«AURORA» (parte final)

«Aurora cumplió ochenta y cinco años, un 7 de diciembre, pintando un amanecer: «yo nací en la víspera de la Concepción» solía decir. Tenía la mano un poco temblorosa, pero el corazón parecía firme… Travis dormía a sus pies, viejo y tranquilo. Ella tomó un color naranja brillante y lo dejó correr por la hoja. Seguramente -como tantas otras veces- observó el agua expandiéndose y creando formas imprevisibles de arte fluido… Ese cuadro, titulado “El color del tiempo”, fue su legado más íntimo, pues justo al acabar el último trazo, se desvaneció suavemente sobre el caballete, reposado en la ventana, y no respiró más. Travis fue testigo de lo ocurrido y comenzó a ladrar muy alto, a empujarla repetidas veces, y a saltar frente a las distintas ventanas, pidiendo ayuda. Todas las casas aledañas abrieron sus puertas y de ellas salieron hombres, mujeres, jóvenes y niños en auxilio de Aurora. Tan querida era la pintora en su tierra…  Mi abuela no había necesitado más. Aquella hermosa, buena y solidaria mujer había vivido con independencia, humor, rebeldía y ternura. Todos la recordarían con una sonrisa, también con mucha emoción, y mientras el mundo girara, sus acuarelas -tan peculiares y coloristas- seguirían contando su historia.

Epílogo I: Homenaje pintado.

Aurora, mi querida abuela de adopción, me dejó durante meses llorando a intervalos; tanto la pensaba riendo y contando anécdotas plagadas de equivocaciones divertidísimas, como desmayada sin vida sobre su última pintura… La risa y el llanto, esa pareja mal avenida pero inseparable que supone la vida misma. Nos llevamos una grata sorpresa cuando meses después de su fallecimiento, la galería municipal quiso homenajearla y organizó una retrospectiva de su obra. Cientos de personas asistieron: vecinos, estudiantes, compañeros de marchas, e incluso desconocidos que habían visto su mural en la ciudad. La exposición se convirtió en un homenaje vivo a su dulce memoria.

Una mujer joven, con su bebé en brazos, se detuvo frente a la serie “La vida según Travis”. Con lágrimas en los ojos dijo: «Aurora me enseñó a no tener miedo de envejecer. Mis arrugas no me impedirán continuar disfrutando de una vida plena, haciendo lo que me gusta, igual que ella». Otro visitante, un hombre que había asistido a sus talleres cuando era más joven, comentó: «Gracias a ella me convertí en profesor de arte. Me demostró que enseñar puede ser una forma generosa de pintar».

Las paredes, plenas de color, vibraban con sus recuerdos. No eran solo cuadros: eran pedazos de Aurora dibujados en la memoria colectiva.

Epílogo II: Travis y el silencio.

Poco tiempo después de la muestra, como si aguardara hasta dar cumplido homenaje a su dueña, Travis cerró los ojos definitivamente. Yo, como nieta putativa, lo cuidé y acompañé hasta su final, dándole todo el cariño que ya no podía ofrecer a mi abuela. El silencio que dejó fue inmenso, pero su recuerdo dulcificaba cada lágrima que me hizo llorar. En la esquina del taller, ahora mío por decisión de Aurora, continuaba intacta su cama con su nombre cosido, como un pequeño altar a la lealtad y la nobleza.

Ella había pintado una acuarela privada en su honor: un campo abierto donde un perro corría feliz hacia un arcoíris plasmado sobre un horizonte verde y fresco. En el reverso escribió: «Para mi amor de cuatro patas, que me ayudó a vivir el presente con gratitud y alegría». Esa obra nunca la mostró al público; la tenía colgada en su dormitorio, frente a su cama, como procuradora de dulces sueños. Era una de mis favoritas.

 

Epílogo III: Los herederos de espíritu.

Aurora no tuvo hijos de sangre, pero dejó un ejército de herederos afines a su espíritu. Alumnos que aprendieron a no temer al lienzo en blanco. Mujeres mayores que, inspiradas por su ejemplo, se inscribieron en talleres o se atrevieron a viajar solas. Migrantes contagiados de sus ganas de luchar y trabajar. Vecinos que encontraron en la pintura un refugio ante la soledad. Activistas que llevaron sus pancartas, pintadas con acuarelas, a manifestaciones en otras ciudades y pueblos. “Influencers” que repitieron hasta la viralización sus frases, sus ideas, sus batallitas, sus gestos y su modo alocado de pintar. Así también su risa y su temple quedaron inmortalizados en un vídeo que circularía por años en las redes, inspirando a generaciones que no tuvieron la suerte de conocerla en persona.

Aún hoy, cuando soy yo la que cuenta ochenta años, el mural permanece vivo y brillante en la ciudad, desafiando el paso del tiempo. Allí, los que conocimos a Aurora y la disfrutamos, sonreímos con complicidad y nostalgia; recordamos su voz y ojos claros, su humor imbatible, su sonrisa perfecta, y la manera en que convirtió la temida vejez en una inolvidable y contagiosa fiesta de colores.

Cuánto se lo agradezco».

¿Quieres compartir?

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *