ENAMORARSE (Brevería).

Prenderse en el fuego de los quince, la frescura de los veinte, la templanza de los treinta… y mantenerlo al punto por siempre. Enamorarse, también, con la sorpresa de la madurez y el agradecimiento de la edad adulta; vivir con el deseo entregado a la voluntad del otro desde el inicio, o con el replanteo, tal vez, de una suerte establecida y la predisposición de una rutina mejor.

Ensimismarse en esos ojos que ya son tuyos, y por los que ves aún con mayor claridad; desear -como don Félix- que su cielo quepa en el espacio de tu infierno, y que su sonrisa provoque tu desmayo con tanta certidumbre como tu resurrección. Enamorarse es vivir. Y morir…

Porque sabes que la miras y mueres -dice don Mario- y peor que mueres si no la miras. Porque has decidido quitarle coraza al corazón y ofrecerle una tibia oportunidad; un empréstito que le permita sentir tan adolescente como eso sea posible. Y sabes que no lo es, pero se te olvida. Con ella, con él, se te olvida hasta tu nombre, cómo no tu sino y el gris. Solo tu amor permanece, e insiste ante la terquedad de la verdad más dulce.

Enamorarse con el nublado eterno del sol -don Gustavo Adolfo- y pensar que toda desgracia sucederá, sin duda, antes de que llegue el fin de la pasión, absurda muerte incluida. Se ama -te dices- con el alma, y esta es imperecedera como los sueños, como las ilusiones, como los recuerdos, y como lo fue ese rayo que te dejó estaqueado en mitad del patio -¡ay, don Julio!- y te meció al compás de un sentimiento tan cierto como increíble.

Tener la boca amarga -don Antonio- sin haber mordido, y aún más amarga tras su muerdo.

Esto es todo, llegó el amor, no es hora de pensar.

 

Esa diva no soy yo.

¿Todas somos divas…? ¡¡No, hija, no!!

Una diva, según la R.A.E. es: artista del mundo del espectáculo, espec. de cantante de ópera: Que goza de mucha fama. Frec. despect., referido a persona engreída. Teniendo en cuenta esto (y no la letra inverosímil de la cancioncita que se me pegó como chicle), a nuestra representante en Eurovisión no se le puede negar el adjetivo, pues concuerda con todo lo que ella misma se dice que es. Quien haya visto su rueda de prensa sabrá a qué me refiero, y es tontería repetirlo en esta humildísima página… 

Esto me recuerda a mí (tengo tantos años que cualquier cosa que pase me la puedo aplicar en pasado), porque hace ya un tiempo, en mi anterior etapa como juntaletras, alguien cercano me echó un rapapolvo sobre mi primera presentación literaria (La Flor contada), describiéndome como «esa señora que está detrás de una mesa, altiva, dándoselas de nosequé, cuando yo me he leído el libro y ni fu ni fa…» La opinión recibida fue extensa, cruel y despiadada, además de no pedida por mí, pero puede que algo de razón (en el fondo, que no en la forma) llevara. Me explico: quienes creamos algo, sea lo que sea, y la escritura no es cosa baladí en cuanto a criaturas paridas, nos solemos tomar muy en serio a nosotros mismos. Nos creemos «alguien», y esperamos que el resto nos escuche, nos vea, nos lea, nos premie, y nos compre. Hacemos un gran esfuerzo, y empleamos mucho tiempo (escribir un libro lleva una media de dos años, más las correcciones finales, la promoción, la búsqueda de editorial, los rechazos, las indiferencias, etc.) en el embarazo, observando no pocas veces que damos a luz en solitario, o -en el peor y más común de los casos- que parimos un absoluto fracaso. Tiempo, confianza, autoestima y trabajo perdidos.

Con cierta amargura me desligué de todo el mundillo literario, pues no era capaz de olvidar aquellas palabras («tu libro es invendible»), aquel último desastre editorial, el impago de mi último año de contrato, y la apuesta por una afición (solo yo lo veía como un empleo) que daba muchas más penas que glorias. Yo transmitía una imagen -según el opinante- de soberbia y arrogancia, y debía ser más humilde, pedir menos y regalar más…

Ahora, en esta segunda etapa, con un libro gratuito (¿a quién se le pide que regale sus criaturas?), y otro a punto de salir a la venta, las cosas se ven de otra manera: ya sé que no seré una escritora popular, ya mis aspiraciones no son ganarme la vida con las letras, ya he bajado mucho las expectativas y los peldaños, y ya -como dije comparando unas fotos- me río más. De mí y de todo. De la diva que parecía ser, y de las opiniones a cuchillo de la gente. Eso es lo que le ha faltado a la diosa Melody: tomarse algo menos en serio, reírse un poco más de sí misma (un puesto 24 es de chiste), sacar punta a un festival que es puro cachondeo, y bromear sobre lo injusta que es la vida, que no da ni para pelucas… Cuesta, ya lo creo que cuesta, pero es lo que realmente desarma al enemigo: tu madurez y tu confianza en ti misma/o. Eso sí: no me valen los «dientes-dientes», porque ahí no hay crecimiento personal alguno. Hay que hacer de tripas corazón, sonreír de verdad, con honestidad, reconocer el error, ejercer la autocrítica con humildad, y bajar un poco la barbilla… aunque el gesto señale las arrugas de un cuello que ya nadie podrá cortar. 

Esa diva que todos vimos, tan subida, tan sublime, tan perfecta, tan engreída, tan yo mi me conmigo, y tan wow… esa diva no soy yo, y me conformo con que quieras volver a esta página, pasar un ratillo entretenido de lectura, dejarme algún comentario si te apetece, y poco más. Cualquier idea que tengas sobre lo que te gustaría ver o leer por aquí, será tenida en cuenta, no lo dudes. Cualquier opinión también será leída -ahora ya sí- con una sonrisa.

Un abrazo desde el suelo.

Llega «DEMENTALES».

 

(Todos los derechos reservados)

Por fin llega «DEMENTALES», la novela de ciencia-ficción que tanto ha esperado para ver la luz. Para verte a ti, y que tú la leas. No te imaginas la ilusión y las ganas que hay detrás de ella. Los nervios. La ansiedad por si gusta o no. El trabajo…

Por fin hoy te presento mi libro mayor, el que más páginas lleva (348), el único que ahora mismo venderé en papel, y el más loco en todos los sentidos; es ciencia-ficción situada en Sevilla, pero con personajes muy variopintos. Dicen que para que un libro enganche sus protagonistas deben sufrir, deben luchar, y deben tener muchos problemas… Si eso es así, este no podrás dejarlo una vez que empieces (tenlo en cuenta), y no te fíes de nada ni de nadie, que esto no es lo que parece. Esto es «DEMENTALES», y aquí va a pasar lo mejor y lo peor. ¿Giros? Te vas a marear… ¿El final? Inesperado y con mi ruego de que no lo cuentes. Salvando distancias: ¿qué sería de «El sexto sentido» si supiéramos cómo termina? No desvelemos la última broma, que es buenísima (yo qué te voy a decir…).

Lo tienes para reserva -sin compromiso- inaugurando la Tienda y JUSTO AQUÍ: tú dejas el correo electrónico al que quieres que te avisemos cuando esté disponible, y ya entonces decides si finalmente lo adquieres o no. A nosotros esto nos será muy útil como idea orientativa. Insisto: la reserva no implica ninguna obligación de compra.

Por último te dejo la sinopsis del libro, muy breve porque es complicado contar más. Ni siquiera hemos podido extraer una frase inicial para la cubierta, con eso lo digo todo. ¡Ah! Y mil gracias por haber estado, por seguir estando y por tu interés en mis letras y libros. ¡Ojalá te guste muchísimo, y puedas recomendarlo!

«23 de diciembre de 2025. Aeropuerto Internacional de Los Ángeles. Un vuelo nocturno con destino Sevilla aguarda a una joven pareja española, que regresa a su país para celebrar la Navidad en familia.

En tanto la alegría de un nuevo amor y la ilusión del próximo reencuentro se festejan en el cielo, diez mil metros más abajo la tierra se paraliza. ¿Qué ha pasado mientras el IB7990 sobrevolaba el Atlántico? ¿Por qué? ¿Para qué…? Héctor Doria y Dana Soler serán los encargados de resolver el enigma y de revertir –si ello es posible- tan insólita situación».

 

(Mi agradecimiento, incluido en el libro, a los pilotos de aviación Miguel Sánchez-Barbudo, y Juan Carlos Mayordomo; sin ellos el capítulo 11 no se habría podido escribir).

 

P.D.: El precio lleva los impuestos incluidos y el envío gratuito a la Península. Otros destinos, según Condiciones de Uso).

 

EL MEJOR.

           EL MEJOR

           Las siete de la mañana y una idea fresca y apetecible con la que abrirme al día: planear la fiesta por el cuarenta aniversario de mi marido. Tengo tiempo, ganas, ilusión, algo de dinero y deseos de agradar. Desconozco sus apetencias al respecto, de modo que primero tantearé el terreno y decidiré, después, en consecuencia. ¿Una celebración por todo lo alto con los de siempre, más amigos, conocidos y saludados? ¿Una reunión acogedora y familiar? ¿Una cena privada? Lo dicho: a mediodía le someteré a un interrogatorio tan sutil, que no sabrá si vengo, voy o ya me he ido…

            -Hola, Sergio: ¿cómo venimos hoy de apetito? Me he llevado buena parte de la mañana en la cocina, pero ¡qué caray! un día es un día… Y dos, y tres, y cuatro, y dieciséis años…

            -Pues no creas que traigo mucha hambre. A última hora se han presentado los dueños de la empresa de la que te hablé, esa que pretende asociarse con nosotros, y hemos estado picoteando en la abacería de la calle Gamazo. Por cierto, tengo que llevarte un día: los quesos fundidos son de agradecimiento eterno.

            -¡Vaya! Tú siempre socializando por doquier. Cualquier excusa basta para un copeo y un codeo, ¿eh, tunante? Qué te gusta lo que te gusta…

            -A mis casi cuarenta es lo suyo, mujer. Pero donde esté una cenita con una chica guapa como tú, para alegrarme la vista y las pajaritas, que se quiten Cosme, Vicente, mi familia, la tuya, y el sursuncorda. ¡Hum…! ¡Esto está de muerte!

            -Me alegro de que te guste el guiso de papas. Lo hice siguiendo la receta de tu madre, con mucha pimienta negra molida y algo de pimentón dulce.

            -Pues que no se entere ella, pero tú la has mejorado -afirma mojando un trozo tras otro de pan como si no hubiera un mañana-. ¿Has añadido alguna especia nueva?

            -Lleva algo de tomillo en polvo. Sí que está bueno esto, Sergio -corroboro mientras acerco con el tenedor otro trozo de ternera a los labios-. Entonces dices que una cenita, una mujer guapa… ¿qué más te apetece?

            Todo lo que a continuación pueda decir mi marido ya es irrelevante: su cumpleaños se encuentra a plena cocción, y aun sin saberlo, él es su “chef” y mi imaginación su pinche. Le gusta mi comida y le gusto -todavía- yo, pero todo eso ya lo tiene a diario… Hay que pensar en algo más. Algo más ¿picante?

            -Pues sí, Paula -concluye satisfecho mientras deja la servilleta en la mesa-: hoy te has superado. Sueles cocinar muy bien, pero cuando te esmeras… Por cierto, tendríamos que invitar en breve a Fernando y a su mujer; ya sabes, les debemos algunas copas. ¿Te parece bien?

            -¿Eh…? ¡Ah, sí! Como quieras. Luego llamo a Elisa y hablamos. Perdona, es que tengo la cabeza más para allá que para acá. Cosas mías.

            La gastrodeuda con el matrimonio Sánchez también se muestra irrelevante. Mi mente trabaja al 100 % en la que habrá de ser la mejor fiesta de cumpleaños de Sergio del Solar, y así, tras recoger la mesa, me acomodo en el sofá y finjo interesarme en el nuevo catálogo de la firma sueca por excelencia. Me llaman la atención el armario Godmorgon y eso de que las albóndigas sean vegetarianas (ya me jodieron la leyenda), pero en realidad estoy en lo que estoy…

            Quince días después, el aniversario de Sergio llega junto al primer día de otoño real del año, lo cual me incomoda en cierta forma, pero a pesar de la nueva rasca, todo transcurre según el plan previsto: el cava sumergido en hielo, los selectos aperitivos preparados y en su sitio, el ambiente colmado de velas, una música ad hoc, y yo, más obvia que nunca, esperando que el homenajeado haga su triunfal entrada por la puerta. Creo escuchar el tintineo de unas llaves… ¡Atención!

            -¿Paula…? ¡Adivina a quiénes te traigo!

            Mientras giro la cabeza y escupo un tomatito cherry, observo a punto de parraque cómo Fernando, Elisa, y el despistado de mi marido hacen acto de presencia en el ambientado salón, y descubren estupefactos a una mujer -yo- tendida desnuda sobre la mesa ovalada del comedor, cubierta en sus más sugerentes puntos a base de elaborados y diminutos entrantes… Un “venimos otro día” y un “la madre que la parió” por parte de nuestros no sé si todavía amigos, se suceden en la escena, que abandonan de inmediato. El cuarentón y yo nos miramos sin pestañear. El momento es el que es, y los piscolabis deconstruidos sobre mis pechos se deslizan, competitivos, hacia el ombligo relleno. Mi conmoción es tal que ni moverme puedo. Sergio, caballeroso, da el primer paso.

            -Lo siento mucho, Paula, debí avisarte pero es que tampoco recordaba qué día era… En fin: que digo yo que ya que se han ido y ya que estás… ya que estamos… ya que estoy…

            Con todo, el más feliz y exquisito aniversario de la vida de Sergio del Solar. El mejor.

 

(Relato finalista en el Certamen Literario Gastrobaris Magazine). 

VIDAS ENCONTRADAS. VIDAS SEPARADAS.

VIDAS ENCONTRADAS. VIDAS SEPARADAS.

 

    Hoy  tocaría  aniversario. Aquel encuentro fortuito de un pasado mes de diciembre, en plena calle abarrotada y festiva, la había llevado a la situación presente: Salomé veía al fantasma de su amor secreto por donde quiera que iba…

    Compartiendo un café bien cargado de química, se habían mirado a los ojos como si de pronto pudiesen ver, cada uno en los del otro, su infancia inacabable. La tierra prometida. ¿Cómo habría de continuar la historia…?

  Salomé se lo estuvo preguntando durante todo el año siguiente. Hoy no, mañana sí, pasado tal vez… Doce meses de correos electrónicos, mensajes de móvil, llamadas inquietantes, toques de adrenalina… Dudas y más dudas. Insomnio, propuestas, proposiciones, coqueteos, necesidades. La ansiedad de sentirle se volvía violenta y acuciante, pero estaba tan bien aleccionada… Sería no.

    Raúl, discreto, se retiró con elegancia, aunque aún contactaba con su alma gemela para felicitarle el cumpleaños, preguntarle por su familia y desearle feliz año nuevo. En eso había quedado el paraíso. En nada. El grillo de su conciencia alardeaba de ello, mientras abandonaba a su dueña a la más triste de las existencias. Ningún insecticida habría podido acabar con él, sin intoxicarla a ella a un tiempo. La salud es lo primero, se decía como consuelo…

    Y hoy habrían cumplido cinco años de felicidad: se trataba del 22 de diciembre, día de la Lotería de Navidad… ¡Qué burlón resultaba, a veces, el destino! Salomé había obtenido el primer premio y lo había tirado a la papelera. Destierro para él, muerte en vida para ella.

    Contemplando un sol radiante, decidió rehacer el camino: si su destino era ése, debía gozar de una segunda, ¿tercera? oportunidad. Esta vez sería sí. ¡Y al diablo con todo!

    Una calle plagada de hostales, de tiendas de recuerdos, mantones, cafeterías… Se detuvo a las puertas de aquélla donde habían viajado en el tiempo, hasta que un anacrónico camarero la devolvió a la realidad.

    –Puede sentarse si lo desea, señora. ¿Qué le traigo?

   Salomé no dijo nada. Una repentina bajada de tensión fue la causante, finalmente, de su ingreso en el hospital más cercano. Parecía más grave de lo que resultó ser… como lo era todo, a la postre.

    Al lado de la cama, esperando unas pruebas rutinarias, su marido le apretaba fuerte la mano. Ella lo miró y lo advirtió borroso. Mareada y confusa, pero contenta, volvió a ver a quien no debía.

    -¡¿Raúl…?!

    Y su marido, cuyo nombre empezaba por jota de jodido, comprendió resignado lo que había estado evitando ver, y asintió. Merecía la pena observar, aun cuando fuese por última vez, la maravillosa sonrisa de felicidad de la mujer de su vida.

 

Foto para el relato: Ricardo Acosta.

«CONTARÉ HASTA DIEZ». Contaré hasta diez (capítulo final).

CONTARÉ HASTA DIEZ

 

           La eficaz inspectora Amanda Pellicer no tiene, definitivamente, un buen día. Esta mañana se ha levantado tarde de la cama, gracias a un enganche nocturno y alevoso con una serie británica sobre la doctora Foster (sospechosa paranoica de la infidelidad de su marido); luego ha tenido que recoger sus tostadas recién untadas del suelo, y conformarse con un café bebido al que olvidó echar el azúcar, para poco después verse obligada a cambiar la rueda pinchada de su Skoda CitiGo… Una vez situada en su despacho de la céntrica comisaría de Mairena donde ejerce su labor, los casos de pequeños hurtos y denuncias por malos tratos se han multiplicado, y el volumen de trabajo existente le ha impedido ingerir más que un bocadillo de queso y un té helado en toda la jornada;  para colmo, siente pinchazos en las sienes y el estómago, probablemente de puro estrés acumulado, y ya pasadas las once de la noche no desea otra cosa que regresar a su casa, e intentar desconectar de su propia vida. Aún ignora Pellicer la sorpresa que este maldito viernes, casualmente trece, tiene preparada para ella…

           -Señora –dice el oficial al abrir la puerta del despacho de Amanda-, ¿permite un segundo? Estoy tomando declaración a una mujer que afirma que su marido y otras tres parejas amigas han desaparecido esta noche, en una finca vecina. Parece ebria y desorientada. Tal vez quiera usted hacerse cargo.

           -Tal vez, Gallardo. Pensaba irme ya, la cabeza me está matando, pero veo que es imposible. Hoy está siendo un viernes 13 de libro –afirma levantándose de su asiento-. Lléveme con ella.

           La inspectora y el oficial toman declaración a dúo, intercalando las preguntas, a una muy bebida Melania Gálvez, vecina de la localidad. Esta se reafirma en su discurso inicial, en el que relata haber perdido a su marido, Cristóbal, y a sus seis amigos, durante el juego propuesto por Circe Rodas en su casa. Informa, de igual modo, a los agentes de que es posible que ella se salvara al esconderse fuera de la propiedad de la anfitriona. Justo tras sus muros  -añade- se mantuvo a la espera de que todo finalizara, pero al pasar un tiempo prudencial sin noticias de su marido y  amigos, decidió entrar de nuevo y llamar al grupo. Nadie respondió. Tampoco Circe, la dueña de la casa, hasta ese momento también amiga, y a la que considera responsable de lo sucedido. Está convencida de que permanece en su interior, aunque ignore sus llamadas, pero no sabe explicar el porqué de esa intuición.

           Amanda se rasca la cabeza, acerca una silla contigua, toma asiento junto al agente que aporrea el teclado de su ordenador, y medita lo escuchado durante unos instantes. Es obvio que la declarante está bebida o drogada, confusa al extremo, y -también- que lleva el temor incrustado en los ojos. Le ofrece un poco de agua o un café, y le explica que no debe preocuparse, que lo más probable es que la anfitriona, su marido y sus amigos le estén gastando una broma de mal gusto, intoxicados como ella, y que seguro que todo terminará aclarándose. Le pregunta por sus nombres y apellidos. De cualquier modo -piensa mientras se lleva su mano derecha a la frente-, no estará de más hacer una visita de cortesía a la dueña de la finca. Lo hará de camino a su casa, situada en la misma dirección. Ahora le pide a la señora Gálvez que detalle su visita al hogar de la señora Rodas, y le explique el inicio del juego por el cual ella cree que han desaparecido su marido y sus amigos. Esta, aguantando las lágrimas y trastabillando las palabras, comienza su relato desde mucho antes:

           -Intentaré recordar… Circe, la bellísima y enigmática Circe, y su marido Luis eran amigos nuestros, de todos, aunque él lo era más… ya sabe: nos caía mejor. Él era más natural, más divertido, más afable y servicial. Y un poquito mujeriego… Ella, originaria de Grecia y mal adaptada a nuestro país, siempre fue correcta, pero algo seria y engreída. Su marido la tenía por una Diosa, una hechicera, decía que su nombre la representaba bien, ¿sabe usted? Hace poco el pobre hombre murió, de repente, y su mujer no nos dijo nada en absoluto, ni siquiera nos avisó para asistir a su funeral. Nos enteramos después… no recuerdo cómo. En el grupo pensamos que, dadas las circunstancias, ya no la veríamos más, y que su disimulo ante nosotros había terminado. Sin embargo, para nuestra sorpresa, hace una semana nos telefoneó para invitarnos a cenar a su casa. A su mansión, vaya, porque es enorme aquello… ¿por dónde iba? Sí, perdone… que nos esperaba hoy, viernes 13, a las ocho, para recordar a su difunto esposo y rendirle homenaje. Que estaría bien charlar sobre los viejos tiempos, dijo. Que nos quedaría muy agradecida. Que se lo debíamos…

           -¿Que se lo debían? -interroga Amanda mientras el oficial no deja de teclear- ¿Me explica eso, señora Gálvez?

           -Supongo que ella lo consideraba así porque en un momento dado encubrimos los deslices de Luis, que aun loco por ella, no se resistía ante la belleza femenina; le mentimos, tuvimos que hacerlo, y ella se enteró. A pesar de esa tensión que desde entonces quedó entre nosotros, teníamos curiosidad por ver adónde nos conducía tan repentina amabilidad. ¿Le he dicho que solo nos gustaba su marido y que ella era un poco bruja? Sí, creo que sí, disculpe… Bueno, pues el caso es que nos presentamos todos en su casa, Villa Circe se llama el casoplón… ¿¿El aseo??

           -Acompáñela, oficial, hágame el favor…

           Melania Gálvez se levanta ayudada por el agente, y ambos se dirigen a los servicios de la comisaría. No es algo que allí sorprenda; lo más habitual es que lo ingerido salga antes incluso de pedir el D.N.I. a los declarantes. Una vez aliviada y con el estómago limpio, la testigo continúa su perorata, ahora mucho menos confusa. Amanda se alegra y visualiza por un momento su cama. Ya queda menos.

           -Lo siento mucho, inspectora. Tomamos unas copas en la cena… pero ya estoy bien. ¿Qué fue lo último que dije?

           -“El caso es que nos presentamos todos en su casa, Villa Circe se llama el casoplón…” -apuntan Gallardo y Pellicer casi al unísono, releyendo la pantalla del ordenador.

           -¡Ah, sí! Pues allí estábamos todos a las ocho, puntuales y curiosos, bien vestidos, como siempre había que ir a esa casa, y deseando descubrir el porqué de la invitación. Yo creo intuirlo, después de lo que ha pasado. Creo que nos tendió una trampa.

           -Cuénteme, sobre todo, -insiste Amanda- cuál era la actitud de la señora Rodas durante la cena. ¿Qué decía? ¿Qué hacía? ¿Por qué cree usted que su invitación era una farsa?

           -Porque recientemente, como en ocasiones anteriores, nosotros habíamos tapado a su marido cuando él la estaba engañando con dos mujeres a la vez… Eso fue poco antes de morir Luis. Ella debió averiguarlo, no sé cómo, y nos ha castigado así. Borrándonos del mapa. Yo me salvé al estar bien escondida. Nos dio una oportunidad, y la aproveché. Circe es mala, una bruja como le digo… pero tiene palabra.

           -Explíquese.

           -Nos recibió junto a tres gatos (un macho y dos hembras, nos aclaró) que ronroneaban a su alrededor, y que siempre estuvieron cerca de nosotros. No eran nada ariscos los animalitos. En esa casa nunca hubo mascotas porque a Luis no le gustaban, pero supongo que tras su muerte, ella se sintió muy sola y… Después de cenar y tomarnos más de un gin-tonic, se levantó de la impresionante mesa dispuesta y propuso un pasatiempo. Nos ofreció jugar al escondite, con la única condición de ser ella la que contara, a ciegas, hasta diez. Luego nos buscaría. Recuerdo su frase, tan extraña, a la perfección.

           -Sigo sin entender. ¿Qué frase era esa?

           -Pues dijo en voz bien alta: “¡Contaré hasta diez, y recordad: os podéis esconder donde queráis, pero si os encuentro, yo gano. Si no, ganáis vosotros!”

           -Eso es lo típico del juego del escondite. ¿Dónde ve usted lo extraño?

           -Nunca dijo qué ganaríamos, ni ella, ni nosotros. No era una mujer que jugara por jugar. Eso no le divertía: debía tener un propósito, un premio. Y nosotros olvidamos preguntar antes de acceder a sus deseos, pero estábamos tan borrachos… Ahora sé lo que perdieron mi marido y mis amigos, se cobró Circe, y gané yo: ¡la vida!

           -Bueno, bueno… No debe sacar conclusiones precipitadas: aún no sabemos dónde están todos, pero estoy segura de que, tarde o temprano, aparecerán. En la Policía no nos basamos en trucos de magia, señora Gálvez, y un grupo tan numeroso no se esfuma sin más, ¿no le parece? Ahora, cuando termine su declaración, me acompañará a la casa de esa tal Circe Rodas y hablaremos con su propietaria, que según ha mencionado, usted sitúa en el interior de la finca. Todo se arreglará, no se preocupe. Y deje de llorar, mujer…

           Melania Gálvez, ahora más fresca y consciente de lo sucedido, no encuentra consuelo a su situación: su marido, Cristóbal, y sus seis mejores amigos están desaparecidos, y ella parece una desquiciada contando a la policía una absurda película de miedo. Por fortuna ha dado con una inspectora sensible que la llevará a la casa donde vio por última vez a su esposo, y a los otros tres matrimonios. Al menos tiene una posibilidad. Tienen una posibilidad.

           -Para concluir su declaración, y antes de que se la lea, imprima y me firme, dígame qué hizo tras comprobar que usted era la única persona que, de forma probada, permanecía en la finca. Cuénteme también por qué se separó de los demás, señora Gálvez.

           -Estuve esperando un buen rato, escondida a unos cien metros de los muros de piedra de la casa, tras unos árboles con unas raíces gigantescas, pensando en ser la ganadora de aquel estúpido juego. El alcohol me vuelve eufórica y arriesgada, aunque en este caso, apartarme del grupo se convirtiera en un perfecto acto de prudencia… Si salí de la casa y me separé de los demás, incluido Cris, fue por pura competitividad. Decidí que cuanto más lejos estuviera de Circe, menos posibilidad tendría de encontrarme, y ella nos había advertido de que podíamos escondernos donde quisiéramos. Ahora entiendo que era la única ventaja que ofrecía, y que -incluso de forma inconsciente- yo capté. No, señora, ella tampoco estaba en los jardines cuando entré, aburrida de esperar. Estaban sus tres gatos, tan mimosos… Allí fuera no había nadie, inspectora. Le repito que no sé por qué, pero estoy segura de que se encontraba dentro de la casa. Sola. Usted no conoce a esa mujer…

           Apuntando ya la medianoche de aquel viernes 13, la inspectora de policía, Amanda Pellicer, y la testigo de una desaparición grupal, Melania Gálvez, se trasladan en el coche de la primera hasta Villa Circe. La gran cancela de hierro previa al camino de piedra que conduce hasta la casa se encuentra, ahora, cerrada por dentro, lo que da fe del testimonio último de la declarante, y el vídeo-portero para avisar a su propietaria no parece operativo. Las dos mujeres hacen un poco de ruido, tratando de contactar con quien pudiera hallarse en su interior, pero el resultado es infructuoso, como ya vaticinara la mujer del presuntamente malogrado Cristóbal.

           Pellicer no sabe qué demonios pensar de todo esto. Igual la mujer que tiene a su lado se está inventando toda la historia como parte del juego que sí están jugando, y que ha planeado con su dichosa pandilla de amigos. O igual ellos la han dejado plantada con esa misma excusa, averigua por qué razón. El caso es que ella ya no puede más con el martilleo de su cabeza, se ha hecho muy tarde, y necesita descansar para concluir con un mínimo de acierto. Entrega su tarjeta y emplaza a la testigo para el día siguiente, en que reanudará –si la alerta de la desaparición sigue activa- la búsqueda de Circe Rodas y de los siete vecinos de Mairena. Pero una vez en el interior del vehículo, mientras se colocan los cinturones de seguridad, y bien dispuestas ambas a marcharse de allí, Melania Gálvez, horrorizada, desencajada, señala con el dedo índice de su brazo derecho la entrada de la finca, llamando la atención de la inspectora sobre los nuevos ocupantes del portón exterior.

           -¡¡Mire, por Dios Santo, mire eso!!

           Una decena de gatos apostados a lo largo de toda la verja de hierro maúllan lastimeros, mientras observan cómo un coche arranca el motor y enciende sus luces. Miran expectantes la escena en la que dos mujeres hacen números y atan imposibles cabos, que no pueden sino desdeñar. Y ya se encuentran fuera de su alcance cuando estos felinos se vuelven cabizbajos hacia el interior, y solo uno permanece asomado entre las rejas, aguardando su regreso y susurrando: “Mel…”

«CONTARÉ HASTA DIEZ». Trampantojo.

TRAMPANTOJO

           Trampantojo: trampa o ilusión con que se engaña a alguien haciéndole ver lo que no es. (R.A.E.)

               Cuando yo era un chaval, hace ya bastante, solía leer a mediodía durante los fines de semana, y luego también por las tardes tras aquellas agotadoras jornadas lectivas, con la luz del sol entrando enérgica por la ventana, ante cuyos cristales yo siempre prefería situarme. La claridad del día iluminaba y realzaba de forma mágica las hojas de mis cómics en blanco y negro. Las viñetas, tristes y apagadas en apariencia, cobraban una inusitada vida ante mí, y así se inundaban de alegría, de acción, de sentimientos, y de los colores más brillantes e intensos que mis ojos podían soportar.

            Mi colección era envidiada por mis amigos, que subían a casa para echar un vistazo de vez en cuando. Los tebeos ocupaban al completo la estantería reservada para ellos, en el muy barroco mueble del salón. Sabía que debía completar mis recopilaciones y no era una tarea fácil. Los ejemplares que en realidad me cautivaban pertenecían a otras épocas, y ya no era posible encontrarlos en tiendas o librerías. Mis epopeyas para conseguir tan preciados tesoros formaban parte de mi entonces joven existencia, de ahí que cuando llegaba a mis manos una de esas joyas, disfrutaba como si del mejor de los sueños se tratase. Sin prestar atención a los créditos (nunca me interesó quién dibujaba, de quién era el guión o quién entintaba), me deleitaba contemplando la portada (la única página a color), la estética de las letras que llevaban el nombre del héroe, la escena representada, los contrastes… y después me sumergía en cada hoja del cómic, una por una y viñeta por viñeta, leyendo hasta el último punto sin excepción; vivía cada momento de una sentada, sin interrupciones, sin observar la más mínima distracción. El mundo a mi alrededor se paralizaba, y me sentía envuelto por una trama que absorbía mi propia realidad.

            Ahora, a mis cincuenta, ando nervioso rondando el 95 de la sevillana calle Castilla, ilusionado como cuando era un chaval, a la espera de reencontrarme con mi viejo amigo Antonio y entrar con él en la tienda de cómics. Situado en el corazón del barrio de Triana y en el mío propio, este pequeño local cargado de historia e historietas ha sido testigo de muchas de mis búsquedas, y de muchos de mis últimos afanes por conseguir este o aquel número concreto, y así completar esa colección que tantos celos despertaba en el grupo, y que tuvo sus inicios en otras dos tiendas: las de las calles Feria y Adriano, también en Sevilla. Hacía muchos años que no venía por aquí (el trabajo, los compromisos, la procrastinación…), pero una llamada inesperada, la de mi amigo de vida e infancia, me ha devuelto a la niñez de un salto. Y aquí estoy, paseando una calle trianera sin poder esperar para entrar y empezar la consabida cantinela del “sílo-nolo”. Quienes lo probaron, sabrán a qué me refiero.

            Mientras espero a mi siempre impuntual compañero de aventuras, recuerdo un cómic en particular que me impactó sobre algunos otros, y que se titulaba “La locura de Misterio”. A lo largo de los años he releído casi todos mis tebeos, pero este, en concreto, no. Es tan buena su memoria, tan fantástica, que me asusta leerlo de nuevo con ojos mayores, desencantados, y romper toda la ilusión encarnada por aquel personaje de un villano ilusionista. De aquel mago… En realidad, no sé qué pretendo encontrar hoy en la tienda. Tal vez mi juventud…

            Poco después de las siete de la tarde, Antonio y Juanjo acceden a “Coleccionismo don Cecilio”, y se sumergen con tanta rapidez como entusiasmo entre sus cómics, todos de segunda mano. Repasan las distintas colecciones, ordenadas por orden alfabético, hasta encontrar lo que no saben que buscan. Antonio, algo menos aficionado a la obra de Stan Lee que su amigo, se aleja unos metros y se queda perplejo ante una vitrina que afirma contener la gabardina del carismático teniente Colombo, mientras Juanjo prosigue su exploración manual, entre algunos “sílo-nolo” repetidos entre susurros. Hay cierto aroma a ayer en el ambiente. Aroma a nostalgia.

            De pronto, ocurre lo menos esperado: el chaval de cincuenta años que separa de forma instintiva un ejemplar de otro, ha encontrado “La locura de Misterio”, aquel tebeo que nunca fue capaz de volver a leer. Lo tiene entre sus manos, que tiemblan, indecisas, y siente que no podrá resistirse a abrirlo durante mucho tiempo más. La emoción se apodera de él, y ya nota escalofríos de puro deseo. “Un vistazo rápido”, se dice, para negarse a sí mismo y recolocarlo en su lugar, un par de segundos después.

            Justo al dejar el tebeo en su sitio para dirigirse al lugar donde se encuentra su amigo, un breve espacio en el que se dan cita todo tipo de antigüedades audiovisuales, comienza a escucharse por toda la tienda una suave música de tiovivo. Es la típica melodía de carrusel de feria que recuerda a la niñez; un sonido demasiado melancólico para su gusto. Sin embargo ahí está, sonando a media voz bajo las palabras de Antonio, que le explica de qué año es el gramófono apostado en un antiquísimo mueble cubierto de polvo.

            -¿Tú oyes eso, tío?

            -¿La música ambiental? Sí, la escucho desde que entramos. ¿Qué le pasa? Es antigua de narices, le va bien al local –confirma Antonio mientras sigue examinando los distintos objetos de colección.

            -¡No! ¡Es música de carrusel! ¡De caballitos! Me resulta triste.

            -¿De caballitos? Si tú lo dices… ¿Has encontrado algo interesante? Si te parece, ahora podíamos ir a tomar una cerveza mientras nos contamos nuestras vidas, que al venir para acá he visto una tasquita muy aparente. ¿No tienes prisa, verdad, Juanjo?

            -No, está bien. Como quieras. Siempre voy algo acelerado, ya sabes, pero por un rato no va a pasar nada. Hace mucho que no nos vemos, tío.

            Los dos amigos salen de la vieja tienda y se dirigen al lugar elegido por Antonio para tomar una cerveza y unos caracoles, que ya es temporada, pero Juanjo sigue escuchando la repetitiva música de tiovivo. Y aunque se supone relajante, él se está poniendo nervioso.

            -¿Eh, qué me dices ahora? ¿A que te he traído al mejor sitio de toda Triana? El mejor sitio, con la mejor gente, para mi mejor amigo.

            Antonio, sonrisa en ristre, accede a la peculiar tasca de la calle Castilla, y hace ademán con la mano a su amigo para que lo imite, pero no lo consigue: Juanjo permanece inmóvil en la entrada, estaqueado como el enamorado de Cortázar, perdiendo el color por momentos, y pensando que desmayarse no es una opción despreciable… Lo que está viendo es -sencillamente- imposible.

            -¡Venga, Juanjo, que te va a gustar…!

            -Pero esto es absurdo… -susurra girando la voz hacia el oído de su amigo-. ¿Tú ves lo mismo que yo?

            -Sí, claro que lo veo, y por eso te he hecho venir hasta aquí. Cerveza y caracoles los hay por todas partes, pero buen tiempo… buen tiempo solo en este lugar. ¿En serio pensabas que mi llamada era únicamente para visitar una tienda?  Aquello no era más que un cebo bien dispuesto, al que sabía que no te negarías. Lo importante, lo que pretendía mostrarte es esto. Esto eres tú, yo… todo.

            -Joder… ¿Y son ellos de verdad?

            -Ya lo creo. Pero no hagas más preguntas y disfrútalo, Juanjo. Venga, sentémonos junto a las cristaleras, que se está de lujo. Yo vine aquí hace unos días, fui muy feliz, y me acordé rápidamente de ti. Tenía que traerte. Este es tu momento, chaval.

            El local en cuestión es un amplio salón con piso de baldosas hidráulicas, antiguas pero bien conservadas, mesas y sillas de respaldo hueco lacadas en color negro, barra de taberna del siglo XVIII y amplias cristaleras dispuestas por toda la fachada, algo deterioradas por la humedad y los años. Las lámparas, bolas colgantes de color blanco. Sus paredes se muestran pobladas de vetustos y dorados espejos que reflejan lo inverosímil. También coexisten, junto al resto del mobiliario, unos antiguos toneles que hacen de apoyo para quienes gustan de saborear el aperitivo de pie. Sevilla, ya se sabe, es muy dada a la verticalidad parlante. Pero en realidad, nada de esto tiene mayor importancia. Lo importante, lo increíble, lo imposible es verificar quiénes conforman el personal y la clientela del establecimiento. Numerosos rostros conocidos para Juanjo y Antonio se dan cita en este lugar, y el niño de cincuenta años los va descubriendo, señalando y nombrando uno a uno…

            -¡Es que es imposible, tío! Pero vaya, ¡si es que lo estoy viendo yo mismo! Y no estoy soñando –dice mientras se refriega de forma histriónica los ojos-. ¿Verdad que no?

            -No estás soñando, no. ¡Estás flipando! ¿Nos sentamos ya, o qué? –afirma entre risas Antonio mientras echa un brazo sobre los hombros de su alucinado amigo y lo conduce hasta la mesa.

            -¡¿Cómo están usteeeedeeeees?! –saluda Miliki acercándose a la mesa y mostrando su famosa sonrisa a los dos amigos-. ¿Qué desean los señores tomar? Tengo una limonada bien fresquita, recién hecha por mis hermanos… ¿Les parece bien, pequeños ciruelos?

            -¡¡Bien!! –grita Antonio en exclusiva, mientras Juanjo continúa en estado de shock-. ¡Por supuesto! ¡Vengan dos vasos bien fríos de limonada casera! ¡Mucho mejor que una cerveza, dónde va a parar! ¿Verdad, Juanjo? -El camarero vestido de rojo con gorra y nariz de payaso se marcha a por la comanda, y Antonio apoya su mano en la de su colega, aún blanco como el papel. Le preocupa que su amigo no reaccione bien, pero sabe que no se está equivocando. Él quería eso, aunque nunca lo dijera claramente.

            -Tío, esto me supera. Recuerdo haber venido aquí de niño, con mis padres, y todo está prácticamente igual que entonces. Y la música, esa dichosa musiquita que nunca termina… ¿Has visto quiénes están en la barra de palique? Joder, son Félix Rodríguez de la Fuente, Christopher Reeve, Michael Landon y su socio, el de las barbas; el Superagente 86, y ese… ¡ese es un jovencísimo Michael Jackson! ¿Y en las mesas? ¿Te has fijado, Antonio? Al fondo, sentados y tomando limonada, están Gaby y Fofó; al lado, dando buena cuenta de un chocolate con churros, el malvado J.R. junto al capitán Stubing… más allá, en el tonel y ante una bandeja llena de caramelos y piruletas de colores, Gene Wilder y Richard Pryor, muertos de la risa, ¿cómo no?… ¡Dios mío! En el centro…

            -En el centro, amigo mío, están Cantinflas, Paco Martínez Soria y Tip y Coll. Menuda reunión, colega. Le están dando a la gaseosa de naranja y a las galletas. ¡Qué buenos son!

            -Sí que lo eran… ¡o que lo son, leche! Y allí, allí, tras los cómicos… Ay, Antonio -a Juanjo se le quiebra la voz, y bebe un sorbo de la limonada que acaba de acercarles Miliki, su payaso favorito-. Tengo que intentar hablar con ellos, discúlpame un segundo.

            -No hay prisa, Juanjo. Tenemos tiempo. Y del bueno.

            Juanjo no da crédito a lo que sus ojos, abiertos como nunca, le muestran: numerosas personas, todas fallecidas, pertenecientes a su infancia y juventud, se encuentran reunidas en el interior de aquel extraño bar. Pero -aun más importante- allí, donde él indica y se dirige muerto de miedo, hay una mesa en la que toman cerveza y caracoles algunos rostros más que relevantes para él. Son, por increíble que parezca, sus padres y sus tíos. Su preciada tía Flora, muy anciana, sonríe y se levanta a abrazar a su sobrino nada más verlo llegar, y él se siente completamente desbordado… Nunca ha conocido una felicidad tan intensa como la de este momento, pero algo le dice que sigue siendo imposible, por más que sus sentidos le traicionen, enloquezcan y le hagan revivir.

            La suave música de tiovivo permanece en sus oídos, acompañándole durante toda la velada, y al saludar y besar a su madre se acentúa de forma mayúscula, como lo hacen su corazón, su sistema nervioso, y su presión arterial. Las sienes le palpitan, las mejillas se le vuelven granas, el nudo de la garganta le rompe por dentro, y las lágrimas aceleran el paso por su repentina cara de niño. Su padre le sonríe, le guiña un ojo, y lo abraza. Todos en la mesa le dedican su más tierna sonrisa y lo saludan con afecto, pero a los pocos segundos siguen a lo suyo, charlando entre ellos, apurando sus cañas, y sin dar ya protagonismo al visitante. La melodía se termina.

            El buen tiempo se acaba.

            Misterio ha vuelto a hacerlo. Ha vuelto a mostrarle un trampantojo mágico a alguien que lo deseaba con todo su corazón, a un alma blanca, noble, que aún se recuerda como aquel niño que jugaba persiguiendo saltamontes, y que echa de menos tanto, y a tantos.

            -¡¡Juanjo!! -grita Antonio a su amigo, serio y estático frente a la pila de cómics-. ¡Ven a ver la gabardina de Colombo, hombre! Ya te debes de haber aprendido ese tebeo, colega… Y espabila, que cierran. Por cierto, ¿cuál es? ¿“La locura de Misterio”? Ya ojeé esa novela en casa de tus padres, hace ni se sabe. Era buena, ¿eh?

            -Magia, tío. Es magia…

 

Descubriendo a Manuel MirandaJ.

Los escritores desconocidos no solemos contar con mucha ayuda exterior, ni con mucho público asistente, ni -por supuesto- con  gente interesada en comprar nuestros libros (o tan siquiera en leer nuestros relatos), de modo que en escritopormarga iré destacando a aquellas exclusivas personas, valiosas por sí mismas, que con su colaboración desinteresada han contribuido a la promoción, difusión y venta de mi trabajo.

Inicio la propuesta con Manuel Miranda Jiménez, sevillano y sevillista, licenciado en Economía, y especialista en Marketing Digital. Trabaja desde su página manuelmirandaj.es, ayudando a los escritores y escritoras con sus libros, y ofreciendo servicios editoriales de todo tipo. Puedes verlo con más detalle haciendo clic AQUÍ. 

Recuerdo que también me hizo una entrevista bastante chula, hace ya tiempo (algunas cosas han cambiado), y que se puede curiosear por AQUÍ. 

Lector y comprador de mis novelas, reseñista en Amazon, no tuvo bastante con eso que además me concedió un ratito en su programa de radio (también ha pasado ya tiempo) NeoFM904, y que dejo justo AQUÍ .

 

¿Merece o no merece mi agradecimiento ad aeternum? Pues ya sabes: si eres escritor, escritora, estás pensando en autopublicar (la mejor opción actualmente), y no sabes cómo empezar, ponte en las sabias y leales manos de Manuel Miranda y comienza tu carrera. Siempre podrás contar con él.

Mil gracias, amigo.

 

AMOR EN LA ARENA (Brevería).

 

AMOR EN LA ARENA

 

            Decir una barbaridad y pretender suavizarla con una explicación, es lo mismo que clavar una estocada e intentar curarla a base de tiritas… En ambos casos es inútil: la muerte ya existe.

            Le ocurrió -y esto lo sé gracias a una histérica llamada telefónica- a mi amiga Helga, cuando pretendió celebrar el polémico día de los enamorados, aquel maldito 14 de febrero de hace no pocos años. De acuerdo que llevaban casados veinte anualidades… Conforme con la infame cursilería de la fecha… Admisión, incluso, a lo extemporáneo del festejo… Aun así, con todo y con eso, a la inminente mujer menguante se le ocurrió dicha propuesta celebratoria en pleno almuerzo familiar, arguyendo un dato comparativo que hizo que el tiro conyugal le saliera por la culata, y fuera a dar en el centro de su corazón:

            -Me resulta muy triste que algunas parejas que llevan tiempo juntas, y aparentemente felices, digan que ya no están enamoradas. Que digan que hay cariño… ¡Qué suerte que eso a nosotros no nos pasa! ¿Verdad, nene? –o algo así soltó Helga al tiempo que aproximaba el cesto del pan.

            -Es lo normal –dijo “el nene de Los Palacios” descubriendo el estoque y sorbiendo, previsor, un trago de vino.

            -¿Cómo normal? ¡¿Tú no estás enamorado?! –exclamó y preguntó una enloquecida Helga con la culata abierta de par en par.

            -¡¡Pues no…!!

 

            El silencio, la perplejidad y el sentenciado corte de digestión transitaban por la absurda ingenuidad de mi amiga exvalentina, mientras “el nene de Los Palacios” se deshacía en impedidas explicaciones que desnudaban acusaciones más que manifiestas. Daba igual cuanto hablara y así -me informan- seguiría dando siempre: algo ya había perecido en aquella mesa llena de platos a medio comer y a punto de lanzar. Hora de la muerte: un plátano y un kiwi en punto. Ella tragó saliva, él se quiso tragar la nuez, y los ojipláticos hijos tragaron -como de costumbre- con la sobrestimada sinceridad de sus padres.

            Me preguntaba, acongojada, mi Helga qué debería haber hecho ante aquella suerte de situación, así que le dije lo que toda buena amiga diría: pasa y actúa como si nada. Compadécete del plátano muerto, salva el kiwi, y duérmete una siesta, que mañana será otro día, dos décadas no son nada, y aún queda mucha hipoteca -en la arena- que brindar…

         Olé.