«CONTARÉ HASTA DIEZ». Gran oportunidad.

GRAN OPORTUNIDAD

Una mujer rubia, joven y algo melancólica descorre unas cortinas claras recién colocadas sobre las amplias cristaleras de su salón. Al otro lado, ya descubierto, un gran jardín por adaptar a sus gustos personales, y una piscina aún por destapar. Más allá, solo naturaleza. Paisaje inmejorable. Cielo. Nada.

-Ilusión es esto, Bosco, y ya solo importa lo que tenga que suceder a partir de hoy. Nada de ayer cuenta. Contamos nosotros, el ahora, el mañana. Un nuevo mañana.

Olga sentencia, ilusa como su idea, después de sufrir durante largo tiempo la agonía del miedo más absurdo. De ese terror que paraliza la cordura y te devuelve rechazos. De ese frío que hiela la razón para convertirla en tortura. La mudanza a la que es su nueva y definitiva casa, tan apartada de todo y de todos que a cualquier otro atemorizaría, supone su mayor logro. Significa independencia y sosiego, compañeros inseparables a partir de hoy. Bosco, su marido, certifica con el silencio y ambos guardan respeto por el pasado, apuntando las miradas en la dirección que comunica con el verde y el azul. Paz y más paz. Fin.

AYER:

-¡Qué maravilla de piso, cariño! Céntrico, al lado de mis padres, cerca también de los tuyos, rodeado de todas las comodidades de la ciudad, con el colegio a un tiro de piedra y con el ambulatorio a otro. ¡Pero si hasta tenemos las paradas de los autobuses junto al portal de entrada! Ha sido una suerte increíble, Bosco. Ha merecido la pena esperar tanto a que quedara una vivienda libre por la zona. ¿Una pareja algo extraña la propietaria, no te parece? Pero bueno, a mí me da igual: lo importante es que nos lo han vendido y a un precio inmejorable. ¡Estoy como loca!

Olga Montero, casada con Bosco Martín desde hace quince años y madre de una niña de diez, se encuentra en el primer piso, letra F, de un elegante edificio de siete plantas situado en una selecta urbanización. Da igual dónde. No importa en qué ciudad. Lo que sí cuenta es que tendrán también suerte con la vecindad: arriba solo vive -según Amaya Roldán, su pizpireta agente inmobiliaria- un anciano encantador que no les molestará en absoluto. Viudo, sin hijos ni nietos que revolucionen los días de fiesta, podrán gozar de la tranquilidad y comodidad que siempre han deseado para su familia. Este nuevo piso supone, sin duda, una gran oportunidad.

Rodeados de cajas de embalaje semiabiertas, Olga estrena su nueva y flamante cocina abriendo el estante de las copas, sacando dos para vino y descorchando una de las botellas obsequiadas por la chica de la agencia. Eufórica, quiere aprovechar la ausencia de Carolina, su hija, para brindar con su marido por el nuevo hogar. Reparte el tinto y suma un bol con almendras a la bandeja que acerca, sonriente, al salón, donde ya la espera Bosco con impaciencia. La fiesta va a comenzar.

-¿Haces tú los honores? -pregunta la nueva propietaria alzando la copa y ofreciendo una de las sonrisas más sinceras de su historia-. ¿Por qué brindamos? Además de por el piso, quiero decir.

-Por ti -galantea su marido-. Por la mujer más bella, y por la fortuna de tenerte a mi lado.

Chocan el cristal y beben, creyéndose felices. En ese instante tal vez lo sean. No durará mucho tiempo más. Se oye un golpe muy fuerte. Proviene del piso de arriba.

-¡Vaya con el abuelo! –comenta Olga sin evitar un respingo- ¡Nos ha salido ruidoso! Recuerdo que Amaya nos garantizó tranquilidad. ¡Ay, Bosco! ¿Y si se ha caído?

-Olvídate de eso y bebe un poquito más, que hay que aprovechar esta soledad… La niña estará con tus padres todo el fin de semana, ¿no? Pues eso, mujer… ¿Ducha común?

-¡Ducha común! -afirma ella riendo. Si no quieres oír, no oyes. Si no quieres saber, no sabes. Se es más feliz en la ignorancia.

Sin dejar de sonreír, apura su vino y sale disparada hacia el amplio y níveo cuarto de baño. Todo es nuevo y perfecto, como ese raro amor que conservan con sumo cuidado. Él la sigue para alcanzarla y arrebatarle la holgada camiseta de trabajo. Se diría que no han pasado tantos años, que aún están enamorados y que la vida les devuelve la sonrisa. Es tan maravilloso que es irreal. Por completo. Ahora serán dos golpes.

-¿Has oído? Dos golpes idénticos al primero de hace un rato. ¿Y si subimos a preguntar y de paso nos presentamos? Estoy intranquila, nene…

-¿Ahora? ¿Lo dices en serio? Venga, mujer, ¡que la ducha nos espera!

En esta ocasión, las llamadas al olvido de Bosco no son escuchadas por su mujer, y ambos se adecentan para subir a saludar al anciano que presumen habita la planta superior. Ella no quiere presentarse con las manos vacías, pero su nevera está aún por abastecer y no encuentra en el estante nada apropiado para un señor mayor. Contrariada, da la mano a su marido y se dirige hacia las escaleras.

-Segundo F: aquí es.

-Estamos a tiempo de bajar y reanudar lo que empezamos, Olga… Piénsalo.

-Le ha podido pasar algo, hombre. No me lo perdonaría si fuese así. ¿Y tú?

-Venga: llama y acabemos. Ya verás que no pasa nada.

Una, dos, tres y cuatro veces son las que Olga Montero pulsa el timbre de aquel piso. No se escucha nada a través de la puerta. El matrimonio se mira, extrañado, y vuelve, resignado, a su hogar. A continuación habrá ducha, sexo, brindis, amor, ilusión, proyectos, promesas… Un vistazo rápido a lo que están poniendo por televisión, y el acuerdo de compartir cama para descansar de una larga jornada. Mañana será otro día de duro trabajo. Silencio, oscuridad e inacción. Los golpes, ahora, ya son tres.

-¿Has oído eso? ¡Ha sonado justo encima, Bosco! ¡Tres golpes iguales a los otros!

-Tranquila, mujer. Habrá vuelto de donde quiera que estuviese. Tal vez sea el bastón, vete a saber.

-Un bastón no hace tanto ruido. ¿Y antes qué? ¿No nos quiso abrir?

-Es probable: igual se sintió avergonzado de su torpeza y prefirió hacerse el sordo. ¡O lo está en realidad! Si fuese una caída no se habría repetido varias veces, ¿no crees?

-Sí, es verdad… Pero son las doce y media de la noche, nene, y ya estaba cogiendo el sueño… ¡Menudo susto me ha dado el buen señor!

-Si quieres, mañana subimos de nuevo, pero no creo que debamos preocuparnos: será eso, un bastón con el que se ayuda a caminar, y a veces no mide bien la fuerza.

-No sé… Es raro. Buenas noches, cariño.

-Buenas noches, guapa.

Sábado, domingo, lunes, martes… los días y las semanas se suceden en el moderno edificio que ahora ocupa nuestra pareja de enamorados, sin que la oportunidad de conocer al anciano propietario del segundo F se presente. Ambos suben a menudo, juntos o por separado, cuando escuchan un golpe, o dos, o tres, siempre idénticos todos, pero nadie parece vivir allí. Nadie responde y nada más se oye. Solo se repiten los impactos, tan fuertes, tan imprevistos, que van resultando insoportables. Amaya, la agente inmobiliaria, ha visitado en alguna ocasión a sus clientes para saber de su satisfacción con la vivienda adquirida, pero su estancia no ha coincidido con la reproducción de los porrazos. Tampoco ella tiene suerte al intentar saludar al presunto propietario. El ánimo de Olga, que es quien más tiempo pasa en el domicilio, va claudicando y así se lo hace saber, una mañana, a su marido.

-No puedo seguir así, y siento mucho tener que decirlo, Bosco, pero esto me está consumiendo.

-Solo llevamos unos meses en el piso, mujer… Te prometo que seguiré subiendo a la casa de ese hombre hasta averiguar qué demonios pasa ahí. ¿Conforme? Reconozco que he estado viajando mucho últimamente, y me he olvidado un poco del tema; perdóname. Dame unos días más y lo soluciono. Y si sigo sin dar con el vecino, le preguntaré al presidente de la comunidad. Él debe saber algo más. Puede que incluso lo conozca de alguna reunión.

Terminándose el café, y dando un beso a su mujer, el padre de Carolina da por zanjado el tema de los golpes del molesto vecino y se despide para ir a su trabajo, como cada día. Se lleva a la niña al colegio y de nuevo deja sola a Olga. Sola con su miedo (“ese terror que paraliza la cordura y te devuelve rechazos”). Ella ya no se atreve a subir sola y prefiere hacer como que no oye. Como que no está. Y así, dejando de estar cada día un poco más, siguen sucediéndose las semanas sin novedad. Quedan los golpes: uno, dos, tres.

Uno, dos, tres. Uno, dos, tres. ¡Uno, dos, tres!

-Buenas tardes, ¿Emilio González? Amaya, la agente inmobiliaria que nos vendió el piso, me ha dicho que tú eres el actual presidente de la comunidad. Verás, soy Bosco Martín, el nuevo propietario del primero F. Mi mujer, mi hija y yo vivimos aquí desde hace unos meses, y estamos sufriendo unos golpes provenientes del piso de arriba, que ya se hacen un tanto pesados. Hemos intentado hablar con el señor mayor que vive en el segundo, pero hasta la fecha no hemos tenido ningún éxito. ¿Tú lo conoces, tal vez?

-Encantado, Bosco. ¿El segundo F dices? Allí no vive nadie, amigo. No desde que pasó lo que pasó. Lo que ocurre es que las agencias no lo cuentan para intentar vender, pero al final la gente se entera de todo. Ni yo mismo quiero recordarlo.

-Te aseguro que sí vive alguien. Alguien que golpea el suelo dando un porrazo enorme, luego dos, y finalmente, tres. Según mi mujer, que es quien pasa más tiempo en casa, a veces son varias series de tres golpes, sucedidas a intervalos de unos quince minutos, más o menos. Comprenderás que estemos algo nerviosos e impacientes por solucionar el tema. ¿Dices que pasó algo allí?

-Y yo te digo que no vive nadie desde hace un par de años, como poco. Puede que más, no recuerdo con exactitud. Lo único que es verdad de cuanto te han dicho es que se trataba de un anciano. Se quedaba al cuidado de su nieto, un bebé de pocas semanas, para que su hija, madre soltera, pudiera acudir a trabajar. El viejo lo mató a golpes. Luego, se suicidó. Pobre mujer… Por lo visto el hombre era esquizofrénico y había dejado la medicación. Ella no lo sabía, claro. Una desgracia.

“Lo mató a golpes”.

HOY:

Amaya Roldán, tan alegre y resuelta como de costumbre, enseña un piso a una pareja de novios encantada con el lugar. Se trata del primero F de un elegante edificio situado no importa dónde. Ni en qué ciudad. Sus antiguos propietarios le entregaron las llaves para que ella se ocupara de todo, y ahora miran el futuro a través de unas amplias cristaleras que solo saben de verde y azul. De nada y de paz.

-¡Ah -les comenta la agente a la nueva pareja-, y por los vecinos no deben ustedes preocuparse! Arriba solo vive un anciano encantador que no les molestará en absoluto.