Zoe

Cada primero de diciembre Zoe encendía la primera guirnalda con la misma ilusión que cuando niña; el brillo de las luces, el olor a las naranjas que ahora podía coger de su propio árbol, el murmullo recordado de las risas familiares… Pero aquel año, aunque aún vivía acompañada, la casa permanecía silenciosa. Los amigos cancelaban uno tras otro con absurdas explicaciones, su familia se encontraba fuera o demasiado ocupada para reuniones, y los hijos ya adultos respondían a sus intentos con mensajes fríos, llenos de prisa y excusas.

Zoe intentó sostener aquel infatigable espíritu navideño del que seguía enamorada: sonriente y esperanzada, horneó galletas mientras escuchaba canciones que la invitaban a bailar, colgó nuevas luces, puso villancicos , escribió tarjetas y dispuso las consabidas listas de regalos. Todo resonaba en habitaciones tan cerradas como vacías, si no de personas, sí de ánimo. Cada gesto parecía un eco de una fiesta que ya no la incluía.

La noche del 24, en su decorado salón, apagó las luces una por una. Sopló cada vela encendida. Retiró bandeja por bandeja, cubierto por cubierto. Echando en falta su sonrisa se sentó a oscuras frente al árbol, que titilaba como si aún esperara algo. Zoe suspiró profundamente y murmuró: «no se puede celebrar sola».

Y, por primera vez, la Navidad se quedó sin ella.

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