El momento elegido por el azar vale siempre más que el momento elegido por nosotros mismos.
(Proverbio chino).
Recordaba Nora C. Rico, la veterana escritora romántica, con una mirada situada mucho más allá de los cristales de su ventana, y mucho más allá de todo cuanto pudiera existir, ese antiguo momento perdido en el tiempo en que el azar, la suerte, la casualidad o el destino decidieron por ella.
Sucedería todo aquello a finales de los años ochenta, y sería durante alguna de esas tardes en las que ordenaba satisfecha las cartas que había recibido al solicitar, tan aventurera como imprudente, una cita a ciegas. De repente, sin apenas sospecharlo, se había quedado muy sola, pues todas las chicas de su entorno ya estaban emparejadas y felices. Cuando Julia Durán, la última amiga que le quedaba de la pandilla, le comunicó a Nora que ya no podría salir más con ella, pues había encontrado a un tipo estupendo, esta se resistió a vestir esos Santos tan nombrados por todos y tan inverosímiles para ella, y aunque disfrutaba pasando largas horas escribiendo en sus diarios y en sus cuadernos toda suerte de historias románticas, no pudo dejar de idear lo que ella consideraba un plan fantástico: publicaría un anuncio de forma anónima, y así también, actuando el periódico de intermediario celestino, iría conociendo chicos con los que animar su ahora penosísima vida social. Dicho y hecho, a los pocos días de tomar tan temeraria decisión, su mensaje en el suplemento dominical prometiendo amistad y compañía había logrado lo que ella tanto ansiaba: atención a su frágil persona y -por añadidura- control casi absoluto sobre la situación. Era una ilusa. Una loca que pensaba en rosa. Y casi una niña.
Ella, una joven y bonita Nora, se convertiría durante aquellos días en la dueña de su destino, y en la persona responsable de elegir al chico adecuado. Al futuro hombre de su vida.
-Qué cómico resulta ahora recordar aquellas escenas y qué poco se parece mi momento presente a aquel de tanta ilusión. ¿Qué será de mí sin Miguel? –se preguntaba con amargura una vez había resuelto que todo, incluso lo eterno, tenía un final, y que de nada serviría prolongar la agonía de su matrimonio. Esperaría a que su marido llegase aquella tarde de tormenta, y escribiría el epílogo de su vida en común. De nuevo era una ilusa. Aún pensaba en rosa. Pero ya no era una niña.
Mientras sus muy cansados ojos continuaban observando la lluvia a través de los cristales, Nora evocaba, masoquista, los sentimientos y las sensaciones de ese ayer que tanto la reconfortaba. Pretendía clausurar aquella historia, tan real como bien escrita, memorizando el instante en que su sino eligió por ella.
Y, apagando un instante la mirada, regresó.
La muchacha de otra época más feliz, la aspirante a novelista de éxito, se encontraba arrodillada trasteando en el espacio secreto de su mesita de noche, ese que ella misma había fabricado con un par de cartones, al fondo del segundo cajón oficial, y del que extrajo, para colocar en tres bloques distintos, las numerosas cartas de respuesta a su solicitud impresa de citas, siendo su orden pensado el geográfico: “Otras ciudades”, “Capital” y “Provincia”.
Había concluido que descartaría -en principio- a los chicos del primer grupo y a los del tercero. Al primero por su lejanía y dificultad para formalizar una relación estable; si ya era difícil llevarse bien en pareja viviendo ambos en la misma ciudad, no quería ni imaginar qué sería de ella teniendo un novio a cientos o miles de kilómetros. Mucho teléfono y poca presencia. ¡Bah! No valía la pena arriesgarse. El otro descarte fue por puros prejuicios sociales, ¿a qué engañarse? Pero el destino, hermano mellizo del azar, no estaba muy de acuerdo con aquello…
Sin embargo, una vez programadas y finiquitadas las primeras citas con sus paisanos de la ciudad, Nora fue perdiendo la fe en su particular misión imposible por conocer el amor. Y una noche, en un ataque de rabia, tras volver de la que pensaba sería su última salida experimental con desconocidos, entró en su habitación y abrió con vehemencia aquel cajón que tantas esperanzas y oportunidades guardaba aún. Cogió los dos bloques de cartas desechados que clamaban indulto, y se dirigió, furiosa, a la papelera más próxima para dar mortal carpetazo a la aventura del periódico. Aquello había sido un fiasco absoluto.
Y, entonces, eligió su momento el azar…
Impulsiva y juvenil, la ira de la decepción consiguió silenciar todas las letras que sus ciegos pretendientes habían escrito para ella, salvo unas cuantas que, resistentes a tan fatal destino, provenían de un pueblo cercano. Ya sentadas a la mesa que disponía la cena, la madre de Nora advirtió a su desilusionada hija sobre la existencia de una carta que yacía rebelde al fondo del pasillo, clamando por su rescate. Entonces, al recogerla y abrirla con el permiso de su niña, le presentó al que sería su futuro esposo. Al que, con el tiempo, sería su querido Miguel, un atractivo e inquieto chico de provincias, sin recursos, sin apenas familia, pero con muchas agallas y ganas de comerse el mundo, cuyo mensaje le tocó tanto y tan profundo que no habría podido hacer otra cosa que ofrecerle una cita y, más adelante, amarlo más que a su propia vida.
-Qué curioso -se decía Nora abriendo la mirada-, después de pensarlo y revivirlo, haría lo que fuera por comenzar de nuevo mi vida junto a él. Ahora que todo parece terminado y ya no queda más que una última charla para concluir tres décadas de vida en común. ¡Qué no daría yo por empezar de nuevo y volver a esos ingenuos años ochenta! A ese Miguel. A aquella Nora. Mamá… ¡cuánto te echo en falta!
La novelista que permanecía inmóvil, de pie, hipnotizada por la lluvia y tantos malditos rayos que iluminaban el recuerdo, había guardado como un tesoro aquella epístola, aún anónima, que Miguel le escribiera muchos años atrás. Solía rescatarla de entre sus reliquias cuando se sentía mal, confusa, o tenía dudas sobre su relación, tan sólida en la base y tan vibrante en su cima. El viejo sobre ya había adquirido un ligero tono amarillento que delataba sus días de reposo y nostalgia, pero se mantenía vivo en su mensaje, cumpliendo el empeño de suavizar y ofrecer bálsamo a las penas de su destinataria.
Mas de nuevo el azar -en connivencia con aquella tarde de perros- interpretaría un último y decisivo papel y, tras una llamada de escalofrío, lograría situar a Nora junto a la cama de hospital que ocupaba su marido, apenas una hora después de sufrir un grave accidente de tráfico. Los médicos que atendían a Miguel comunicaron a la reflexiva escritora de novela romántica, ahora incrédula, aterrada y desubicada, que habían podido salvarle la vida, pero que ambos habrían de empezar de cero, y que ella debería ser todo lo paciente que pudiera y supiera con Miguel, si quería obtener resultados positivos en su recuperación.
Y Nora C. Rico, marginando por unos instantes el dolor e incertidumbre que sentía, levantó la mirada y volvió a bendecir su particular suerte.