparejadas y felices. Cuando Julia Durán, la última amiga que le quedaba de la pandilla, le comunicó a Nora que ya no podría salir más con ella, pues había encontrado a un tipo estupendo, esta se resistió a vestir esos Santos tan nombrados por todos y tan inverosímiles para ella, y aunque disfrutaba pasando largas horas escribiendo en sus diarios y en sus cuadernos toda suerte de historias románticas, no pudo dejar de idear lo que ella consideraba un plan fantástico: publicaría un anuncio de forma anónima, y así también, actuando el periódico de intermediario celestino, iría conociendo chicos con los que animar su ahora penosísima vida social. Dicho y hecho, a los pocos días de tomar tan temeraria decisión, su mensaje en el suplemento dominical prometiendo amistad y compañía había logrado lo que ella tanto ansiaba: atención a su frágil persona y -por añadidura- control casi absoluto sobre la situación. Era una ilusa. Una loca que pensaba en rosa. Y casi una niña.
Ella, una joven y bonita Nora, se convertiría durante aquellos días en la dueña de su destino, y en la persona responsable de elegir al chico adecuado. Al futuro hombre de su vida.
-Qué cómico resulta ahora recordar aquellas escenas y qué poco se parece mi momento presente a aquel de tanta ilusión. ¿Qué será de mí sin Miguel? –se preguntaba con amargura una vez había resuelto que todo, incluso lo eterno, tenía un final, y que de nada serviría prolongar la agonía de su matrimonio. Esperaría a que su marido llegase aquella tarde de tormenta, y escribiría el epílogo de su vida en común. De nuevo era una ilusa. Aún pensaba en rosa. Pero ya no era una niña.
Mientras sus muy cansados ojos continuaban observando la lluvia a través de los cristales, Nora evocaba, masoquista, los sentimientos y las sensaciones de ese ayer que tanto la reconfortaba. Pretendía clausurar aquella historia, tan real como bien escrita, memorizando el instante en que su sino eligió por ella.
Y, apagando un instante la mirada, regresó.
La muchacha de otra época más feliz, la aspirante a novelista de éxito, se encontraba arrodillada trasteando en el espacio secreto de su mesita de noche, ese que ella misma había fabricado con un par de cartones, al fondo del segundo cajón oficial, y del que extrajo, para colocar en tres bloques distintos, las numerosas cartas de respuesta a su solicitud impresa de citas, siendo su orden pensado el geográfico: “Otras ciudades”, “Capital” y “Provincia”.
Había concluido que descartaría -en principio- a los chicos del primer grupo y a los del tercero. Al primero por su lejanía y dificultad para formalizar una relación estable; si ya era difícil llevarse bien en pareja viviendo ambos en la misma ciudad, no quería ni imaginar qué sería de ella teniendo un novio a cientos o miles de kilómetros. Mucho teléfono y poca presencia. ¡Bah! No valía la pena arriesgarse. El otro descarte fue por puros prejuicios sociales, ¿a qué engañarse? Pero el destino, hermano mellizo del azar, no estaba muy de acuerdo con aquello…
Sin embargo, una vez programadas y finiquitadas las primeras citas con sus paisanos de la ciudad, Nora fue perdiendo la fe en su particular misión imposible por conocer el amor. Y una noche, en un ataque de rabia, tras volver de la que pensaba sería su última salida experimental con desconocidos, entró en su habitación y abrió con vehemencia aquel cajón que tantas esperanzas y oportunidades guardaba aún. Cogió los dos bloques de cartas desechados que clamaban indulto, y se dirigió, furiosa, a la papelera más próxima para dar mortal carpetazo a la aventura del periódico. Aquello había sido un fiasco absoluto.
Y, entonces, eligió su momento el azar…
Impulsiva y juvenil, la ira de la decepción consiguió silenciar todas las letras que sus ciegos pretendientes habían escrito para ella, salvo unas cuantas que, resistentes a tan fatal destino, provenían de un pueblo cercano. Ya sentadas a la mesa que disponía la cena, la madre de Nora advirtió a su desilusionada hija sobre la existencia de una carta que yacía rebelde al fondo del pasillo, clamando por su rescate. Entonces, al recogerla y abrirla con el permiso de su niña, le presentó al que sería su futuro esposo. Al que, con el tiempo, sería su querido Miguel, un atractivo e inquieto chico de provincias, sin recursos, sin apenas familia, pero con muchas agallas y ganas de comerse el mundo, cuyo mensaje le tocó tanto y tan profundo que no habría podido hacer otra cosa que ofrecerle una cita y, más adelante, amarlo más que a su propia vida.
-Qué curioso -se decía Nora abriendo la mirada-, después de pensarlo y revivirlo, haría lo que fuera por comenzar de nuevo mi vida junto a él. Ahora que todo parece terminado y ya no queda más que una última charla para concluir tres décadas de vida en común. ¡Qué no daría yo por empezar de nuevo y volver a esos ingenuos años ochenta! A ese Miguel. A aquella Nora. Mamá… ¡cuánto te echo en falta!
La novelista que permanecía inmóvil, de pie, hipnotizada por la lluvia y tantos malditos rayos que iluminaban el recuerdo, había guardado como un tesoro aquella epístola, aún anónima, que Miguel le escribiera muchos años atrás. Solía rescatarla de entre sus reliquias cuando se sentía mal, confusa, o tenía dudas sobre su relación, tan sólida en la base y tan vibrante en su cima. El viejo sobre ya había adquirido un ligero tono amarillento que delataba sus días de reposo y nostalgia, pero se mantenía vivo en su mensaje, cumpliendo el empeño de suavizar y ofrecer bálsamo a las penas de su destinataria.
Mas de nuevo el azar -en connivencia con aquella tarde de perros- interpretaría un último y decisivo papel y, tras una llamada de escalofrío, lograría situar a Nora junto a la cama de hospital que ocupaba su marido, apenas una hora después de sufrir un grave accidente de tráfico. Los médicos que atendían a Miguel comunicaron a la reflexiva escritora de novela romántica, ahora incrédula, aterrada y desubicada, que habían podido salvarle la vida, pero que ambos habrían de empezar de cero, y que ella debería ser todo lo paciente que pudiera y supiera con Miguel, si quería obtener resultados positivos en su recuperación.
Y Nora C. Rico, marginando por unos instantes el dolor e incertidumbre que sentía, levantó la mirada y volvió a bendecir su particular suerte.
-¡Me muero por comenzar mi relato! ¿Querrá usted creer que incluso estoy algo nerviosa? A ver por dónde empiezo… ya sabe que este viaje era muy importante para mi vida en general, y mi salud en particular. Recordará también que lo llevaba planeando durante meses, y que todo estaba programado para conseguir la escapada de mis sueños… Pues bien, me satisface poder confirmarle que así ha sido con total exactitud: he disfrutado de mi aventura y, durante un fin de semana, he sido la mujer más feliz de la tierra.
Beatriz Falcón, una joven sabedora de ilusiones y ansiedades a partes iguales, parlotea sin contención nada más entrar en la habitación pintada de un verde suave. Mira a su alrededor, sin dejar de hablar, y acepta la indicación de sentarse en la que parece una confortable butaca. Cruza las piernas y agarra con fuerza los brazos del asiento, para tomar impulso y continuar su historia. El entusiasmo es evidente.
-Unos días antes de salir con rumbo a la Costa del Sol, me encargué de poner a punto mi coche, y así pedí cita en el taller, pues no quería de ningún modo que una avería inoportuna malograra el tan ansiado viaje. Una buena lista, con todo lo necesario para incluir en la maleta sin estrenar, consiguió que no me dejara nada olvidado. ¡Mujer previsora vale por dos! Transporte y equipaje resueltos, ya solo restaba prepararme yo, y para ello acudí a un centro de belleza, donde me convirtieron en la mujer resplandeciente y segura que al día siguiente madrugaría para comenzar su peregrinaje.
Ese viernes vacacional abrí los ojos al alba, con la misma ilusión y alegría que cuando de niña era visitada por los Magos de Oriente; ¡casi salté de la cama! Me duché y vestí con la rapidez de la impaciencia, me recogí el pelo en una cola de caballo, bebí un sorbo de café y mordisqueé una tostada mal untada de mantequilla… pude notar cómo el corazón se me enamoraba con cada paso dado y -finalmente- calcé mis mejores y más cómodas sandalias. La maleta me seguía decidida, pues así lo estaba yo. Y como ella, como el coche, como el viaje, como el cuerpo y la mente, todo iba yendo sobre ruedas…
Sentí placer al conducir y escuchar a la vez mi música favorita, elegida para la ocasión, y el camino hasta la primera parada en el pueblo costero de Mijas, en Málaga, se me hizo más corto de lo imaginado. Logré encontrar, sin dificultad, el pequeño hotel reservado a un lado de la carretera, y su amplio aparcamiento público me facilitó la llegada hasta la recepción. El lugar, paradisíaco podría decirse sin novelerías, se encontraba rodeado de inmensos campos de golf, y el cuidado verde del paisaje limitaba con unas montañas prodigiosas que hacían recordar otros parajes europeos más gélidos y distantes. Aquello, sin embargo, era cálido y fresco a la vez, acogedor y perfecto. Desde mi terraza podía observar la piscina, el inagotable césped y al fondo -triunfante- la sugestiva sierra. El Mediterráneo me esperaba a muy poca distancia, también. ¿Qué más se podía pedir?
Disfruté de un relajante baño en la piscina del hotel, aprovechando la ausencia de otros turistas, y luego leí un rato en una de las numerosas hamacas que rodeaban la zona acuática, al amparo de la enorme sombrilla azul que hacía juego con mi bikini. También con el agua y el cielo. Con mi existencia perfecta en ese justo instante. A mí la vida, en aquel momento preciso, me parecía de un cursi pero ideal “azul felicidad”… Luego volví a la habitación y me arreglé para bajar a la playa y tomar una copa en algún local situado en la misma arena, a pocos metros de la orilla del mar. Si digo que todo me parecía un sueño, aún me estoy quedando corta. Lucí mis vaqueros, azules y deshilachados, y una camiseta turquesa un tanto atrevida. En la cabeza llevaba un sombrero de paja que me otorgaba un aspecto extranjero de lo más original. Mi piel y ojos claros contribuían al equívoco, y resultó divertido conversar con algún lugareño confundido y pródigo en galanterías… Creo que no solo viajé en carretera: ¡viajé en el tiempo! Nunca me había sentido más joven que en aquellos tres días de vacaciones.
Beatriz acomoda su postura en la butaca, redirige la mirada hacia el techo de la habitación, y sonríe rememorando cada instante de su escapada en solitario. Busca nuevos detalles que aportar a su relato, que por momentos resulta algo cargante, y da un pequeño sorbo al vaso de agua que han colocado frente a ella, en la mesa compartida. Está interpretando la felicidad, que según ella es azul. Y sin abandonar su sonrisa continúa.
-Tras dormir profundamente como no había hecho en años, a la mañana siguiente proseguí mi camino por otras localidades de la costa, y así conocí Estepona, Marbella, Fuengirola, Benalmádena, Torremolinos y Nerja, en cuyo balcón mirador, reconvertido en restaurante italiano, pude almorzar el domingo como fin a mi periplo malagueño. A la vuelta, y gracias a mi acumulada afición lectora, reconocí sin problemas la Peña de los Enamorados, en el municipio de Antequera, y sentí cierta tristeza al recordar la leyenda que vinculaba la vistosa montaña con una infortunada pareja que desde allí se arrojó, huyendo de los soldados enviados por el padre de la chica, una princesa mora, con el objetivo de impedir su amor. Tristeza, sí, y también nostalgia por ir dejando atrás los mejores días de mi vida. Y… ¡bueno, creo que eso es todo!
Tan excitada como satisfecha de su perorata, la joven Beatriz se retoca presumida el peinado y endereza su postura en la butaca, aguardando con ilusión e impaciencia el veredicto.
-Muy bien, Beatriz. Aun cuando tu lenguaje es algo recargado, si te soy sincero, me has convencido. Has conseguido hacer tu sueño maravilloso y creíble, no solo para ti, sino también para mí. ¡Me has contagiado tu entusiasmo! Ahora estás preparada. Recuerdas el próximo paso de nuestro programa, ¿no es cierto?
-¿El número doce? Llevarlo a la práctica, doctor, pero…
-Sin excusas, querida. Ya la mente ha terminado con tu miedo a los espacios abiertos. Con tu miedo a viajar sola. Con el que te impide relacionarte con normalidad. Ahora solo queda el paso final: hacerlo todo realidad, tal y como lo has deseado, soñado, novelado y descrito. Debes enfrentarte físicamente con lo que ya no existe en tu psique. Será pan comido, Beatriz.
-Tiene usted razón, doctor. Me siento fuerte y convencida: en cuanto vuelva a mi casa hago la reserva en el hotel, pido cita en el taller, en el centro de belleza… ¡Ya sabe!
-¿Preparada para el “azul felicidad”, Beatriz?
-Preparada. Un millón de gracias, y hasta siempre.
Como dije ayer mismo, y aunque a veces cueste, quiero reírme un poco de aquella primera etapa juntando letras, de la que por lo menos aprendí bastante. Mi anécdota con el gurú Lain García Calvoes digna de meme, pero hasta ese punto aún no he evolucionado… Todavía tengo algo de amor propio.
Aunque una imagen ya no valga más que mil palabras, en el pasado sí lo hacía, y por eso te dejo esta fotito tan curiosa en la que se ve cómo el couch ahora millonario está firmando su autopublicado «La voz de tu alma» a punta pala, mientras yo me quedo sentada sin nadie que me saque a firmar… Menos mal que a las dos de la tarde le entró hambre y se fue a comer, no sin antes pasarme su plumífero por la cabeza, a modo de despedida. A partir de entonces pude vender un par de libros (ya no eran horas…).
Era mi oportunidad. Era mi día especial. Viajé desde Sevilla. Tenía todas las ilusiones puestas. ¡Era Sant Jordi, caramba! Y un tío como este, tan atento con las masas y tan desconsiderado con las personas, me aguó la fiesta (y eso que lasbotellas de agua almática de su tienda las vende vacías…).
P.S.: Mi recuerdo cariñoso para Vicente, Jordi y su mujer, amigos de Barcelona, que tuvieron la deferencia de visitarme en el estand aquel día. Ellos fueron la parte positiva, y siempre lo recordaré. ¡Feliz Día del Libro!
Una mujer rubia, joven y algo melancólica descorre unas cortinas claras recién colocadas sobre las amplias cristaleras de su salón. Al otro lado, ya descubierto, un gran jardín por adaptar a sus gustos personales, y una piscina aún por destapar. Más allá, solo naturaleza. Paisaje inmejorable. Cielo. Nada.
-Ilusión es esto, Bosco, y ya solo importa lo que tenga que suceder a partir de hoy. Nada de ayer cuenta. Contamos nosotros, el ahora, el mañana. Un nuevo mañana.
Olga sentencia, ilusa como su idea, después de sufrir durante largo tiempo la agonía del miedo más absurdo. De ese terror que paraliza la cordura y te devuelve rechazos. De ese frío que hiela la razón para convertirla en tortura. La mudanza a la que es su nueva y definitiva casa, tan apartada de todo y de todos que a cualquier otro atemorizaría, supone su mayor logro. Significa independencia y sosiego, compañeros inseparables a partir de hoy. Bosco, su marido, certifica con el silencio y ambos guardan respeto por el pasado, apuntando las miradas en la dirección que comunica con el verde y el azul. Paz y más paz. Fin.
AYER:
-¡Qué maravilla de piso, cariño! Céntrico, al lado de mis padres, cerca también de los tuyos, rodeado de todas las comodidades de la ciudad, con el colegio a un tiro de piedra y con el ambulatorio a otro. ¡Pero si hasta tenemos las paradas de los autobuses junto al portal de entrada! Ha sido una suerte increíble, Bosco. Ha merecido la pena esperar tanto a que quedara una vivienda libre por la zona. ¿Una pareja algo extraña la propietaria, no te parece? Pero bueno, a mí me da igual: lo importante es que nos lo han vendido y a un precio inmejorable. ¡Estoy como loca!
Olga Montero, casada con Bosco Martín desde hace quince años y madre de una niña de diez, se encuentra en el primer piso, letra F, de un elegante edificio de siete plantas situado en una selecta urbanización. Da igual dónde. No importa en qué ciudad. Lo que sí cuenta es que tendrán también suerte con la vecindad: arriba solo vive -según Amaya Roldán, su pizpireta agente inmobiliaria- un anciano encantador que no les molestará en absoluto. Viudo, sin hijos ni nietos que revolucionen los días de fiesta, podrán gozar de la tranquilidad y comodidad que siempre han deseado para su familia. Este nuevo piso supone, sin duda, una gran oportunidad.
Rodeados de cajas de embalaje semiabiertas, Olga estrena su nueva y flamante cocina abriendo el estante de las copas, sacando dos para vino y descorchando una de las botellas obsequiadas por la chica de la agencia. Eufórica, quiere aprovechar la ausencia de Carolina, su hija, para brindar con su marido por el nuevo hogar. Reparte el tinto y suma un bol con almendras a la bandeja que acerca, sonriente, al salón, donde ya la espera Bosco con impaciencia. La fiesta va a comenzar.
-¿Haces tú los honores? -pregunta la nueva propietaria alzando la copa y ofreciendo una de las sonrisas más sinceras de su historia-. ¿Por qué brindamos? Además de por el piso, quiero decir.
-Por ti -galantea su marido-. Por la mujer más bella, y por la fortuna de tenerte a mi lado.
Chocan el cristal y beben, creyéndose felices. En ese instante tal vez lo sean. No durará mucho tiempo más. Se oye un golpe muy fuerte. Proviene del piso de arriba.
-¡Vaya con el abuelo! –comenta Olga sin evitar un respingo- ¡Nos ha salido ruidoso! Recuerdo que Amaya nos garantizó tranquilidad. ¡Ay, Bosco! ¿Y si se ha caído?
-Olvídate de eso y bebe un poquito más, que hay que aprovechar esta soledad… La niña estará con tus padres todo el fin de semana, ¿no? Pues eso, mujer… ¿Ducha común?
-¡Ducha común! -afirma ella riendo. Si no quieres oír, no oyes. Si no quieres saber, no sabes. Se es más feliz en la ignorancia.
Sin dejar de sonreír, apura su vino y sale disparada hacia el amplio y níveo cuarto de baño. Todo es nuevo y perfecto, como ese raro amor que conservan con sumo cuidado. Él la sigue para alcanzarla y arrebatarle la holgada camiseta de trabajo. Se diría que no han pasado tantos años, que aún están enamorados y que la vida les devuelve la sonrisa. Es tan maravilloso que es irreal. Por completo. Ahora serán dos golpes.
-¿Has oído? Dos golpes idénticos al primero de hace un rato. ¿Y si subimos a preguntar y de paso nos presentamos? Estoy intranquila, nene…
-¿Ahora? ¿Lo dices en serio? Venga, mujer, ¡que la ducha nos espera!
En esta ocasión, las llamadas al olvido de Bosco no son escuchadas por su mujer, y ambos se adecentan para subir a saludar al anciano que presumen habita la planta superior. Ella no quiere presentarse con las manos vacías, pero su nevera está aún por abastecer y no encuentra en el estante nada apropiado para un señor mayor. Contrariada, da la mano a su marido y se dirige hacia las escaleras.
-Segundo F: aquí es.
-Estamos a tiempo de bajar y reanudar lo que empezamos, Olga… Piénsalo.
-Le ha podido pasar algo, hombre. No me lo perdonaría si fuese así. ¿Y tú?
-Venga: llama y acabemos. Ya verás que no pasa nada.
Una, dos, tres y cuatro veces son las que Olga Montero pulsa el timbre de aquel piso. No se escucha nada a través de la puerta. El matrimonio se mira, extrañado, y vuelve, resignado, a su hogar. A continuación habrá ducha, sexo, brindis, amor, ilusión, proyectos, promesas… Un vistazo rápido a lo que están poniendo por televisión, y el acuerdo de compartir cama para descansar de una larga jornada. Mañana será otro día de duro trabajo. Silencio, oscuridad e inacción. Los golpes, ahora, ya son tres.
-¿Has oído eso? ¡Ha sonado justo encima, Bosco! ¡Tres golpes iguales a los otros!
-Tranquila, mujer. Habrá vuelto de donde quiera que estuviese. Tal vez sea el bastón, vete a saber.
-Un bastón no hace tanto ruido. ¿Y antes qué? ¿No nos quiso abrir?
-Es probable: igual se sintió avergonzado de su torpeza y prefirió hacerse el sordo. ¡O lo está en realidad! Si fuese una caída no se habría repetido varias veces, ¿no crees?
-Sí, es verdad… Pero son las doce y media de la noche, nene, y ya estaba cogiendo el sueño… ¡Menudo susto me ha dado el buen señor!
-Si quieres, mañana subimos de nuevo, pero no creo que debamos preocuparnos: será eso, un bastón con el que se ayuda a caminar, y a veces no mide bien la fuerza.
-No sé… Es raro. Buenas noches, cariño.
-Buenas noches, guapa.
Sábado, domingo, lunes, martes… los días y las semanas se suceden en el moderno edificio que ahora ocupa nuestra pareja de enamorados, sin que la oportunidad de conocer al anciano propietario del segundo F se presente. Ambos suben a menudo, juntos o por separado, cuando escuchan un golpe, o dos, o tres, siempre idénticos todos, pero nadie parece vivir allí. Nadie responde y nada más se oye. Solo se repiten los impactos, tan fuertes, tan imprevistos, que van resultando insoportables. Amaya, la agente inmobiliaria, ha visitado en alguna ocasión a sus clientes para saber de su satisfacción con la vivienda adquirida, pero su estancia no ha coincidido con la reproducción de los porrazos. Tampoco ella tiene suerte al intentar saludar al presunto propietario. El ánimo de Olga, que es quien más tiempo pasa en el domicilio, va claudicando y así se lo hace saber, una mañana, a su marido.
-No puedo seguir así, y siento mucho tener que decirlo, Bosco, pero esto me está consumiendo.
-Solo llevamos unos meses en el piso, mujer… Te prometo que seguiré subiendo a la casa de ese hombre hasta averiguar qué demonios pasa ahí. ¿Conforme? Reconozco que he estado viajando mucho últimamente, y me he olvidado un poco del tema; perdóname. Dame unos días más y lo soluciono. Y si sigo sin dar con el vecino, le preguntaré al presidente de la comunidad. Él debe saber algo más. Puede que incluso lo conozca de alguna reunión.
Terminándose el café, y dando un beso a su mujer, el padre de Carolina da por zanjado el tema de los golpes del molesto vecino y se despide para ir a su trabajo, como cada día. Se lleva a la niña al colegio y de nuevo deja sola a Olga. Sola con su miedo (“ese terror que paraliza la cordura y te devuelve rechazos”). Ella ya no se atreve a subir sola y prefiere hacer como que no oye. Como que no está. Y así, dejando de estar cada día un poco más, siguen sucediéndose las semanas sin novedad. Quedan los golpes: uno, dos, tres.
Uno, dos, tres. Uno, dos, tres. ¡Uno, dos, tres!
-Buenas tardes, ¿Emilio González? Amaya, la agente inmobiliaria que nos vendió el piso, me ha dicho que tú eres el actual presidente de la comunidad. Verás, soy Bosco Martín, el nuevo propietario del primero F. Mi mujer, mi hija y yo vivimos aquí desde hace unos meses, y estamos sufriendo unos golpes provenientes del piso de arriba, que ya se hacen un tanto pesados. Hemos intentado hablar con el señor mayor que vive en el segundo, pero hasta la fecha no hemos tenido ningún éxito. ¿Tú lo conoces, tal vez?
-Encantado, Bosco. ¿El segundo F dices? Allí no vive nadie, amigo. No desde que pasó lo que pasó. Lo que ocurre es que las agencias no lo cuentan para intentar vender, pero al final la gente se entera de todo. Ni yo mismo quiero recordarlo.
-Te aseguro que sí vive alguien. Alguien que golpea el suelo dando un porrazo enorme, luego dos, y finalmente, tres. Según mi mujer, que es quien pasa más tiempo en casa, a veces son varias series de tres golpes, sucedidas a intervalos de unos quince minutos, más o menos. Comprenderás que estemos algo nerviosos e impacientes por solucionar el tema. ¿Dices que pasó algo allí?
-Y yo te digo que no vive nadie desde hace un par de años, como poco. Puede que más, no recuerdo con exactitud. Lo único que es verdad de cuanto te han dicho es que se trataba de un anciano. Se quedaba al cuidado de su nieto, un bebé de pocas semanas, para que su hija, madre soltera, pudiera acudir a trabajar. El viejo lo mató a golpes. Luego, se suicidó. Pobre mujer… Por lo visto el hombre era esquizofrénico y había dejado la medicación. Ella no lo sabía, claro. Una desgracia.
“Lo mató a golpes”.
HOY:
Amaya Roldán, tan alegre y resuelta como de costumbre, enseña un piso a una pareja de novios encantada con el lugar. Se trata del primero F de un elegante edificio situado no importa dónde. Ni en qué ciudad. Sus antiguos propietarios le entregaron las llaves para que ella se ocupara de todo, y ahora miran el futuro a través de unas amplias cristaleras que solo saben de verde y azul. De nada y de paz.
-¡Ah -les comenta la agente a la nueva pareja-, y por los vecinos no deben ustedes preocuparse! Arriba solo vive un anciano encantador que no les molestará en absoluto.
1. Mi posición ante la existencia
No creo en un dios, ni en un alma inmortal, ni en una vida más allá de esta. Y sin embargo, estoy aquí, despierta, viva, consciente.
No necesito certezas sobrenaturales para maravillarme con el misterio de estar viva. ¡Estoy a pesar de la improbabilidad!
Soy un instante en el universo, y eso me basta.
2. Sobre la vida y el presente
Vivir es breve.
Tal vez por eso cada momento tiene un valor que la eternidad no conoce.
El ahora no es un pasaje: es el hogar.
La belleza está en los detalles: una conversación, una mirada, un silencio compartido.
No tengo más que este presente, y ese es el auténtico regalo.
3. Sobre el amor, el vínculo y el legado
No necesito la promesa de un reencuentro eterno para amar profundamente.
El amor es real porque ocurre aquí, y deja huellas incluso cuando termina.
Vivir es tocar otras vidas, aunque sea de forma sutil.
Mi legado son mis hijas y mis libros. No encuentro otro más bonito.
4. Sobre la vejez, el cuerpo y el tiempo
Mi cuerpo cambia, se desgasta, se vuelve más lento. Pero también se vuelve más sabio.
Acepto la vejez como parte del viaje, no como una pérdida, sino como una transformación.
La soledad no da miedo cuando te gustas. Cuando confías en ti. Cuando te has preparado. La compañía no se exige; se gana.
Haré todo lo que esté en mi mano, sin artificios, para mantenerme sana, útil e independiente.
Y cuidaré mi ilusión como un fuego suave, incluso en la penumbra.
5. Sobre la muerte y el final
La muerte no es amiga ni enemiga, es parte del ciclo.
No iré a ningún lugar, pero tampoco me perderé: simplemente dejaré de estar. Viviré en el
recuerdo, durante un tiempo. Mis letras quedarán.
No tengo miedo de la inexistencia, porque «ahí» ya estuve antes de nacer.
Cuando llegue el final, quiero haber estado presente, haber amado, haber mirado al cielo con asombro.
Y poder decir: fue suficiente. He conocido la plenitud.
6. Mi forma de vivir con sentido
Vivir con sentido no es seguir un guion: es escribir el mío. Y a mí me gusta escribir…
No busco un propósito dado o ajeno, sino uno construido.
Agradezco cada día no porque me lo haya dado alguien, sino porque lo tengo.
Vivir es un regalo sin dueño ni deuda. No es un préstamo a devolver con intereses.
Vivo sin idolatrías. Sin temor de dioses creados para el consuelo. Tengo la valentía de aceptar la vida finita, sin más.
7. Sobre el asombro
No necesito milagros para sentirme maravillada, y no creo en ellos.
El universo, sus estrellas, el pensamiento humano, la risa, la música, el tacto, la ternura, y tantas otras cosas… son suficientes.
No creo en lo sagrado, pero sí en lo precioso.
Lo que está aquí, lo que puedo oír, ver, tocar, sentir y amar, ya me ofrece todo lo que necesito para asombrarme.
Sebastián Amorós. Padre, esposo, hijo, hermano. Compañero y mejor amigo. Desaparecido desde hace un año. ¿Muerto?
Para intentar comprender lo sucedido con Sebas hay que retroceder un poco en el tiempo. Con un par de años será suficiente. Solo hay que volver al día en que firmó ante don Casimiro Roelas, notario de Sevilla, la compraventa de su nueva casa. Nuestro compañero de oficina, maestro industrial de estudio y oficial administrativo de empleo, siempre había soñado con la llegada de semejante momento: la consecución de un hogar independiente, alejado de vecindades molestas y ruidosas, acompañado de la soledad que proporciona la distancia con la urbe, donde poder escribir, componer música, sembrar el ansiado huerto privado, mimar el césped junto a la relajante piscina, mecer el castigado cuerpo en esa hamaca colgada de dos previstas palmeras… Tanto habría de hacer a partir de entonces, como hasta la fecha se había limitado a imaginar tras su ordenador personal. Elvira, su mujer, le había animado a la compra después de que los chicos se independizaran, y les dejaran solos en su viejo piso del centro. Era la ocasión, y así se rubricó.
-¡Ya es nuestra, Elvira! Parece mentira, pero ya tenemos casa en propiedad. Ahora me empiezan a valer tantas jornadas de trabajo, de horas extra, de desvelos, de ahorros… Ahora es nuestro momento, cariño. ¡Nos van a faltar minutos en el día para todos nuestros planes!
Elvira Bayona, emocionada hasta la lágrima, asentía y sellaba con un beso antiguo la escena que tanto prometía al matrimonio. Don Casimiro, después de guardar sus pequeñas gafas en el bolsillo izquierdo de la chaqueta, estrechaba la mano a los entusiasmados cónyuges y se despedía así de ellos, felicitándoles por la reciente adquisición. Buenos augurios acompañaban la reunión y la hora. Demasiado buenos.
Pocos días después de la mudanza, Sebas inició la que sería su nueva rutina: acostumbrados como nos tenía a su puntualidad, comenzó a llegar algo más tarde de las nueve de la mañana, y a salir un poco antes de las dos de la tarde. Luego, regresaba unos treinta minutos más allá de las cinco, y se escapaba de las cuatro paredes empresariales sin esperar a las ocho. Su tiempo con nosotros, compañeros y amigos, se iba reduciendo a ojos vista. Ya no había hueco para la cerveza. Ya no había espacio para el café. Si le preguntábamos, éramos obsequiados con su silencio y ninguneo, de modo que optábamos por dejarle hacer: “será la novedad de la casa, ya se le pasará”, sentenciamos un buen día finiquitando la cuestión. Todo, en algunos meses, volvería a la normalidad. Era muy posible.
Paso a paso, nuestro amigo fue cambiando también su estilo personal: su vestimenta dio un giro completo hacia lo más sencillo y rústico: si bien antes -como todos- gastaba traje y corbata, ahora lucía vaqueros raídos y camisa a cuadros, con chaleco enguatado sin mangas. El verde y el caqui se hicieron parte indivisible de su figura, así como una barba antes nunca vista, y una melena corta llena de largas canas, que acentuaba su abigarrada imagen. Sus charlas con nosotros también se iban limitando a los asuntos profesionales, dejando a un lado esas cuestiones intrascendentes, pero necesarias, de la vida. Desaparecieron sus bromas, tan habituales, y ya no le apetecía salir en grupo con nuestras mujeres, cada cierto tiempo, como solíamos hacer. “Sebas, el ermitaño”, empezamos a llamarlo, y a él le importaba tanto como todo lo anterior: nada en absoluto.
Habían transcurrido seis meses desde que Sebas y Elvira inauguraran su magnífico chalé en las afueras de la capital, con una gran fiesta a la que todos sus amigos asistimos. Aquella fue la primera y última vez que visitamos oficialmente la casa, y nada entonces hacía presagiar la peculiar llamada que más adelante la señora de Amorós efectuaría a nuestras oficinas. Aquel día el compañero no había acudido a trabajar, y pensamos que nos avisaba de una gripe o algo por el estilo. No podíamos estar más equivocados.
-Metalúrgica Llanes, ¿dígame? -contesté.
-Buenos días: soy Elvira, la mujer de Sebastián. ¿Jaime? ¿Eres tú?
-Sí, Elvira: ¿cómo estás? ¿Sebas está enfermo?
-No, bueno… ¡No lo sé! Parece que hoy no tiene previsto ir a trabajar, por eso os llamo. Pero poco más te puedo decir. Está tan… Esto es tan…
-¿Se encuentra bien? ¿Quieres que me llegue y hable con él?
-¡No! ¡Ni se te ocurra! Es mejor que no venga nadie más. Si yo pudiera me iría ahora mismo, pero no soy capaz… Tengo que colgar. Adiós, Jaime.
Elvira me dejó mirando el auricular de mi teléfono con cara de imbécil. ¿Qué había sido aquello? ¿Un aviso? ¿Una llamada de socorro? ¿Una despedida…? Colgué, alarmado, y fui a comentarlo con David, Fernando y Miguel, el resto del grupo de amigos y compañeros. Don Ángel, el jefe de planta, se encontraba de viaje de negocios en Asturias, de modo que podíamos hablar algo más de la cuenta, así como acortar la jornada si era menester. Un “a las ocho nos vamos para allá” pronunciado por David resolvió la breve charla mantenida y, sin más, así lo hicimos.
La selecta urbanización “Villas Sureñas” se encontraba a las afueras de la capital hispalense, en su inicio con el término municipal de San José de la Rinconada. Media hora más tarde de nuestra escapada, ya enfilábamos la carretera que conducía a la espléndida casa de los Amorós Bayona, sin una idea clara de lo que íbamos a hacer allí. David, Fernando, Miguel y yo mismo, compartíamos el coche del primero como si formásemos una cuadrilla al rescate del soldado desaparecido. Ojalá hubiera sido tan fácil.
-Menos mal que no está el guarda de las villas -apuntó David al entrar en la urbanización.
-Sí, porque ese avisa de inmediato a los propietarios -dije-. No nos interesa que nos esperen. Sebas se preguntaría la razón de nuestra visita sorpresa, y dejaríamos en evidencia a Elvira, aunque llegado ese caso ya se me ocurriría alguna excusa, tío. Ha faltado al trabajo sin avisar, ¿no? Pues listo. Estamos preocupados.
-Y tanto… -afirmó Fernando, bajando la ventanilla-. No gastan mucho en iluminación por aquí. Apenas veo nada. ¿Tú recuerdas qué casa era, David?
-Sí, no hay problema. Me oriento bien. Es aquella de la esquina. Hay luz dentro, parece. Y sale humo de la chimenea, ¿veis? Igual nos estamos pasando…
-Pues perfecto si es así, tío -defendí-. La voz de su mujer sonaba asustada, y tenéis que reconocer que el colega ha cambiado bastante en estos meses. No tiene nada que ver con aquel tipo que contaba chistes malos y siempre tenía una sonrisa en la cara. El que cada viernes nos invitaba a unas cañas. Ese ya no existe. La casa es lo único. La casa. ¡Esa dichosa casa!
Recuerdo que entonces apagamos el motor y las luces del coche, y aprovechamos la soledad y silencio del lugar -tan solo roto por el ladrido de algunos perros- para aproximarnos lo máximo posible a los alrededores del chalé. Quietos en el interior del vehículo, intentábamos decidir cuál sería nuestro próximo paso. ¿Bajar y llamar a la puerta de aquel presunto misterio? ¿Observar sin más? ¿Meter marcha atrás y dar por buena la aparente normalidad de la escena? Las opiniones estaban divididas y nos inmovilizaban. David decidió por todos. Y, cobardes, optamos por la última opción y nos fuimos…
Al día siguiente, Sebas “el ermitaño”, acudió a trabajar como de costumbre, como si nada hubiera pasado. Se comportaba con naturalidad, dentro de lo que cabía, y nos hablaba brevemente de un malestar estomacal que lo había metido en cama 24 horas antes. Nadie fue capaz de llevarle la contraria o de rebatir su excusa, a pesar de la llamada de Elvira. En cierto modo nos asustaba nuestro amigo, ahora tan serio y distante. Tan distinto al que recordábamos.
Los siguientes meses hasta la desaparición de Amorós transcurrieron rápidos, dejándonos ver con estupefacción e impotencia cómo aquel compañero de vida se maltrataba a sí mismo, y se exponía a ser despedido. Astuto como un adicto, sabía cogerle las vueltas a don Ángel, y este jamás se enteraba de sus cada vez mayores ausencias, faltas de puntualidad, y escapadas injustificadas. Los demás le tapábamos todo lo que podíamos, ignorantes del daño que causábamos con nuestra complicidad. Debimos plantar cara a su obsesión, pero seguíamos siendo unos pusilánimes que rechazaban la única verdad: Sebastián Amorós estaba siendo abducido por su propia casa. Así nos lo había confirmado Elvira, otro día cualquiera, con una nueva llamada.
-No está enfermo, Jaime. Bueno, no físicamente… Está obsesionado por esto, por estas cuatro paredes, por el jardín, la piscina, los columpios, los árboles… No deja de trabajar, encantado y sonriente, y acudir a la oficina o a cualquier otra parte le parece una tremenda pérdida de tiempo. Así me lo ha dicho hoy mismo, que se ha negado a salir. Dice que la casa lo necesita y que él no dispone de energía para nada más. Para nadie más. Intento ayudarle en sus tareas porque estoy de acuerdo con él en que la casa lo merece, pero… Me ha pedido el divorcio.
-¿Cómo? ¡Pero si sois la pareja perfecta! ¡La envidia de todos, Elvira! No me lo puedo creer. Será una crisis de la edad, mujer. Ya tiene 55 años el amigo…
-Yo también los tengo, ¿sabes? y jamás diría o haría lo que él dice y hace. En casa ya no se afeita ni se peina. Rara vez se asea. No encuentra tiempo para comer, y solo bebe agua de la cantimplora que lleva colgada al cuello, para no perder un minuto de su ajetreada rutina. Ha adelgazado mucho, aunque se niega a reconocerlo y, por supuesto, a pedir ayuda profesional. Me mira, al sugerirlo, como si la trastornada fuera yo. Los chicos ya nunca vienen a visitarnos, porque su padre los asusta. Los trata mal. No los quiere aquí, pues le distraen de la faena. De lo que de verdad le importa.
-¿No estarás exagerando? Está algo raro, sí, pero como para no querer recibir a sus hijos…
-No, Jaime. Me quedo muy corta. ¡Ha pintado la casa entera diez veces! En cuanto termina, vuelve a empezar. Ha cambiado las losetas del suelo, que estaban casi nuevas, y aun así dice que volverá a hacerlo, que desmerecen su preciada posesión. La piscina la llena y vacía una y otra vez, porque busca un agua cristalina, sin mácula. La limpia sin descanso, incluso cuando no se utiliza. ¿Y el jardín? ¡Ay, Dios! El jardín tiene el césped más impoluto que he visto en toda mi vida. Tenemos un armario lleno de insecticidas, desinfectantes, raticidas… Es obsesión, Jaime. Enamoramiento, pasión, delirio por esto. La casa lo ha abducido por completo, y él es el único que aún no los sabe.
-¿Podemos ayudarte, Elvira? -pregunté sin saber qué más decir.
-Os lo agradecería en el alma, porque me siento insegura e incapaz. Intento dejar esto, pero no puedo… Discúlpame: viene para acá y he de colgar. Volveré a llamar en cuanto pueda. ¡Adiós!
Huelga decir que la llamada prometida jamás se produjo, y que a raíz de mi última conversación con Elvira, Sebas dejó de acudir a la oficina ya de forma absoluta, sin trascender la menor explicación por su ausencia. Todavía hoy, un año después, se desconoce qué pudo haberle ocurrido a aquel matrimonio tan feliz, que poco tiempo atrás adquiriese la mejor de las viviendas para establecerse de forma definitiva. Sebastián y Alejandro mantienen la esperanza y todavía buscan a sus padres. La policía no sabe y no contesta. La casa, ahora, se encuentra abandonada incluso por sus hijos. Los amigos, desconcertados, ni siquiera podemos llorar su pérdida. Yo… yo sé algo, pero también sé que es inverosímil, absurdo, y que jamás lo contaré más que en estas páginas privadas que hoy me sirven de recuerdo y desahogo. No pienso acabar mis días en un psiquiátrico.
Sé que volví a la casa de “Villas Sureñas” una vez más, esta vez solo, jugando al detective novato dispuesto a averiguar la verdad. Sé que el exterior de la vivienda, a pesar del certificado abandono, se mantenía pulcro, inmaculado, perfecto, como un retrato idílico de lo soñado por cualquier persona cabal… También que la casa lucía inanimada, carente de cualquier recuerdo vivo. Irrespirable. Insoportable en su excelencia. Poderosamente atrayente e insalubre a un tiempo. Y, por último, sé que al intentar abrir aquella puerta en cuyo pomo se reflejaba mi asustada imagen, pude escuchar -sin ningún lugar a duda- una voz tan extraña como todo lo demás, que me preguntaba sin descanso: “¿Quieres ser el próximo?”
A Luque, la camarera más veterana de la mejor tasca del Barrio de San Gil, nadie la llamaba por su nombre de pila. De hecho, pocos conocían ese dato exceptuando a su distanciada familia y a su jefe, Esteban, que la había contratado hacía ya una década. Y es que la vida de nuestra protagonista, una joven sevillana de treinta y dos años, nunca fue demasiado justa, ni bonita, ni generosa. Privarla de su patronímico solo resultaba una anécdota más.
Nacida tras cuatro varones, el original hecho de ser chica no supuso para el matrimonio formado por Juan y Soledad ninguna alegría; cinco bocas que alimentar en una casa donde solo existía el escueto y menguante sueldo del padre de familia, que ignoraba -por voluntad y cabezonería- la existencia de los métodos anticonceptivos. Su mujer, tan resignada siempre como luego lo sería su hija, jamás se atrevió a oponer algún tipo de resistencia al patriarca. Así se lo había enseñado su madre, como a esta, antes, su abuela. Al hombre se le debía respeto, lealtad y obediencia, y si una noche sí y otra también aparecía con ganas de farra, obligado era proporcionársela. Y con buena cara, además, así llegara tambaleándose, apestando a alcohol, tabaco y vete a saber qué otros perfumes.
Soledad siempre se reprocharía, a veces de forma velada y otras no tanto, el haberse cargado de hijos a los que culpaba de su enorme deuda. Las facturas se acumulaban en la parte alta del expoliado mueble bar, llegando a coger tanto polvo como el que ya anidaba en su ánimo. Algún día recordaría la mujer, con nostalgia, aquellos años en los que creyó que podía llegar a ser alguien de provecho; una buena maestra, una eficaz costurera, o la digna propietaria de una pensión decente con derecho a cocina. Solía pensarlo tras cada rara vez que se quedaba consigo misma en su reducido piso, situado al sur de la ciudad, cuando los chicos se encontraban en el colegio, y su marido arreglaba el mundo en la barra de cualquier bar. Entonces se encerraba en su dormitorio, se miraba al espejo apoyado en la anticuada peinadora, adornado de grietas y moho, y se ahuecaba el pelo aún oscuro, convenciéndose de ser persona, además de madre y esposa.
Pero no eran tiempos, aquellos dictatoriales, de derechos humanos ni otras alharacas, sino de obligaciones conyugales y familiares, devociones cristianas y marianas, ayunos y puntuales comuniones con ruedas de molino. Juan no era mal hombre -se decía, piadosa- sino solo un poco egoísta, como todos. Correspondía a la mujer ser generosa y desprendida, decente y callada, para ser bien vista a los ojos de Dios y de la parroquia. Toda la vida se guardó para sí sus dudas sobre el más allá, y por ello, cuando asaltaban las preguntas y los miedos, se flagelaba con el cinturón de su esposo, como castigo a su falta de credo. Dios, todopoderoso, sabría perdonárselo. O eso pensaba Soledad hasta que nació Luque: su hija no deseada.
No solo no la quiso por nacer una hembra débil, a diferencia de sus bien formados hermanos, y hacerles gastar más de lo permitido en médicos, pomadas y ayudas protésicas en su primera infancia, sino porque a causa del parto, a Soledad se le debió practicar una histerectomía de urgencia, tras una hemorragia en la cuarentena, que puso en serio peligro su vida. Nunca se lo perdonaría. A pesar de no querer tener más hijos, el hecho de que recayera en la niña la “culpa” de su esterilidad hizo que su repudio fuera aún más sincero.
Y de aquellos polvos, los presentes lodos.
Luque, la camarera, tenía los treinta y dos años más apáticos que existir podían, a pesar de trabajar en una tasca tan alegre y ambientada como la de Esteban, situada en uno de los mejores y más señeros barrios de Sevilla. La tristeza le venía de lejos.
-Buenos días, don Anselmo. ¿Le sirvo lo de siempre?
Don Anselmo, un caballero de los pies a la cabeza, solía desayunar en la tasca de la calle Bécquer donde trabajaba nuestra protagonista, y su comanda siempre era la misma: un café con leche y una tostada con manteca “colorá”, para finalizar con una copita de coñac y un cigarro negro, antes de emprender camino a su rutina. Él era el dueño de unos almacenes de telas ubicados a poca distancia del local, sitos también en San Gil, y así podía permitirse flexibilidad horaria y degustar la primera comida del día con tranquilidad. Del mismo modo también revisaba el periódico, y observaba al personal del bar, concentrando su atención en Luque. Su languidez y apocamiento le llamaban mucho la atención, pues no correspondían con el buen trato dado a la clientela, en especial con su persona, ni con su juventud. La chica, además, carecía de esa belleza andaluza tan alardeada por poetas y letristas de coplas, pero aun así él adivinaba algo en su mirada y en su forma escueta de sonreír, siempre evitando mostrar demasiados dientes. Don Anselmo veía mucho más en ella de lo que Luque, invidente para sí misma, podía hacerlo.
-Buenos días, muchacha. Lo de siempre. Hoy ha amanecido un día espléndido, ¿no te parece?
-Sí… Si usted lo dice, así será. Enseguida le traigo el desayuno. Aquí está el diario, señor.
-Gracias. Eres muy amable.
Don Anselmo bajó las manos que mantenía en alto como si alguien le apuntara con un arma, cuando Luque terminó de restregar el paño sobre la mesita de mármol blanco, y le dejó la prensa del día. Ella la guardaba para él, a escondidas de Esteban y del resto de camareros, ávidos por ser los primeros en hojearla. Nadie era tan considerado con ella como ese señor de ¿cincuenta años? que le sonreía y obsequiaba con muy buenas propinas casi a diario. Realmente lo echaba muchísimo de menos los días que no aparecía por la tasca, haciendo que sus jornadas fueran aún más opacas de lo habitual.
Alguna vez acudía a comer, sobre las tres de la tarde, cuando finalizaba su trabajo en los almacenes, y entonces acostumbraba a pedir el menú del día (los guisos de Encarnación, la mujer de Esteban, eran espectaculares), y media botellita de vino tinto que le pintaba sendos parches rosados en la cara. Ni así perdía la compostura semejante caballero, siempre tan bien vestido como coordinado de corbata y pañuelo, algo que ella jamás había conocido en su padre, ni en nadie de su familia, a pesar de la época. Juan, el arreglamundos, solo había tenido un traje y un sombrero en sus cuarenta y cinco inviernos vividos, y apenas si los había estrenado. Él detestaba las apariencias. Y los buenos modales. Murió joven, alcoholizado, y dejando a su familia en la ruina. A Luque le parecía que las comparaciones eran muy dolorosas, y que ella hubiera dado su brazo derecho por tener en su niñez a un padre como don Anselmo. Tal vez, también, una madre como doña Encarnación…
Un feliz día, un felicísimo día en realidad, la camarera tristona que apenas sonreía, ni miraba a nadie a los ojos más allá de unos segundos, recibió, con la alegría disimulada de costumbre, la visita del caballero de traje, corbata y pañuelo, y al ser ya casi las tres de la tarde, lo atendió anunciándole el menú de la jornada: un exquisito cocido de chícharos, habichuelas y calabaza. Mientras esperaba el visto bueno de don Anselmo para ordenar la comanda, este dibujó una mueca triste en sus labios, y la invitó a sentarse frente a él, en su misma mesa, situada justo donde se encontraban los enormes ventanales de arcos de medio punto del local. Los rayos del sol que entraban hambrientos en la tasca, calentaban el ambiente aún frío del final del invierno. Luque obedeció extrañada, pero sin rechistar. Ella habría seguido a aquel hombre al mismísimo fin del mundo.
-¿Ocurre algo, señor? ¿No es de su agrado el plato de hoy?
-Sí, claro que sí. No es eso, mujer. Es que me gustaría decirte algo… Escúchame con atención durante un instante, y luego ya puedes ir pidiéndome ese potaje que tan bien cocina doña Encarnación. ¿Conforme? Siéntate, por favor.
-Dígame usted…
Solo fue una frase: solo unas cuantas palabras las que don Anselmo dirigió a una absorta Luque, que pareció transformarse al escucharlas. Cuando él calló, la camarera asintió sin abrir la boca, se levantó y se dirigió a pedir su comida. En esta ocasión, la joven no se conformó con vocear de forma discreta el pedido desde una esquina de la barra, sino que entró en la cocina donde se encontraba parte del personal, incluidos el jefe y su mujer, y les informó -con seguridad y aplomo- de que su nombre de pila era Araceli, no Luque, y que no deseaba ser llamada por su apellido durante más tiempo. Boquiabiertos todos la miraban expectantes, esperando algún tipo de explicación o discurso posterior, aunque ninguno se atrevió a realizar pregunta alguna sobre ese cambio de actitud. La camarera, por el momento, no tenía nada más que añadir. Eso sí, sonriente y orgullosa, no se olvidó de pedir un buen plato de cocido para don Anselmo (su caballero de resplandeciente armadura).
Durante las semanas siguientes, ya bien entrada la estación más hermosa de Sevilla y próxima la Semana Santa, Luque, reconvertida en Araceli, fue experimentando cambios en su forma de ser que se iban reflejando, también, en su aspecto exterior. Así, la chica cuyo nombre significaba “altar del cielo” comenzó a respetarse y a hacerse respetar por los demás, contando siempre con la ayuda y apoyo de don Anselmo quien, en otro día mágico, le pidió que le rebajara el tratamiento y le tuteara. Que ya iba siendo su hora.
-¿Lo de siempre, Anselmo? –preguntó Araceli, sin miedo a sonreír y mostrar su imperfecta dentadura.
-Vengan ese café con leche y esa tostadita con manteca “colorá”, muchacha. ¿Sabes? Te encuentro distinta. Ya me dirás de qué se trata… -tonteó el dueño del almacén de telas, dejando escapar una sonrisa inmaculada que invitaba a mucho más.
-Debe ser la primavera -contestó Araceli, coqueta-. Dicen los que saben que altera mucho la sangre.
-Indudablemente. La sangre y el corazón, niña. Y el corazón… ¿Quién me iba a decir a mí? ¿Quién?
-No te entiendo, Anselmo. Si me explicas, tal vez…
-Dame tiempo y lo entenderás todo, muchacha. ¡Eh! Tráeme rápido el desayuno, por favor, ¡que hoy llego tarde al trabajo!
Las conversaciones entre el señor de mediana edad y la camarera, ya menos tristona, de la tasca de Esteban, amparadas por esa Esperanza que compartía la calle con nombre de poeta, no podían sino crecer hasta descubrirse enamoradas. Él le contó en cierta ocasión sus cuarenta y siete solteros años, y ella le respondió que solo supondrían quince de diferencia entre ambos, y que por su parte no serían ningún problema. Anselmo y Araceli al fin se conocían como siempre habían pretendido, y todo había comenzado un día feliz, con una oportuna frase…
¿Pero qué frase era esa?
Fue al finalizar esa primavera cuando el primer y único pretendiente de Araceli Luque cumplió la palabra dada, y se atrevió a declararse como solo un caballero lo haría: de rodillas y por derecho, pidiéndole matrimonio a la joven tasquera delante de todo el local, su jefe y el resto de empleados del sitio. Aquella mañana, además de cafés para todos, también hubo una copita de aguardiente para celebrar el próximo enlace, que corrieron a cuenta del encantador empresario textil. El “sí” de nuestra protagonista, que en tan poco tiempo de relación ya lucía muy distinta y mejorada, vibró fuerte y convencido entre las viejas paredes del bar de Esteban, y la felicidad que emanaba de la ya oficial pareja, resultó exultante y contagiosa, digna de enmarcarse en una calle llamada Bécquer, y de ser asistida por la cercana bendición de una Esperanza como la Macarena. El cuento terminaba perfecto, aun cuando nadie sabía del cómo ni porqué de su comienzo.
Y es que hubo un momento, y hubo una frase.
Araceli, con el tiempo, no solo se convertiría en la amante esposa de Anselmo, sino también en una apasionada estudiante con vistas a poder trabajar, codo con codo, en la empresa de telas de su marido. Del mismo modo la antigua Luque llegaría a ser su imprescindible mano derecha; a descubrirse como una experta contable, y una eficaz administradora del negocio familiar. Poco a poco, conforme su formación y experiencia laboral iban en aumento, la confianza en sí misma -impulsada por aquellas importantes palabras que nunca olvidaría- crecía de forma natural, con humildad y prudencia, pero también con orgullo y ejemplaridad, siendo un gran motivo de alegría para su marido, y para todo el personal de los viejos almacenes.
Con los años se haría muy querida entre sus empleados, familiares políticos, y todos esos buenos amigos que procuraban su contacto, conocedores de su sencillez, simpatía y bondad. También recuperaría, no sin alguna reticencia ajena, la relación con su madre y hermanos, incrédulos e intrigados ante la nueva Luque. La excamarera se sentía, al fin, muy feliz, muy agradecida a la vida y a su actual suerte, y no quería volver la vista atrás más que para recordar y recordarse, cada mañana, una valiosa frase. Aquella que un afortunado día don Anselmo, su caballero de resplandeciente armadura, pronunciara para ella, consiguiendo despertarla con más empeño que ningún mágico beso inventado en cuentos de hadas. La oportuna máxima rezaba así:
“A partir de ahora serás consciente de tu enorme potencial, y vivirás de acuerdo a él: estás llena de gracia, valor y riqueza. Jamás, nunca, ni un solo día lo olvides”.