CONTRA NATURA.

-No entiendo lo que ha pasado con Roge. Todo el tiempo que ha estado aquí, siempre solo… Ni una visita… y familia tenía, por lo que yo sé. ¡Pobres ancianos de los que nadie se acuerda y de quienes nadie se quiere ocupar! ¡Esto es contra natura!

Patrocinio defendía con estas palabras a sus ancianos, abandonados -según afirmaba- en la empresa de la cual ella se sostenía: una residencia para mayores sita en el Aljarafe. Ella, como muchas otras personas del humilde centro asistencial, sentía lástima por el solitario Roge, un sevillano que tras casi 50 años en Colombia había regresado a su tierra, cumpliendo así un deseo perseguido durante buena parte de su mal decidida existencia.

Rogelio (en adelante Roge) había nacido cuando sus padres ya no esperaban tener más hijos; conformes con el primogénito, este bebé vino a darles la sorpresa a los tres, pues sería su hermano, 15 años mayor, quien realmente ejerciera su tutoría, quien le celebrara los cumpleaños y otras fechas señaladas, irrelevantes para sus progenitores, y quien le aconsejara con sensatez durante su infancia y juventud, algo que nunca sirvió para nada. El chaval estaba decidido a equivocarse en cada etapa de su vida, eso sí, culpando siempre a los demás de todos sus errores.

Tan egoísta como depresivo, la mirada hacia el ombligo era su modus vivendi. De carácter triste y meditabundo, Roge fracasó en los estudios y en los diversos puestos de trabajo ocupados, así como con el par de novias que milagrosamente consiguió encontrar. Ambas lo dejaron por inmadurez y aburrimiento… y por tanto, ambas fueron nominadas con los más bajos calificativos que una mujer pudiera recibir. Sus escasas relaciones se reducían a los fanáticos como él de un añejo grupo de música, y su malhumor habitual lo drenaba a través de las redes sociales, en las que volcaba todas sus frustraciones. Otra vez más, el mundo tenía la culpa de su penuria económica y sentimental.

Casado su hermano mayor, cogió ojeriza a su mujer y -por extensión- a sus propios y únicos sobrinos… ¿Quién le habría mandado casarse? ¿Acaso no había escuchado nunca a su común padre, despotricando una y mil veces del matrimonio…? ¡Qué torpe había terminado siendo su pobre hermanito mayor…! Parecía satisfecho, sí, pero seguro que era porque su esposa le calentaba la cabeza con dejarlo sin nada en caso de divorcio, que eso era lo que hacían las muy putas.

Porque, además, su admirado progenitor le había contado en su momento, que la fulana esa que tenía engañado a su hermano le había plantado cara en una ocasión, y que él la había tenido que poner en su justo lugar, ese mismo que ocupaba su madre, y que estaba pensado para cada fémina: el silencio y la sumisión al hombre. ¿Qué se había creído la idiota? Menos mal que él le mostró la puerta, y que ella la cruzó para no volver jamás. ¡Además de puta, orgullosa, no te jode! Pobrecito papá, lo que tuvo que soportar. “No te cases nunca”, le aconsejó a él también numerosas veces, pero claro, el hombre (y él más) es el único animal que tropieza dos, tres, o cuatro veces en la misma piedra, y…

Ya con una buena edad conoció a la que más tarde se convertiría en su esposa: Luciana, una mujer algo mayor que él, originaria de Colombia, y de vacaciones por España. Roge, a pesar de su misoginia manifiesta, temía sobre todas las cosas quedarse solo en la vida, una vez que perdiera a sus padres, de modo que a sus 35 aceptó a Luci como un mal necesario. Luego la negaría, ofendería, y repudiaría junto a otros familiares varones, de pensamiento tan machista como el suyo. Tras dos hijos y un nuevo desempleo, ella volvió a su país, y él tendría que seguirla si quería continuar en la familia; esa era la condición. Total, en su tierra ya no le quedaba nadie, pues hasta su hermano cortó la comunicación, al certificar que Roge solo pretendía relaciones de a dos, no con toda la peña y menos con la cretina de su cuñada. A su querido padre no le hubiera gustado…

Roge, eso sí, se cogía un avión -de cuando en cuando-, para visitar a su madre y gastarse todo lo que podía y lo que no. Con la excusa de su cuidado, la expoliaba y le dejaba la pensión tiritando, para luego volver a Colombia y hacer lo propio con la madre de sus hijos. Parasitar aquí y allí: en eso consistía su vida. En eso, y en culpar a propios y extraños de sus miserias y su “mala suerte”. Se encontraba obligado a vivir en un lugar que odiaba, pero un día cualquiera -se mentía-, cuando se le cruzaran los cables, se divorciaría y volvería a su casa… con alguno de sus primos, claro, que una vez fallecida su madre, ya no había casa a la que volver, ni dinero con el cual gastar.

Ellos, sus primos, también cansados de resolverle problemas y prestarle billetes sin vuelta, acabaron dejándolo solo en sus escapadas a Sevilla, y a su ciudad ya solo regresaba para intentar revivir su soltería y poco más. “No te cases nunca…” ¡Cuánta razón tenía su padre, cojones!

A los 80 años, viudo y con dos hijos mayores que no le dirigían la palabra por el maltrato psicológico infligido a su madre, Roge recogió sus pocas pertenencias y voló definitivamente a su tierra, donde aún le quedaba un amigo que también le había ayudado en innumerables ocasiones. Mauro le acogería en su casa, sin dudarlo, y allí se presentaría para darle una grata sorpresa. ¡Por fin volvía a España! ¡Por fin! Este, su íntimo de la infancia, sería el encargado de ingresarlo en el centro donde Patrocinio protestaba:

-Ha muerto solo, ¡solo! Todo el tiempo que ha estado aquí, siempre en soledad… Ni una visita… Ni sus hijos o sus sobrinos han aparecido jamás. ¡Egoístas, que eso es lo que son, con lo que este hombre habrá hecho por ellos! ¡Pobres ancianos de los que nadie se acuerda y de quienes nadie se quiere ocupar! ¡Esto es contra natura!

 

NICANOR Y LA ESCRITORA.

Existen personas que todo lo tardan: cuando Nicanor fue consciente de su amor por mí, yo ya estaba muerta.

Nos habíamos conocido, inexistente casualidad mediante, en una cafetería del pasado más cercano. Una cafetería cuyo nombre juré recordar y que -como tantas otras cosas- he olvidado. No llovía, no, que eso ya sería añadir otro maldito cliché a esta breve historia. Lucían el sol y los azules de aquella infancia nostálgica del poeta, y yo no dejaba de garabatear en mi cuaderno, rebosante de inspiración, gracias al trasiego de tanto ser humano como se mostraba ante mis ojos. Ellos, creídos personas, no eran más que palabras, sinónimos, adjetivos, verbos, situaciones, posibilidades…

Fue justo en ese momento de violento cierre de libreta (provocado por un inoportuno dolor de cabeza), que un hombre -luego llamado Nicanor- apareció abriendo la puerta del coincidente local. Entró e hizo desaparecer a todos. Casi me hizo desaparecer a mí, a mi libreta poseída de letras, y a mi recurrente jaqueca. Realizando un esfuerzo supremo por no desvanecerme junto a lo insustancial, bebí el último sorbo de té rojo que me coqueteaba en la taza y -alzando la vista- le miré. Era él. Las dudas eternas también se disiparon.

La imagen gozaba del retoque digital adecuado para nublar todo lo que no fuera Nicanor, acentuando así su esencia y su perfume a mío. Le vi dirigirse con decisión a la barra para -momentos después- ojear el salón plagado de mesas como la que yo ocupaba, y aquietar sus verdes en mi lugar, justo al lado de las cristaleras que todo lo contaban. Para entonces, yo ya me había enamorado. Él también, pero aún no lo sabía.

Fueron su permiso y su sonrisa los que me envalentonarían de tal modo, que allí mismo hice indefensa ostentación de mi interés, dejándolo algo confuso y retraído. Aun con ello, aun con aquella despedida más bien fría al término de su vermú y mi segundo té grana, seguía aturdida por eso que claman amor, y así salí a la vida, agradecida y rápida por demás. Demasiado.

Un chirriante golpe seco, y su rostro incrédulo frente a mis azules fueron todo lo que pude certificar antes del inevitable fundido, pero tenía que contarlo. Esta es la verdad; tal vez en mi libreta, ahora de Nicanor, se escriba un final más justo. 

EL MEJOR.

           EL MEJOR

           Las siete de la mañana y una idea fresca y apetecible con la que abrirme al día: planear la fiesta por el cuarenta aniversario de mi marido. Tengo tiempo, ganas, ilusión, algo de dinero y deseos de agradar. Desconozco sus apetencias al respecto, de modo que primero tantearé el terreno y decidiré, después, en consecuencia. ¿Una celebración por todo lo alto con los de siempre, más amigos, conocidos y saludados? ¿Una reunión acogedora y familiar? ¿Una cena privada? Lo dicho: a mediodía le someteré a un interrogatorio tan sutil, que no sabrá si vengo, voy o ya me he ido…

            -Hola, Sergio: ¿cómo venimos hoy de apetito? Me he llevado buena parte de la mañana en la cocina, pero ¡qué caray! un día es un día… Y dos, y tres, y cuatro, y dieciséis años…

            -Pues no creas que traigo mucha hambre. A última hora se han presentado los dueños de la empresa de la que te hablé, esa que pretende asociarse con nosotros, y hemos estado picoteando en la abacería de la calle Gamazo. Por cierto, tengo que llevarte un día: los quesos fundidos son de agradecimiento eterno.

            -¡Vaya! Tú siempre socializando por doquier. Cualquier excusa basta para un copeo y un codeo, ¿eh, tunante? Qué te gusta lo que te gusta…

            -A mis casi cuarenta es lo suyo, mujer. Pero donde esté una cenita con una chica guapa como tú, para alegrarme la vista y las pajaritas, que se quiten Cosme, Vicente, mi familia, la tuya, y el sursuncorda. ¡Hum…! ¡Esto está de muerte!

            -Me alegro de que te guste el guiso de papas. Lo hice siguiendo la receta de tu madre, con mucha pimienta negra molida y algo de pimentón dulce.

            -Pues que no se entere ella, pero tú la has mejorado -afirma mojando un trozo tras otro de pan como si no hubiera un mañana-. ¿Has añadido alguna especia nueva?

            -Lleva algo de tomillo en polvo. Sí que está bueno esto, Sergio -corroboro mientras acerco con el tenedor otro trozo de ternera a los labios-. Entonces dices que una cenita, una mujer guapa… ¿qué más te apetece?

            Todo lo que a continuación pueda decir mi marido ya es irrelevante: su cumpleaños se encuentra a plena cocción, y aun sin saberlo, él es su “chef” y mi imaginación su pinche. Le gusta mi comida y le gusto -todavía- yo, pero todo eso ya lo tiene a diario… Hay que pensar en algo más. Algo más ¿picante?

            -Pues sí, Paula -concluye satisfecho mientras deja la servilleta en la mesa-: hoy te has superado. Sueles cocinar muy bien, pero cuando te esmeras… Por cierto, tendríamos que invitar en breve a Fernando y a su mujer; ya sabes, les debemos algunas copas. ¿Te parece bien?

            -¿Eh…? ¡Ah, sí! Como quieras. Luego llamo a Elisa y hablamos. Perdona, es que tengo la cabeza más para allá que para acá. Cosas mías.

            La gastrodeuda con el matrimonio Sánchez también se muestra irrelevante. Mi mente trabaja al 100 % en la que habrá de ser la mejor fiesta de cumpleaños de Sergio del Solar, y así, tras recoger la mesa, me acomodo en el sofá y finjo interesarme en el nuevo catálogo de la firma sueca por excelencia. Me llaman la atención el armario Godmorgon y eso de que las albóndigas sean vegetarianas (ya me jodieron la leyenda), pero en realidad estoy en lo que estoy…

            Quince días después, el aniversario de Sergio llega junto al primer día de otoño real del año, lo cual me incomoda en cierta forma, pero a pesar de la nueva rasca, todo transcurre según el plan previsto: el cava sumergido en hielo, los selectos aperitivos preparados y en su sitio, el ambiente colmado de velas, una música ad hoc, y yo, más obvia que nunca, esperando que el homenajeado haga su triunfal entrada por la puerta. Creo escuchar el tintineo de unas llaves… ¡Atención!

            -¿Paula…? ¡Adivina a quiénes te traigo!

            Mientras giro la cabeza y escupo un tomatito cherry, observo a punto de parraque cómo Fernando, Elisa, y el despistado de mi marido hacen acto de presencia en el ambientado salón, y descubren estupefactos a una mujer -yo- tendida desnuda sobre la mesa ovalada del comedor, cubierta en sus más sugerentes puntos a base de elaborados y diminutos entrantes… Un “venimos otro día” y un “la madre que la parió” por parte de nuestros no sé si todavía amigos, se suceden en la escena, que abandonan de inmediato. El cuarentón y yo nos miramos sin pestañear. El momento es el que es, y los piscolabis deconstruidos sobre mis pechos se deslizan, competitivos, hacia el ombligo relleno. Mi conmoción es tal que ni moverme puedo. Sergio, caballeroso, da el primer paso.

            -Lo siento mucho, Paula, debí avisarte pero es que tampoco recordaba qué día era… En fin: que digo yo que ya que se han ido y ya que estás… ya que estamos… ya que estoy…

            Con todo, el más feliz y exquisito aniversario de la vida de Sergio del Solar. El mejor.

 

(Relato finalista en el Certamen Literario Gastrobaris Magazine). 

«CONTARÉ HASTA DIEZ». Trampantojo.

TRAMPANTOJO

           Trampantojo: trampa o ilusión con que se engaña a alguien haciéndole ver lo que no es. (R.A.E.)

               Cuando yo era un chaval, hace ya bastante, solía leer a mediodía durante los fines de semana, y luego también por las tardes tras aquellas agotadoras jornadas lectivas, con la luz del sol entrando enérgica por la ventana, ante cuyos cristales yo siempre prefería situarme. La claridad del día iluminaba y realzaba de forma mágica las hojas de mis cómics en blanco y negro. Las viñetas, tristes y apagadas en apariencia, cobraban una inusitada vida ante mí, y así se inundaban de alegría, de acción, de sentimientos, y de los colores más brillantes e intensos que mis ojos podían soportar.

            Mi colección era envidiada por mis amigos, que subían a casa para echar un vistazo de vez en cuando. Los tebeos ocupaban al completo la estantería reservada para ellos, en el muy barroco mueble del salón. Sabía que debía completar mis recopilaciones y no era una tarea fácil. Los ejemplares que en realidad me cautivaban pertenecían a otras épocas, y ya no era posible encontrarlos en tiendas o librerías. Mis epopeyas para conseguir tan preciados tesoros formaban parte de mi entonces joven existencia, de ahí que cuando llegaba a mis manos una de esas joyas, disfrutaba como si del mejor de los sueños se tratase. Sin prestar atención a los créditos (nunca me interesó quién dibujaba, de quién era el guión o quién entintaba), me deleitaba contemplando la portada (la única página a color), la estética de las letras que llevaban el nombre del héroe, la escena representada, los contrastes… y después me sumergía en cada hoja del cómic, una por una y viñeta por viñeta, leyendo hasta el último punto sin excepción; vivía cada momento de una sentada, sin interrupciones, sin observar la más mínima distracción. El mundo a mi alrededor se paralizaba, y me sentía envuelto por una trama que absorbía mi propia realidad.

            Ahora, a mis cincuenta, ando nervioso rondando el 95 de la sevillana calle Castilla, ilusionado como cuando era un chaval, a la espera de reencontrarme con mi viejo amigo Antonio y entrar con él en la tienda de cómics. Situado en el corazón del barrio de Triana y en el mío propio, este pequeño local cargado de historia e historietas ha sido testigo de muchas de mis búsquedas, y de muchos de mis últimos afanes por conseguir este o aquel número concreto, y así completar esa colección que tantos celos despertaba en el grupo, y que tuvo sus inicios en otras dos tiendas: las de las calles Feria y Adriano, también en Sevilla. Hacía muchos años que no venía por aquí (el trabajo, los compromisos, la procrastinación…), pero una llamada inesperada, la de mi amigo de vida e infancia, me ha devuelto a la niñez de un salto. Y aquí estoy, paseando una calle trianera sin poder esperar para entrar y empezar la consabida cantinela del “sílo-nolo”. Quienes lo probaron, sabrán a qué me refiero.

            Mientras espero a mi siempre impuntual compañero de aventuras, recuerdo un cómic en particular que me impactó sobre algunos otros, y que se titulaba “La locura de Misterio”. A lo largo de los años he releído casi todos mis tebeos, pero este, en concreto, no. Es tan buena su memoria, tan fantástica, que me asusta leerlo de nuevo con ojos mayores, desencantados, y romper toda la ilusión encarnada por aquel personaje de un villano ilusionista. De aquel mago… En realidad, no sé qué pretendo encontrar hoy en la tienda. Tal vez mi juventud…

            Poco después de las siete de la tarde, Antonio y Juanjo acceden a “Coleccionismo don Cecilio”, y se sumergen con tanta rapidez como entusiasmo entre sus cómics, todos de segunda mano. Repasan las distintas colecciones, ordenadas por orden alfabético, hasta encontrar lo que no saben que buscan. Antonio, algo menos aficionado a la obra de Stan Lee que su amigo, se aleja unos metros y se queda perplejo ante una vitrina que afirma contener la gabardina del carismático teniente Colombo, mientras Juanjo prosigue su exploración manual, entre algunos “sílo-nolo” repetidos entre susurros. Hay cierto aroma a ayer en el ambiente. Aroma a nostalgia.

            De pronto, ocurre lo menos esperado: el chaval de cincuenta años que separa de forma instintiva un ejemplar de otro, ha encontrado “La locura de Misterio”, aquel tebeo que nunca fue capaz de volver a leer. Lo tiene entre sus manos, que tiemblan, indecisas, y siente que no podrá resistirse a abrirlo durante mucho tiempo más. La emoción se apodera de él, y ya nota escalofríos de puro deseo. “Un vistazo rápido”, se dice, para negarse a sí mismo y recolocarlo en su lugar, un par de segundos después.

            Justo al dejar el tebeo en su sitio para dirigirse al lugar donde se encuentra su amigo, un breve espacio en el que se dan cita todo tipo de antigüedades audiovisuales, comienza a escucharse por toda la tienda una suave música de tiovivo. Es la típica melodía de carrusel de feria que recuerda a la niñez; un sonido demasiado melancólico para su gusto. Sin embargo ahí está, sonando a media voz bajo las palabras de Antonio, que le explica de qué año es el gramófono apostado en un antiquísimo mueble cubierto de polvo.

            -¿Tú oyes eso, tío?

            -¿La música ambiental? Sí, la escucho desde que entramos. ¿Qué le pasa? Es antigua de narices, le va bien al local –confirma Antonio mientras sigue examinando los distintos objetos de colección.

            -¡No! ¡Es música de carrusel! ¡De caballitos! Me resulta triste.

            -¿De caballitos? Si tú lo dices… ¿Has encontrado algo interesante? Si te parece, ahora podíamos ir a tomar una cerveza mientras nos contamos nuestras vidas, que al venir para acá he visto una tasquita muy aparente. ¿No tienes prisa, verdad, Juanjo?

            -No, está bien. Como quieras. Siempre voy algo acelerado, ya sabes, pero por un rato no va a pasar nada. Hace mucho que no nos vemos, tío.

            Los dos amigos salen de la vieja tienda y se dirigen al lugar elegido por Antonio para tomar una cerveza y unos caracoles, que ya es temporada, pero Juanjo sigue escuchando la repetitiva música de tiovivo. Y aunque se supone relajante, él se está poniendo nervioso.

            -¿Eh, qué me dices ahora? ¿A que te he traído al mejor sitio de toda Triana? El mejor sitio, con la mejor gente, para mi mejor amigo.

            Antonio, sonrisa en ristre, accede a la peculiar tasca de la calle Castilla, y hace ademán con la mano a su amigo para que lo imite, pero no lo consigue: Juanjo permanece inmóvil en la entrada, estaqueado como el enamorado de Cortázar, perdiendo el color por momentos, y pensando que desmayarse no es una opción despreciable… Lo que está viendo es -sencillamente- imposible.

            -¡Venga, Juanjo, que te va a gustar…!

            -Pero esto es absurdo… -susurra girando la voz hacia el oído de su amigo-. ¿Tú ves lo mismo que yo?

            -Sí, claro que lo veo, y por eso te he hecho venir hasta aquí. Cerveza y caracoles los hay por todas partes, pero buen tiempo… buen tiempo solo en este lugar. ¿En serio pensabas que mi llamada era únicamente para visitar una tienda?  Aquello no era más que un cebo bien dispuesto, al que sabía que no te negarías. Lo importante, lo que pretendía mostrarte es esto. Esto eres tú, yo… todo.

            -Joder… ¿Y son ellos de verdad?

            -Ya lo creo. Pero no hagas más preguntas y disfrútalo, Juanjo. Venga, sentémonos junto a las cristaleras, que se está de lujo. Yo vine aquí hace unos días, fui muy feliz, y me acordé rápidamente de ti. Tenía que traerte. Este es tu momento, chaval.

            El local en cuestión es un amplio salón con piso de baldosas hidráulicas, antiguas pero bien conservadas, mesas y sillas de respaldo hueco lacadas en color negro, barra de taberna del siglo XVIII y amplias cristaleras dispuestas por toda la fachada, algo deterioradas por la humedad y los años. Las lámparas, bolas colgantes de color blanco. Sus paredes se muestran pobladas de vetustos y dorados espejos que reflejan lo inverosímil. También coexisten, junto al resto del mobiliario, unos antiguos toneles que hacen de apoyo para quienes gustan de saborear el aperitivo de pie. Sevilla, ya se sabe, es muy dada a la verticalidad parlante. Pero en realidad, nada de esto tiene mayor importancia. Lo importante, lo increíble, lo imposible es verificar quiénes conforman el personal y la clientela del establecimiento. Numerosos rostros conocidos para Juanjo y Antonio se dan cita en este lugar, y el niño de cincuenta años los va descubriendo, señalando y nombrando uno a uno…

            -¡Es que es imposible, tío! Pero vaya, ¡si es que lo estoy viendo yo mismo! Y no estoy soñando –dice mientras se refriega de forma histriónica los ojos-. ¿Verdad que no?

            -No estás soñando, no. ¡Estás flipando! ¿Nos sentamos ya, o qué? –afirma entre risas Antonio mientras echa un brazo sobre los hombros de su alucinado amigo y lo conduce hasta la mesa.

            -¡¿Cómo están usteeeedeeeees?! –saluda Miliki acercándose a la mesa y mostrando su famosa sonrisa a los dos amigos-. ¿Qué desean los señores tomar? Tengo una limonada bien fresquita, recién hecha por mis hermanos… ¿Les parece bien, pequeños ciruelos?

            -¡¡Bien!! –grita Antonio en exclusiva, mientras Juanjo continúa en estado de shock-. ¡Por supuesto! ¡Vengan dos vasos bien fríos de limonada casera! ¡Mucho mejor que una cerveza, dónde va a parar! ¿Verdad, Juanjo? -El camarero vestido de rojo con gorra y nariz de payaso se marcha a por la comanda, y Antonio apoya su mano en la de su colega, aún blanco como el papel. Le preocupa que su amigo no reaccione bien, pero sabe que no se está equivocando. Él quería eso, aunque nunca lo dijera claramente.

            -Tío, esto me supera. Recuerdo haber venido aquí de niño, con mis padres, y todo está prácticamente igual que entonces. Y la música, esa dichosa musiquita que nunca termina… ¿Has visto quiénes están en la barra de palique? Joder, son Félix Rodríguez de la Fuente, Christopher Reeve, Michael Landon y su socio, el de las barbas; el Superagente 86, y ese… ¡ese es un jovencísimo Michael Jackson! ¿Y en las mesas? ¿Te has fijado, Antonio? Al fondo, sentados y tomando limonada, están Gaby y Fofó; al lado, dando buena cuenta de un chocolate con churros, el malvado J.R. junto al capitán Stubing… más allá, en el tonel y ante una bandeja llena de caramelos y piruletas de colores, Gene Wilder y Richard Pryor, muertos de la risa, ¿cómo no?… ¡Dios mío! En el centro…

            -En el centro, amigo mío, están Cantinflas, Paco Martínez Soria y Tip y Coll. Menuda reunión, colega. Le están dando a la gaseosa de naranja y a las galletas. ¡Qué buenos son!

            -Sí que lo eran… ¡o que lo son, leche! Y allí, allí, tras los cómicos… Ay, Antonio -a Juanjo se le quiebra la voz, y bebe un sorbo de la limonada que acaba de acercarles Miliki, su payaso favorito-. Tengo que intentar hablar con ellos, discúlpame un segundo.

            -No hay prisa, Juanjo. Tenemos tiempo. Y del bueno.

            Juanjo no da crédito a lo que sus ojos, abiertos como nunca, le muestran: numerosas personas, todas fallecidas, pertenecientes a su infancia y juventud, se encuentran reunidas en el interior de aquel extraño bar. Pero -aun más importante- allí, donde él indica y se dirige muerto de miedo, hay una mesa en la que toman cerveza y caracoles algunos rostros más que relevantes para él. Son, por increíble que parezca, sus padres y sus tíos. Su preciada tía Flora, muy anciana, sonríe y se levanta a abrazar a su sobrino nada más verlo llegar, y él se siente completamente desbordado… Nunca ha conocido una felicidad tan intensa como la de este momento, pero algo le dice que sigue siendo imposible, por más que sus sentidos le traicionen, enloquezcan y le hagan revivir.

            La suave música de tiovivo permanece en sus oídos, acompañándole durante toda la velada, y al saludar y besar a su madre se acentúa de forma mayúscula, como lo hacen su corazón, su sistema nervioso, y su presión arterial. Las sienes le palpitan, las mejillas se le vuelven granas, el nudo de la garganta le rompe por dentro, y las lágrimas aceleran el paso por su repentina cara de niño. Su padre le sonríe, le guiña un ojo, y lo abraza. Todos en la mesa le dedican su más tierna sonrisa y lo saludan con afecto, pero a los pocos segundos siguen a lo suyo, charlando entre ellos, apurando sus cañas, y sin dar ya protagonismo al visitante. La melodía se termina.

            El buen tiempo se acaba.

            Misterio ha vuelto a hacerlo. Ha vuelto a mostrarle un trampantojo mágico a alguien que lo deseaba con todo su corazón, a un alma blanca, noble, que aún se recuerda como aquel niño que jugaba persiguiendo saltamontes, y que echa de menos tanto, y a tantos.

            -¡¡Juanjo!! -grita Antonio a su amigo, serio y estático frente a la pila de cómics-. ¡Ven a ver la gabardina de Colombo, hombre! Ya te debes de haber aprendido ese tebeo, colega… Y espabila, que cierran. Por cierto, ¿cuál es? ¿“La locura de Misterio”? Ya ojeé esa novela en casa de tus padres, hace ni se sabe. Era buena, ¿eh?

            -Magia, tío. Es magia…

 

AMOR EN LA ARENA (Brevería).

 

AMOR EN LA ARENA

 

            Decir una barbaridad y pretender suavizarla con una explicación, es lo mismo que clavar una estocada e intentar curarla a base de tiritas… En ambos casos es inútil: la muerte ya existe.

            Le ocurrió -y esto lo sé gracias a una histérica llamada telefónica- a mi amiga Helga, cuando pretendió celebrar el polémico día de los enamorados, aquel maldito 14 de febrero de hace no pocos años. De acuerdo que llevaban casados veinte anualidades… Conforme con la infame cursilería de la fecha… Admisión, incluso, a lo extemporáneo del festejo… Aun así, con todo y con eso, a la inminente mujer menguante se le ocurrió dicha propuesta celebratoria en pleno almuerzo familiar, arguyendo un dato comparativo que hizo que el tiro conyugal le saliera por la culata, y fuera a dar en el centro de su corazón:

            -Me resulta muy triste que algunas parejas que llevan tiempo juntas, y aparentemente felices, digan que ya no están enamoradas. Que digan que hay cariño… ¡Qué suerte que eso a nosotros no nos pasa! ¿Verdad, nene? –o algo así soltó Helga al tiempo que aproximaba el cesto del pan.

            -Es lo normal –dijo “el nene de Los Palacios” descubriendo el estoque y sorbiendo, previsor, un trago de vino.

            -¿Cómo normal? ¡¿Tú no estás enamorado?! –exclamó y preguntó una enloquecida Helga con la culata abierta de par en par.

            -¡¡Pues no…!!

 

            El silencio, la perplejidad y el sentenciado corte de digestión transitaban por la absurda ingenuidad de mi amiga exvalentina, mientras “el nene de Los Palacios” se deshacía en impedidas explicaciones que desnudaban acusaciones más que manifiestas. Daba igual cuanto hablara y así -me informan- seguiría dando siempre: algo ya había perecido en aquella mesa llena de platos a medio comer y a punto de lanzar. Hora de la muerte: un plátano y un kiwi en punto. Ella tragó saliva, él se quiso tragar la nuez, y los ojipláticos hijos tragaron -como de costumbre- con la sobrestimada sinceridad de sus padres.

            Me preguntaba, acongojada, mi Helga qué debería haber hecho ante aquella suerte de situación, así que le dije lo que toda buena amiga diría: pasa y actúa como si nada. Compadécete del plátano muerto, salva el kiwi, y duérmete una siesta, que mañana será otro día, dos décadas no son nada, y aún queda mucha hipoteca -en la arena- que brindar…

         Olé.