«CONTARÉ HASTA DIEZ». Trampantojo.

TRAMPANTOJO

           Trampantojo: trampa o ilusión con que se engaña a alguien haciéndole ver lo que no es. (R.A.E.)

               Cuando yo era un chaval, hace ya bastante, solía leer a mediodía durante los fines de semana, y luego también por las tardes tras aquellas agotadoras jornadas lectivas, con la luz del sol entrando enérgica por la ventana, ante cuyos cristales yo siempre prefería situarme. La claridad del día iluminaba y realzaba de forma mágica las hojas de mis cómics en blanco y negro. Las viñetas, tristes y apagadas en apariencia, cobraban una inusitada vida ante mí, y así se inundaban de alegría, de acción, de sentimientos, y de los colores más brillantes e intensos que mis ojos podían soportar.

            Mi colección era envidiada por mis amigos, que subían a casa para echar un vistazo de vez en cuando. Los tebeos ocupaban al completo la estantería reservada para ellos, en el muy barroco mueble del salón. Sabía que debía completar mis recopilaciones y no era una tarea fácil. Los ejemplares que en realidad me cautivaban pertenecían a otras épocas, y ya no era posible encontrarlos en tiendas o librerías. Mis epopeyas para conseguir tan preciados tesoros formaban parte de mi entonces joven existencia, de ahí que cuando llegaba a mis manos una de esas joyas, disfrutaba como si del mejor de los sueños se tratase. Sin prestar atención a los créditos (nunca me interesó quién dibujaba, de quién era el guión o quién entintaba), me deleitaba contemplando la portada (la única página a color), la estética de las letras que llevaban el nombre del héroe, la escena representada, los contrastes… y después me sumergía en cada hoja del cómic, una por una y viñeta por viñeta, leyendo hasta el último punto sin excepción; vivía cada momento de una sentada, sin interrupciones, sin observar la más mínima distracción. El mundo a mi alrededor se paralizaba, y me sentía envuelto por una trama que absorbía mi propia realidad.

            Ahora, a mis cincuenta, ando nervioso rondando el 95 de la sevillana calle Castilla, ilusionado como cuando era un chaval, a la espera de reencontrarme con mi viejo amigo Antonio y entrar con él en la tienda de cómics. Situado en el corazón del barrio de Triana y en el mío propio, este pequeño local cargado de historia e historietas ha sido testigo de muchas de mis búsquedas, y de muchos de mis últimos afanes por conseguir este o aquel número concreto, y así completar esa colección que tantos celos despertaba en el grupo, y que tuvo sus inicios en otras dos tiendas: las de las calles Feria y Adriano, también en Sevilla. Hacía muchos años que no venía por aquí (el trabajo, los compromisos, la procrastinación…), pero una llamada inesperada, la de mi amigo de vida e infancia, me ha devuelto a la niñez de un salto. Y aquí estoy, paseando una calle trianera sin poder esperar para entrar y empezar la consabida cantinela del “sílo-nolo”. Quienes lo probaron, sabrán a qué me refiero.

            Mientras espero a mi siempre impuntual compañero de aventuras, recuerdo un cómic en particular que me impactó sobre algunos otros, y que se titulaba “La locura de Misterio”. A lo largo de los años he releído casi todos mis tebeos, pero este, en concreto, no. Es tan buena su memoria, tan fantástica, que me asusta leerlo de nuevo con ojos mayores, desencantados, y romper toda la ilusión encarnada por aquel personaje de un villano ilusionista. De aquel mago… En realidad, no sé qué pretendo encontrar hoy en la tienda. Tal vez mi juventud…

            Poco después de las siete de la tarde, Antonio y Juanjo acceden a “Coleccionismo don Cecilio”, y se sumergen con tanta rapidez como entusiasmo entre sus cómics, todos de segunda mano. Repasan las distintas colecciones, ordenadas por orden alfabético, hasta encontrar lo que no saben que buscan. Antonio, algo menos aficionado a la obra de Stan Lee que su amigo, se aleja unos metros y se queda perplejo ante una vitrina que afirma contener la gabardina del carismático teniente Colombo, mientras Juanjo prosigue su exploración manual, entre algunos “sílo-nolo” repetidos entre susurros. Hay cierto aroma a ayer en el ambiente. Aroma a nostalgia.

            De pronto, ocurre lo menos esperado: el chaval de cincuenta años que separa de forma instintiva un ejemplar de otro, ha encontrado “La locura de Misterio”, aquel tebeo que nunca fue capaz de volver a leer. Lo tiene entre sus manos, que tiemblan, indecisas, y siente que no podrá resistirse a abrirlo durante mucho tiempo más. La emoción se apodera de él, y ya nota escalofríos de puro deseo. “Un vistazo rápido”, se dice, para negarse a sí mismo y recolocarlo en su lugar, un par de segundos después.

            Justo al dejar el tebeo en su sitio para dirigirse al lugar donde se encuentra su amigo, un breve espacio en el que se dan cita todo tipo de antigüedades audiovisuales, comienza a escucharse por toda la tienda una suave música de tiovivo. Es la típica melodía de carrusel de feria que recuerda a la niñez; un sonido demasiado melancólico para su gusto. Sin embargo ahí está, sonando a media voz bajo las palabras de Antonio, que le explica de qué año es el gramófono apostado en un antiquísimo mueble cubierto de polvo.

            -¿Tú oyes eso, tío?

            -¿La música ambiental? Sí, la escucho desde que entramos. ¿Qué le pasa? Es antigua de narices, le va bien al local –confirma Antonio mientras sigue examinando los distintos objetos de colección.

            -¡No! ¡Es música de carrusel! ¡De caballitos! Me resulta triste.

            -¿De caballitos? Si tú lo dices… ¿Has encontrado algo interesante? Si te parece, ahora podíamos ir a tomar una cerveza mientras nos contamos nuestras vidas, que al venir para acá he visto una tasquita muy aparente. ¿No tienes prisa, verdad, Juanjo?

            -No, está bien. Como quieras. Siempre voy algo acelerado, ya sabes, pero por un rato no va a pasar nada. Hace mucho que no nos vemos, tío.

            Los dos amigos salen de la vieja tienda y se dirigen al lugar elegido por Antonio para tomar una cerveza y unos caracoles, que ya es temporada, pero Juanjo sigue escuchando la repetitiva música de tiovivo. Y aunque se supone relajante, él se está poniendo nervioso.

            -¿Eh, qué me dices ahora? ¿A que te he traído al mejor sitio de toda Triana? El mejor sitio, con la mejor gente, para mi mejor amigo.

            Antonio, sonrisa en ristre, accede a la peculiar tasca de la calle Castilla, y hace ademán con la mano a su amigo para que lo imite, pero no lo consigue: Juanjo permanece inmóvil en la entrada, estaqueado como el enamorado de Cortázar, perdiendo el color por momentos, y pensando que desmayarse no es una opción despreciable… Lo que está viendo es -sencillamente- imposible.

            -¡Venga, Juanjo, que te va a gustar…!

            -Pero esto es absurdo… -susurra girando la voz hacia el oído de su amigo-. ¿Tú ves lo mismo que yo?

            -Sí, claro que lo veo, y por eso te he hecho venir hasta aquí. Cerveza y caracoles los hay por todas partes, pero buen tiempo… buen tiempo solo en este lugar. ¿En serio pensabas que mi llamada era únicamente para visitar una tienda?  Aquello no era más que un cebo bien dispuesto, al que sabía que no te negarías. Lo importante, lo que pretendía mostrarte es esto. Esto eres tú, yo… todo.

            -Joder… ¿Y son ellos de verdad?

            -Ya lo creo. Pero no hagas más preguntas y disfrútalo, Juanjo. Venga, sentémonos junto a las cristaleras, que se está de lujo. Yo vine aquí hace unos días, fui muy feliz, y me acordé rápidamente de ti. Tenía que traerte. Este es tu momento, chaval.

            El local en cuestión es un amplio salón con piso de baldosas hidráulicas, antiguas pero bien conservadas, mesas y sillas de respaldo hueco lacadas en color negro, barra de taberna del siglo XVIII y amplias cristaleras dispuestas por toda la fachada, algo deterioradas por la humedad y los años. Las lámparas, bolas colgantes de color blanco. Sus paredes se muestran pobladas de vetustos y dorados espejos que reflejan lo inverosímil. También coexisten, junto al resto del mobiliario, unos antiguos toneles que hacen de apoyo para quienes gustan de saborear el aperitivo de pie. Sevilla, ya se sabe, es muy dada a la verticalidad parlante. Pero en realidad, nada de esto tiene mayor importancia. Lo importante, lo increíble, lo imposible es verificar quiénes conforman el personal y la clientela del establecimiento. Numerosos rostros conocidos para Juanjo y Antonio se dan cita en este lugar, y el niño de cincuenta años los va descubriendo, señalando y nombrando uno a uno…

            -¡Es que es imposible, tío! Pero vaya, ¡si es que lo estoy viendo yo mismo! Y no estoy soñando –dice mientras se refriega de forma histriónica los ojos-. ¿Verdad que no?

            -No estás soñando, no. ¡Estás flipando! ¿Nos sentamos ya, o qué? –afirma entre risas Antonio mientras echa un brazo sobre los hombros de su alucinado amigo y lo conduce hasta la mesa.

            -¡¿Cómo están usteeeedeeeees?! –saluda Miliki acercándose a la mesa y mostrando su famosa sonrisa a los dos amigos-. ¿Qué desean los señores tomar? Tengo una limonada bien fresquita, recién hecha por mis hermanos… ¿Les parece bien, pequeños ciruelos?

            -¡¡Bien!! –grita Antonio en exclusiva, mientras Juanjo continúa en estado de shock-. ¡Por supuesto! ¡Vengan dos vasos bien fríos de limonada casera! ¡Mucho mejor que una cerveza, dónde va a parar! ¿Verdad, Juanjo? -El camarero vestido de rojo con gorra y nariz de payaso se marcha a por la comanda, y Antonio apoya su mano en la de su colega, aún blanco como el papel. Le preocupa que su amigo no reaccione bien, pero sabe que no se está equivocando. Él quería eso, aunque nunca lo dijera claramente.

            -Tío, esto me supera. Recuerdo haber venido aquí de niño, con mis padres, y todo está prácticamente igual que entonces. Y la música, esa dichosa musiquita que nunca termina… ¿Has visto quiénes están en la barra de palique? Joder, son Félix Rodríguez de la Fuente, Christopher Reeve, Michael Landon y su socio, el de las barbas; el Superagente 86, y ese… ¡ese es un jovencísimo Michael Jackson! ¿Y en las mesas? ¿Te has fijado, Antonio? Al fondo, sentados y tomando limonada, están Gaby y Fofó; al lado, dando buena cuenta de un chocolate con churros, el malvado J.R. junto al capitán Stubing… más allá, en el tonel y ante una bandeja llena de caramelos y piruletas de colores, Gene Wilder y Richard Pryor, muertos de la risa, ¿cómo no?… ¡Dios mío! En el centro…

            -En el centro, amigo mío, están Cantinflas, Paco Martínez Soria y Tip y Coll. Menuda reunión, colega. Le están dando a la gaseosa de naranja y a las galletas. ¡Qué buenos son!

            -Sí que lo eran… ¡o que lo son, leche! Y allí, allí, tras los cómicos… Ay, Antonio -a Juanjo se le quiebra la voz, y bebe un sorbo de la limonada que acaba de acercarles Miliki, su payaso favorito-. Tengo que intentar hablar con ellos, discúlpame un segundo.

            -No hay prisa, Juanjo. Tenemos tiempo. Y del bueno.

            Juanjo no da crédito a lo que sus ojos, abiertos como nunca, le muestran: numerosas personas, todas fallecidas, pertenecientes a su infancia y juventud, se encuentran reunidas en el interior de aquel extraño bar. Pero -aun más importante- allí, donde él indica y se dirige muerto de miedo, hay una mesa en la que toman cerveza y caracoles algunos rostros más que relevantes para él. Son, por increíble que parezca, sus padres y sus tíos. Su preciada tía Flora, muy anciana, sonríe y se levanta a abrazar a su sobrino nada más verlo llegar, y él se siente completamente desbordado… Nunca ha conocido una felicidad tan intensa como la de este momento, pero algo le dice que sigue siendo imposible, por más que sus sentidos le traicionen, enloquezcan y le hagan revivir.

            La suave música de tiovivo permanece en sus oídos, acompañándole durante toda la velada, y al saludar y besar a su madre se acentúa de forma mayúscula, como lo hacen su corazón, su sistema nervioso, y su presión arterial. Las sienes le palpitan, las mejillas se le vuelven granas, el nudo de la garganta le rompe por dentro, y las lágrimas aceleran el paso por su repentina cara de niño. Su padre le sonríe, le guiña un ojo, y lo abraza. Todos en la mesa le dedican su más tierna sonrisa y lo saludan con afecto, pero a los pocos segundos siguen a lo suyo, charlando entre ellos, apurando sus cañas, y sin dar ya protagonismo al visitante. La melodía se termina.

            El buen tiempo se acaba.

            Misterio ha vuelto a hacerlo. Ha vuelto a mostrarle un trampantojo mágico a alguien que lo deseaba con todo su corazón, a un alma blanca, noble, que aún se recuerda como aquel niño que jugaba persiguiendo saltamontes, y que echa de menos tanto, y a tantos.

            -¡¡Juanjo!! -grita Antonio a su amigo, serio y estático frente a la pila de cómics-. ¡Ven a ver la gabardina de Colombo, hombre! Ya te debes de haber aprendido ese tebeo, colega… Y espabila, que cierran. Por cierto, ¿cuál es? ¿“La locura de Misterio”? Ya ojeé esa novela en casa de tus padres, hace ni se sabe. Era buena, ¿eh?

            -Magia, tío. Es magia…

 

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