«Al releer aquellas cartas, Aurora no sintió tristeza, sino ternura. «Mateo me enseñó que la pasión también puede ser un color que se desvanece, pero que nunca desaparece del todo», pensó. Tras dedicar unos segundos a pensar cómo le habría ido a aquel aspirante a periodista, o incluso si seguiría aún vivo, guardó las cartas en una caja nueva, sonrió para sí misma, y esa noche pintó un paisaje de estaciones de tren, con andenes vacíos y una figura borrosa que parecía despedirse desde la ventana de un difuso vagón. Travis, al verla suspirar, apoyó la cabeza en su regazo. Aurora rio: «No te preocupes, viejo amigo. El amor no me falta: lo encuentro cada día en tus ojos».
A los ochenta y dos años, Aurora decidió hacer algo que llevaba décadas postergando, y que ya no podía posponer por más tiempo, pues su salud, aunque buena, podía cambiar en cualquier momento: viajar sola al norte del país, a los lagos, verdes y montañas que siempre había querido retratar de primera mano. Me lo contó a mí, en primer lugar, y luego se lo anunció a sus amigas y estudiantes con un gesto travieso: «Si Jane Fonda puede ser arrestada a los ochenta por protestar, yo puedo tomar el autobús con algún año más, e irme de mochilera». Metió en su maleta un cuaderno de acuarelas, un par de mudas de ropa y una bolsa de galletas para Travis, el resto ya lo iría comprando por el camino. Aquel viaje fue largo, pero en cada parada Aurora hacía amigos; conversaba con niños, campesinos, turistas despistados… Todos quedaban fascinados por aquella mujer extrovertida y vital que reía a carcajadas e iluminaba con su presencia los pasillos del autobús.
En el norte español, Aurora pintó como si tuviera veinte años. El agua cristalina se mezclaba con sus pigmentos, los cielos abiertos parecían lienzos infinitos, y Travis corría libre y feliz por las orillas de la Playa de la Concha, en San Sebastián. Una tarde, mientras tomaba un café en una terraza, conoció a un grupo de jóvenes activistas que protestaban contra la deforestación. Mi abuela no dudó en unirse: «Soy mayor, pero no invisible, y puedo ayudar si me lo permitís», les dijo, levantando su pulgar como si fuera un estandarte. Ese viaje la transformó. Regresó con decenas de acuarelas, un cuaderno lleno de notas y la convicción de que aún le quedaban muchas aventuras por vivir. Había hecho suyo el lema del legendario Clint Eastwood, que aconsejaba no dejar entrar al viejo en tu vida, y cada vez que oteaba algún achaque o problema relacionado con la edad, lo recordaba y alejaba a la vieja de su mente, algo que recomendaba siempre que tenía ocasión a otros mayores de su entorno.
Los años, sin embargo, también se manifestaban en Travis, cuyo viejo se mostraba obstinado a sus dieciséis. Poco a poco el perro comenzó a caminar más lento, a cansarse con facilidad. Aurora lo llevaba al veterinario con frecuencia y escuchaba los diagnósticos con serenidad, aunque por dentro temblaba. «El tiempo también corre en cuatro patas», se decía. Una noche, mientras acariciaba a su mascota, pensó en la finitud de todo. Pero en lugar de hundirse en la tristeza, tomó sus pinceles y comenzó a retratarlo en distintas poses: dormido, jugando, mirándola con esa lealtad infinita, ladrando para salir a pasear, abalanzándose encima con riesgo de caída para su dueña, moviendo el rabo de puro contento… Hizo una serie entera llamada “La vida según Travis”. Cuando un viejo amigo, uno de esos enamorados encubiertos que todas hemos tenido, movió algunos hilos para exponerla en una galería de su ciudad natal, en Sevilla, muchos se conmovieron hasta las lágrimas. Aurora declaró con una sonrisa: «Si mi perro se convierte en estrella, tendremos un álbum familiar digno de Hollywood».
La nunca anciana, pues siempre detestó esa palabra y su significado, tuvo -por enésima vez- una nueva idea: abrir su pequeño taller y su jardín a encuentros entre generaciones. Invitó a estudiantes de secundaria a pintar junto a adultos jubilados de la comunidad. La experiencia fue un éxito: los adolescentes escuchaban las historias de los veteranos mientras trazaban colores, y estos se llenaban de energía al compartir risas con los más jóvenes. Un día, un muchacho rebelde llamado Diego confesó: «Yo pensaba que los viejos solo servían para regañar», a lo que una señora de noventa años le respondió: «Y yo pensaba que ustedes solo sabían mirar pantallas. Parece que ambos estábamos equivocados». Todos los que allí se encontraban asintieron, sonrientes. Mi Yaya, orgullosa, sentía que estaba pintando un puente invisible entre generaciones. Pocos días después, el ayuntamiento propuso a la dueña de Travis pintar un mural en una pared céntrica de la capital. Aceptó con entusiasmo, pero puso una condición: que el mural fuera colectivo. Reunió a vecinas, niños, jóvenes, migrantes y jubilados, y entre todos pintaron una enorme acuarela grupal con figuras de mujeres, hombres, chiquillos, ancianos, perros y gatos corriendo bajo un mismo cielo. El día de la inauguración, Aurora pronunció un breve discurso: «La vida es agua y color. Si dejamos que se mezclen, podemos crear belleza juntos». La multitud aplaudió, y Travis ladró como si estuviera de acuerdo.
En sus noches de insomnio, mi pintora favorita se sentaba frente a la ventana con una copa de vino dispuesta a mirar los celajes, y dejaba que la luna iluminara sus pensamientos. No temía a la muerte; le preocupaba más no haber amado lo suficiente, no haber reído lo bastante (algo impensable para cualquier persona que la conociera mínimamente). Pero al repasar su vida, concluía que se había divertido mucho y querido aún más: a personas, a causas, a colores, a animales, a Travis… «No he tenido hijos», pensaba, «pero he parido cuadros, amistades, abrazos, luchas, enseñanzas. Mi descendencia es otra: está hecha de acuarela y memoria».
(Continuará en parte 3 y final).

