«CONTARÉ HASTA DIEZ». Abducción.

ABDUCCIÓN

Sebastián Amorós. Padre, esposo, hijo, hermano. Compañero y mejor amigo. Desaparecido desde hace un año. ¿Muerto?

Para intentar comprender lo sucedido con Sebas hay que retroceder un poco en el tiempo. Con un par de años será suficiente. Solo hay que volver al día en que firmó ante don Casimiro Roelas, notario de Sevilla, la compraventa de su nueva casa. Nuestro compañero de oficina, maestro industrial de estudio y oficial administrativo de empleo, siempre había soñado con la llegada de semejante momento: la consecución de un hogar independiente, alejado de vecindades molestas y ruidosas, acompañado de la soledad que proporciona la distancia con la urbe, donde poder escribir, componer música, sembrar el ansiado huerto privado, mimar el césped junto a la relajante piscina, mecer el castigado cuerpo en esa hamaca colgada de dos previstas palmeras… Tanto habría de hacer a partir de entonces, como hasta la fecha se había limitado a imaginar tras su ordenador personal. Elvira, su mujer, le había animado a la compra después de que los chicos se independizaran, y les dejaran solos en su viejo piso del centro. Era la ocasión, y así se rubricó.

-¡Ya es nuestra, Elvira! Parece mentira, pero ya tenemos casa en propiedad. Ahora me empiezan a valer tantas jornadas de trabajo, de horas extra, de desvelos, de ahorros… Ahora es nuestro momento, cariño. ¡Nos van a faltar minutos en el día para todos nuestros planes!

Elvira Bayona, emocionada hasta la lágrima, asentía y sellaba con un beso antiguo la escena que tanto prometía al matrimonio. Don Casimiro, después de guardar sus pequeñas gafas en el bolsillo izquierdo de la chaqueta, estrechaba la mano a los entusiasmados cónyuges y se despedía así de ellos, felicitándoles por la reciente adquisición. Buenos augurios acompañaban la reunión y la hora. Demasiado buenos.

Pocos días después de la mudanza, Sebas inició la que sería su nueva rutina: acostumbrados como nos tenía a su puntualidad, comenzó a llegar algo más tarde de las nueve de la mañana, y a salir un poco antes de las dos de la tarde. Luego, regresaba unos treinta minutos más allá de las cinco, y se escapaba de las cuatro paredes empresariales sin esperar a las ocho. Su tiempo con nosotros, compañeros y amigos, se iba reduciendo a ojos vista. Ya no había hueco para la cerveza. Ya no había espacio para el café. Si le preguntábamos, éramos obsequiados con su silencio y ninguneo, de modo que optábamos por dejarle hacer: “será la novedad de la casa, ya se le pasará”, sentenciamos un buen día finiquitando la cuestión. Todo, en algunos meses, volvería a la normalidad. Era muy posible.

Paso a paso, nuestro amigo fue cambiando también su estilo personal: su vestimenta dio un giro completo hacia lo más sencillo y rústico: si bien antes -como todos- gastaba traje y corbata, ahora lucía vaqueros raídos y camisa a cuadros, con chaleco enguatado sin mangas. El verde y el caqui se hicieron parte indivisible de su figura, así como una barba antes nunca vista, y una melena corta llena de largas canas, que acentuaba su abigarrada imagen. Sus charlas con nosotros también se iban limitando a los asuntos profesionales, dejando a un lado esas cuestiones intrascendentes, pero necesarias, de la vida. Desaparecieron sus bromas, tan habituales, y ya no le apetecía salir en grupo con nuestras mujeres, cada cierto tiempo, como solíamos hacer. “Sebas, el ermitaño”, empezamos a llamarlo, y a él le importaba tanto como todo lo anterior: nada en absoluto.

Habían transcurrido seis meses desde que Sebas y Elvira inauguraran su magnífico chalé en las afueras de la capital, con una gran fiesta a la que todos sus amigos asistimos. Aquella fue la primera y última vez que visitamos oficialmente la casa, y nada entonces hacía presagiar la peculiar llamada que más adelante la señora de Amorós efectuaría a nuestras oficinas. Aquel día el compañero no había acudido a trabajar, y pensamos que nos avisaba de una gripe o algo por el estilo. No podíamos estar más equivocados.

-Metalúrgica Llanes, ¿dígame? -contesté.

-Buenos días: soy Elvira, la mujer de Sebastián. ¿Jaime? ¿Eres tú?

-Sí, Elvira: ¿cómo estás? ¿Sebas está enfermo?

-No, bueno… ¡No lo sé! Parece que hoy no tiene previsto ir a trabajar, por eso os llamo. Pero poco más te puedo decir. Está tan… Esto es tan…

-¿Se encuentra bien? ¿Quieres que me llegue y hable con él?

-¡No! ¡Ni se te ocurra! Es mejor que no venga nadie más. Si yo pudiera me iría ahora mismo, pero no soy capaz… Tengo que colgar. Adiós, Jaime.

Elvira me dejó mirando el auricular de mi teléfono con cara de imbécil. ¿Qué había sido aquello? ¿Un aviso? ¿Una llamada de socorro? ¿Una despedida…? Colgué, alarmado, y fui a comentarlo con David, Fernando y Miguel, el resto del grupo de amigos y compañeros. Don Ángel, el jefe de planta, se encontraba de viaje de negocios en Asturias, de modo que podíamos hablar algo más de la cuenta, así como acortar la jornada si era menester. Un “a las ocho nos vamos para allá” pronunciado por David resolvió la breve charla mantenida y, sin más, así lo hicimos.

La selecta urbanización “Villas Sureñas” se encontraba a las afueras de la capital hispalense, en su inicio con el término municipal de San José de la Rinconada. Media hora más tarde de nuestra escapada, ya enfilábamos la carretera que conducía a la espléndida casa de los Amorós Bayona, sin una idea clara de lo que íbamos a hacer allí. David, Fernando, Miguel y yo mismo, compartíamos el coche del primero como si formásemos una cuadrilla al rescate del soldado desaparecido. Ojalá hubiera sido tan fácil.

-Menos mal que no está el guarda de las villas -apuntó David al entrar en la urbanización.

-Sí, porque ese avisa de inmediato a los propietarios -dije-. No nos interesa que nos esperen. Sebas se preguntaría la razón de nuestra visita sorpresa, y dejaríamos en evidencia a Elvira, aunque llegado ese caso ya se me ocurriría alguna excusa, tío. Ha faltado al trabajo sin avisar, ¿no? Pues listo. Estamos preocupados.

-Y tanto… -afirmó Fernando, bajando la ventanilla-. No gastan mucho en iluminación por aquí. Apenas veo nada. ¿Tú recuerdas qué casa era, David?

-Sí, no hay problema. Me oriento bien. Es aquella de la esquina. Hay luz dentro, parece. Y sale humo de la chimenea, ¿veis? Igual nos estamos pasando…

-Pues perfecto si es así, tío -defendí-. La voz de su mujer sonaba asustada, y tenéis que reconocer que el colega ha cambiado bastante en estos meses. No tiene nada que ver con aquel tipo que contaba chistes malos y siempre tenía una sonrisa en la cara. El que cada viernes nos invitaba a unas cañas. Ese ya no existe. La casa es lo único. La casa. ¡Esa dichosa casa!

Recuerdo que entonces apagamos el motor y las luces del coche, y aprovechamos la soledad y silencio del lugar -tan solo roto por el ladrido de algunos perros- para aproximarnos lo máximo posible a los alrededores del chalé. Quietos en el interior del vehículo, intentábamos decidir cuál sería nuestro próximo paso. ¿Bajar y llamar a la puerta de aquel presunto misterio? ¿Observar sin más? ¿Meter marcha atrás y dar por buena la aparente normalidad de la escena? Las opiniones estaban divididas y nos inmovilizaban. David decidió por todos. Y, cobardes, optamos por la última opción y nos fuimos…

Al día siguiente, Sebas “el ermitaño”, acudió a trabajar como de costumbre, como si nada hubiera pasado. Se comportaba con naturalidad, dentro de lo que cabía, y nos hablaba brevemente de un malestar estomacal que lo había metido en cama 24 horas antes. Nadie fue capaz de llevarle la contraria o de rebatir su excusa, a pesar de la llamada de Elvira. En cierto modo nos asustaba nuestro amigo, ahora tan serio y distante. Tan distinto al que recordábamos.

Los siguientes meses hasta la desaparición de Amorós transcurrieron rápidos, dejándonos ver con estupefacción e impotencia cómo aquel compañero de vida se maltrataba a sí mismo, y se exponía a ser despedido. Astuto como un adicto, sabía cogerle las vueltas a don Ángel, y este jamás se enteraba de sus cada vez mayores ausencias, faltas de puntualidad, y escapadas injustificadas. Los demás le tapábamos todo lo que podíamos, ignorantes del daño que causábamos con nuestra complicidad. Debimos plantar cara a su obsesión, pero seguíamos siendo unos pusilánimes que rechazaban la única verdad: Sebastián Amorós estaba siendo abducido por su propia casa. Así nos lo había confirmado Elvira, otro día cualquiera, con una nueva llamada.

-No está enfermo, Jaime. Bueno, no físicamente… Está obsesionado por esto, por estas cuatro paredes, por el jardín, la piscina, los columpios, los árboles… No deja de trabajar, encantado y sonriente, y acudir a la oficina o a cualquier otra parte le parece una tremenda pérdida de tiempo. Así me lo ha dicho hoy mismo, que se ha negado a salir. Dice que la casa lo necesita y que él no dispone de energía para nada más. Para nadie más. Intento ayudarle en sus tareas porque estoy de acuerdo con él en que la casa lo merece, pero… Me ha pedido el divorcio.

-¿Cómo? ¡Pero si sois la pareja perfecta! ¡La envidia de todos, Elvira! No me lo puedo creer. Será una crisis de la edad, mujer. Ya tiene 55 años el amigo…

-Yo también los tengo, ¿sabes? y jamás diría o haría lo que él dice y hace. En casa ya no se afeita ni se peina. Rara vez se asea. No encuentra tiempo para comer, y solo bebe agua de la cantimplora que lleva colgada al cuello, para no perder un minuto de su ajetreada rutina. Ha adelgazado mucho, aunque se niega a reconocerlo y, por supuesto, a pedir ayuda profesional. Me mira, al sugerirlo, como si la trastornada fuera yo. Los chicos ya nunca vienen a visitarnos, porque su padre los asusta. Los trata mal. No los quiere aquí, pues le distraen de la faena. De lo que de verdad le importa.

-¿No estarás exagerando? Está algo raro, sí, pero como para no querer recibir a sus hijos…

-No, Jaime. Me quedo muy corta. ¡Ha pintado la casa entera diez veces! En cuanto termina, vuelve a empezar. Ha cambiado las losetas del suelo, que estaban casi nuevas, y aun así dice que volverá a hacerlo, que desmerecen su preciada posesión. La piscina la llena y vacía una y otra vez, porque busca un agua cristalina, sin mácula. La limpia sin descanso, incluso cuando no se utiliza. ¿Y el jardín? ¡Ay, Dios! El jardín tiene el césped más impoluto que he visto en toda mi vida. Tenemos un armario lleno de insecticidas, desinfectantes, raticidas… Es obsesión, Jaime. Enamoramiento, pasión, delirio por esto. La casa lo ha abducido por completo, y él es el único que aún no los sabe.

-¿Podemos ayudarte, Elvira? -pregunté sin saber qué más decir.

-Os lo agradecería en el alma, porque me siento insegura e incapaz. Intento dejar esto, pero no puedo… Discúlpame: viene para acá y he de colgar. Volveré a llamar en cuanto pueda. ¡Adiós!

Huelga decir que la llamada prometida jamás se produjo, y que a raíz de mi última conversación con Elvira, Sebas dejó de acudir a la oficina ya de forma absoluta, sin trascender la menor explicación por su ausencia. Todavía hoy, un año después, se desconoce qué pudo haberle ocurrido a aquel matrimonio tan feliz, que poco tiempo atrás adquiriese la mejor de las viviendas para establecerse de forma definitiva. Sebastián y Alejandro mantienen la esperanza y todavía buscan a sus padres. La policía no sabe y no contesta. La casa, ahora, se encuentra abandonada incluso por sus hijos. Los amigos, desconcertados, ni siquiera podemos llorar su pérdida. Yo… yo sé algo, pero también sé que es inverosímil, absurdo, y que jamás lo contaré más que en estas páginas privadas que hoy me sirven de recuerdo y desahogo. No pienso acabar mis días en un psiquiátrico.

Sé que volví a la casa de “Villas Sureñas” una vez más, esta vez solo, jugando al detective novato dispuesto a averiguar la verdad. Sé que el exterior de la vivienda, a pesar del certificado abandono, se mantenía pulcro, inmaculado, perfecto, como un retrato idílico de lo soñado por cualquier persona cabal… También que la casa lucía inanimada, carente de cualquier recuerdo vivo. Irrespirable. Insoportable en su excelencia. Poderosamente atrayente e insalubre a un tiempo. Y, por último, sé que al intentar abrir aquella puerta en cuyo pomo se reflejaba mi asustada imagen, pude escuchar -sin ningún lugar a duda- una voz tan extraña como todo lo demás, que me preguntaba sin descanso: “¿Quieres ser el próximo?”

Platero y yo. Mi experiencia.

Hoy te voy a hablar un poco del tema editorial, según mi experiencia. El pasado agosto de 2024 intenté publicar -por última vez- con una editorial sevillana, tras el fiasco con las dos editoriales mías anteriores (una de Madrid y otra de Barcelona), por no hablar de otras tantas empresas (llamarlas editoriales es demasiado cumplido), grandes y pequeñas a las que podría dedicar un libro gordo como el de Petete (que me autopublicaría, indefectiblemente). Fue la casualidad o la serendipia, lo que me acercó a Platero Editorial (o Platero CoolBooks, que es lo mismo), y aunque yo venía muy escéptica de entrada, al ver su buen proyecto, la apuesta por los nuevos autores sin coste por la edición, su cercanía geográfica para mí, la amabilidad que transmitía su editora en Instagram, y las buenas opiniones reseñadas, me dije: «esta va a ser». Por las que hilan, esta va a ser…

En su página hay un apartado titulado «¿Cómo puedes publicar tu obra?», explicándote los tres pasos que debes seguir como autor.  Luego, te indican cómo sigue el proceso: tras recibir tu manuscrito y demás datos personales, realizan una primera evaluación, y en el caso de que tu obra se considere un posible proyecto editorial, te enviarán un cuestionario para que lo rellenes, a fin de saber si -definitivamente-  publican el libro, o no. Es decir, que si te mandan el cuestionario, es porque ya han visto potencial en tu trabajo. Has pasado el primer examen (el único que debería importar).  Finalmente, una vez relleno el formulario, lo devuelves a la editorial y ellos deciden si todo está o.k., para sacar tu libro al público. Hasta ahí, todo genial.

Pues bien, yo envié el manuscrito, los datos, todo lo pedido, y recibí el cuestionario. ¡Eureka! -me dije, a pesar de la mucha experiencia acumulada en estas lides-. Esta va a ser -me repetí, ingenua-.  Y hete aquí que fui sincera, asertiva y honesta, y a la mayoría de preguntas del test -casi todas encaminadas a saber cuánta audiencia/seguidores/fanes/público/ventas tendría- dije la triste verdad*: estoy más sola que la que se perdió en la isla. Tengo 100 seguidores en Instagram, cero contactos, menos cero padrinos, ningún avalista, a la presentación iría mi madre,  y -además- les dije que pensaba que esa era labor editorial.  Si yo escribo, yo promociono, yo busco público y seguidores, y yo vendo… ¿para qué puñetas quiero una editorial? ¿Para darle la mayor parte del importe de cada libro? ¿Como imprenta? En fin, intuyendo que la burra me la iba a quedar yo (y no se iba a llamar Platera), les prometí dar de mí todo lo posible para mejorar esos seguimientos, y ese interés del público en el futuro libro. Me puse a su disposición sin reparos, pero respondiendo solo por mí, por nadie más. Ya he pasado por eso y no repito así me lo mande el médico…

¿Conclusión? Sin respuesta. Y eso que la reclamé, haciendo gala una vez más de ingenuidad (a la reclamación mintieron/contestaron diciendo que no habían recibido el cuestionario (¿?), que reenvié…). Pues sin respuesta una vez más. Esa fue mi experiencia, y aquí la dejo porque me resulta penoso que los autores valgan lo que sus seguidores, que la gente valga según lo que pueda o sepa vender, que la escritura sea lo menos importante, y que la hipocresía, el exhibicionismo en redes, y lo polémico que resultes, mande sobre todas las demás cuestiones en un formulario.

Y lo hago porque pocos autores se quejarán de estos tratos, pensando que no deben crearse enemistades ni en el infierno… Yo vengo de vuelta de todo ese teatro y puedo hablar con claridad. Y puedo probar todo lo dicho. Ya no busco imprentas, ni empresas, ni negocios con alto afán de lucro. Ya no permito que jueguen con mis ilusiones, y ya no mendigo la atención de nadie bajo presión. Estoy en mi segunda etapa…

«DEMENTALES» lo publicaré yo, con ayuda casera, por supuesto. Y «CONTARÉ HASTA DIEZ» lo regalo en este blog.  Un saludo a la empresa Platero, y un abrazo fuerte a ti que me has leído.

(*) En el cuestionario fui menos jocosa y más profesional. Pero la esencia era la misma.