ENAMORARSE (Brevería).

Prenderse en el fuego de los quince, la frescura de los veinte, la templanza de los treinta… y mantenerlo al punto por siempre. Enamorarse, también, con la sorpresa de la madurez y el agradecimiento de la edad adulta; vivir con el deseo entregado a la voluntad del otro desde el inicio, o con el replanteo, tal vez, de una suerte establecida y la predisposición de una rutina mejor.

Ensimismarse en esos ojos que ya son tuyos, y por los que ves aún con mayor claridad; desear -como don Félix- que su cielo quepa en el espacio de tu infierno, y que su sonrisa provoque tu desmayo con tanta certidumbre como tu resurrección. Enamorarse es vivir. Y morir…

Porque sabes que la miras y mueres -dice don Mario- y peor que mueres si no la miras. Porque has decidido quitarle coraza al corazón y ofrecerle una tibia oportunidad; un empréstito que le permita sentir tan adolescente como eso sea posible. Y sabes que no lo es, pero se te olvida. Con ella, con él, se te olvida hasta tu nombre, cómo no tu sino y el gris. Solo tu amor permanece, e insiste ante la terquedad de la verdad más dulce.

Enamorarse con el nublado eterno del sol -don Gustavo Adolfo- y pensar que toda desgracia sucederá, sin duda, antes de que llegue el fin de la pasión, absurda muerte incluida. Se ama -te dices- con el alma, y esta es imperecedera como los sueños, como las ilusiones, como los recuerdos, y como lo fue ese rayo que te dejó estaqueado en mitad del patio -¡ay, don Julio!- y te meció al compás de un sentimiento tan cierto como increíble.

Tener la boca amarga -don Antonio- sin haber mordido, y aún más amarga tras su muerdo.

Esto es todo, llegó el amor, no es hora de pensar.

 

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