MANIFIESTO PERSONAL ATEO.

1. Mi posición ante la existencia
No creo en un dios, ni en un alma inmortal, ni en una vida más allá de esta. Y sin embargo, estoy aquí, despierta, viva, consciente.
No necesito certezas sobrenaturales para maravillarme con el misterio de estar viva. ¡Estoy a pesar de la improbabilidad!
Soy un instante en el universo, y eso me basta.

2. Sobre la vida y el presente
Vivir es breve.
Tal vez por eso cada momento tiene un valor que la eternidad no conoce.
El ahora no es un pasaje: es el hogar.
La belleza está en los detalles: una conversación, una mirada, un silencio compartido.
No tengo más que este presente, y ese es el auténtico regalo.

3. Sobre el amor, el vínculo y el legado
No necesito la promesa de un reencuentro eterno para amar profundamente.
El amor es real porque ocurre aquí, y deja huellas incluso cuando termina.
Vivir es tocar otras vidas, aunque sea de forma sutil.
Mi legado son mis hijas y mis libros. No encuentro otro más bonito.

4. Sobre la vejez, el cuerpo y el tiempo
Mi cuerpo cambia, se desgasta, se vuelve más lento. Pero también se vuelve más sabio.
Acepto la vejez como parte del viaje, no como una pérdida, sino como una transformación.
La soledad no da miedo cuando te gustas. Cuando confías en ti. Cuando te has preparado. La compañía no se exige; se gana.
Haré todo lo que esté en mi mano, sin artificios, para mantenerme sana, útil e independiente.
Y cuidaré mi ilusión como un fuego suave, incluso en la penumbra.

5. Sobre la muerte y el final
La muerte no es amiga ni enemiga, es parte del ciclo.
No iré a ningún lugar, pero tampoco me perderé: simplemente dejaré de estar. Viviré en el
recuerdo, durante un tiempo. Mis letras quedarán.
No tengo miedo de la inexistencia, porque «ahí» ya estuve antes de nacer.
Cuando llegue el final, quiero haber estado presente, haber amado, haber mirado al cielo con asombro.
Y poder decir: fue suficiente. He conocido la plenitud.

6. Mi forma de vivir con sentido
Vivir con sentido no es seguir un guion: es escribir el mío. Y a mí me gusta escribir…
No busco un propósito dado o ajeno, sino uno construido.
Agradezco cada día no porque me lo haya dado alguien, sino porque lo tengo.
Vivir es un regalo sin dueño ni deuda. No es un préstamo a devolver con intereses.
Vivo sin idolatrías. Sin temor de dioses creados para el consuelo. Tengo la valentía de aceptar la vida finita, sin más.

7. Sobre el asombro
No necesito milagros para sentirme maravillada, y no creo en ellos.
El universo, sus estrellas, el pensamiento humano, la risa, la música, el tacto, la ternura, y tantas otras cosas… son suficientes.
No creo en lo sagrado, pero sí en lo precioso.
Lo que está aquí, lo que puedo oír, ver, tocar, sentir y amar, ya me ofrece todo lo que necesito para asombrarme.

Y eso es una forma de eternidad en un instante.

MdC

«CONTARÉ HASTA DIEZ». Abducción.

ABDUCCIÓN

Sebastián Amorós. Padre, esposo, hijo, hermano. Compañero y mejor amigo. Desaparecido desde hace un año. ¿Muerto?

Para intentar comprender lo sucedido con Sebas hay que retroceder un poco en el tiempo. Con un par de años será suficiente. Solo hay que volver al día en que firmó ante don Casimiro Roelas, notario de Sevilla, la compraventa de su nueva casa. Nuestro compañero de oficina, maestro industrial de estudio y oficial administrativo de empleo, siempre había soñado con la llegada de semejante momento: la consecución de un hogar independiente, alejado de vecindades molestas y ruidosas, acompañado de la soledad que proporciona la distancia con la urbe, donde poder escribir, componer música, sembrar el ansiado huerto privado, mimar el césped junto a la relajante piscina, mecer el castigado cuerpo en esa hamaca colgada de dos previstas palmeras… Tanto habría de hacer a partir de entonces, como hasta la fecha se había limitado a imaginar tras su ordenador personal. Elvira, su mujer, le había animado a la compra después de que los chicos se independizaran, y les dejaran solos en su viejo piso del centro. Era la ocasión, y así se rubricó.

-¡Ya es nuestra, Elvira! Parece mentira, pero ya tenemos casa en propiedad. Ahora me empiezan a valer tantas jornadas de trabajo, de horas extra, de desvelos, de ahorros… Ahora es nuestro momento, cariño. ¡Nos van a faltar minutos en el día para todos nuestros planes!

Elvira Bayona, emocionada hasta la lágrima, asentía y sellaba con un beso antiguo la escena que tanto prometía al matrimonio. Don Casimiro, después de guardar sus pequeñas gafas en el bolsillo izquierdo de la chaqueta, estrechaba la mano a los entusiasmados cónyuges y se despedía así de ellos, felicitándoles por la reciente adquisición. Buenos augurios acompañaban la reunión y la hora. Demasiado buenos.

Pocos días después de la mudanza, Sebas inició la que sería su nueva rutina: acostumbrados como nos tenía a su puntualidad, comenzó a llegar algo más tarde de las nueve de la mañana, y a salir un poco antes de las dos de la tarde. Luego, regresaba unos treinta minutos más allá de las cinco, y se escapaba de las cuatro paredes empresariales sin esperar a las ocho. Su tiempo con nosotros, compañeros y amigos, se iba reduciendo a ojos vista. Ya no había hueco para la cerveza. Ya no había espacio para el café. Si le preguntábamos, éramos obsequiados con su silencio y ninguneo, de modo que optábamos por dejarle hacer: “será la novedad de la casa, ya se le pasará”, sentenciamos un buen día finiquitando la cuestión. Todo, en algunos meses, volvería a la normalidad. Era muy posible.

Paso a paso, nuestro amigo fue cambiando también su estilo personal: su vestimenta dio un giro completo hacia lo más sencillo y rústico: si bien antes -como todos- gastaba traje y corbata, ahora lucía vaqueros raídos y camisa a cuadros, con chaleco enguatado sin mangas. El verde y el caqui se hicieron parte indivisible de su figura, así como una barba antes nunca vista, y una melena corta llena de largas canas, que acentuaba su abigarrada imagen. Sus charlas con nosotros también se iban limitando a los asuntos profesionales, dejando a un lado esas cuestiones intrascendentes, pero necesarias, de la vida. Desaparecieron sus bromas, tan habituales, y ya no le apetecía salir en grupo con nuestras mujeres, cada cierto tiempo, como solíamos hacer. “Sebas, el ermitaño”, empezamos a llamarlo, y a él le importaba tanto como todo lo anterior: nada en absoluto.

Habían transcurrido seis meses desde que Sebas y Elvira inauguraran su magnífico chalé en las afueras de la capital, con una gran fiesta a la que todos sus amigos asistimos. Aquella fue la primera y última vez que visitamos oficialmente la casa, y nada entonces hacía presagiar la peculiar llamada que más adelante la señora de Amorós efectuaría a nuestras oficinas. Aquel día el compañero no había acudido a trabajar, y pensamos que nos avisaba de una gripe o algo por el estilo. No podíamos estar más equivocados.

-Metalúrgica Llanes, ¿dígame? -contesté.

-Buenos días: soy Elvira, la mujer de Sebastián. ¿Jaime? ¿Eres tú?

-Sí, Elvira: ¿cómo estás? ¿Sebas está enfermo?

-No, bueno… ¡No lo sé! Parece que hoy no tiene previsto ir a trabajar, por eso os llamo. Pero poco más te puedo decir. Está tan… Esto es tan…

-¿Se encuentra bien? ¿Quieres que me llegue y hable con él?

-¡No! ¡Ni se te ocurra! Es mejor que no venga nadie más. Si yo pudiera me iría ahora mismo, pero no soy capaz… Tengo que colgar. Adiós, Jaime.

Elvira me dejó mirando el auricular de mi teléfono con cara de imbécil. ¿Qué había sido aquello? ¿Un aviso? ¿Una llamada de socorro? ¿Una despedida…? Colgué, alarmado, y fui a comentarlo con David, Fernando y Miguel, el resto del grupo de amigos y compañeros. Don Ángel, el jefe de planta, se encontraba de viaje de negocios en Asturias, de modo que podíamos hablar algo más de la cuenta, así como acortar la jornada si era menester. Un “a las ocho nos vamos para allá” pronunciado por David resolvió la breve charla mantenida y, sin más, así lo hicimos.

La selecta urbanización “Villas Sureñas” se encontraba a las afueras de la capital hispalense, en su inicio con el término municipal de San José de la Rinconada. Media hora más tarde de nuestra escapada, ya enfilábamos la carretera que conducía a la espléndida casa de los Amorós Bayona, sin una idea clara de lo que íbamos a hacer allí. David, Fernando, Miguel y yo mismo, compartíamos el coche del primero como si formásemos una cuadrilla al rescate del soldado desaparecido. Ojalá hubiera sido tan fácil.

-Menos mal que no está el guarda de las villas -apuntó David al entrar en la urbanización.

-Sí, porque ese avisa de inmediato a los propietarios -dije-. No nos interesa que nos esperen. Sebas se preguntaría la razón de nuestra visita sorpresa, y dejaríamos en evidencia a Elvira, aunque llegado ese caso ya se me ocurriría alguna excusa, tío. Ha faltado al trabajo sin avisar, ¿no? Pues listo. Estamos preocupados.

-Y tanto… -afirmó Fernando, bajando la ventanilla-. No gastan mucho en iluminación por aquí. Apenas veo nada. ¿Tú recuerdas qué casa era, David?

-Sí, no hay problema. Me oriento bien. Es aquella de la esquina. Hay luz dentro, parece. Y sale humo de la chimenea, ¿veis? Igual nos estamos pasando…

-Pues perfecto si es así, tío -defendí-. La voz de su mujer sonaba asustada, y tenéis que reconocer que el colega ha cambiado bastante en estos meses. No tiene nada que ver con aquel tipo que contaba chistes malos y siempre tenía una sonrisa en la cara. El que cada viernes nos invitaba a unas cañas. Ese ya no existe. La casa es lo único. La casa. ¡Esa dichosa casa!

Recuerdo que entonces apagamos el motor y las luces del coche, y aprovechamos la soledad y silencio del lugar -tan solo roto por el ladrido de algunos perros- para aproximarnos lo máximo posible a los alrededores del chalé. Quietos en el interior del vehículo, intentábamos decidir cuál sería nuestro próximo paso. ¿Bajar y llamar a la puerta de aquel presunto misterio? ¿Observar sin más? ¿Meter marcha atrás y dar por buena la aparente normalidad de la escena? Las opiniones estaban divididas y nos inmovilizaban. David decidió por todos. Y, cobardes, optamos por la última opción y nos fuimos…

Al día siguiente, Sebas “el ermitaño”, acudió a trabajar como de costumbre, como si nada hubiera pasado. Se comportaba con naturalidad, dentro de lo que cabía, y nos hablaba brevemente de un malestar estomacal que lo había metido en cama 24 horas antes. Nadie fue capaz de llevarle la contraria o de rebatir su excusa, a pesar de la llamada de Elvira. En cierto modo nos asustaba nuestro amigo, ahora tan serio y distante. Tan distinto al que recordábamos.

Los siguientes meses hasta la desaparición de Amorós transcurrieron rápidos, dejándonos ver con estupefacción e impotencia cómo aquel compañero de vida se maltrataba a sí mismo, y se exponía a ser despedido. Astuto como un adicto, sabía cogerle las vueltas a don Ángel, y este jamás se enteraba de sus cada vez mayores ausencias, faltas de puntualidad, y escapadas injustificadas. Los demás le tapábamos todo lo que podíamos, ignorantes del daño que causábamos con nuestra complicidad. Debimos plantar cara a su obsesión, pero seguíamos siendo unos pusilánimes que rechazaban la única verdad: Sebastián Amorós estaba siendo abducido por su propia casa. Así nos lo había confirmado Elvira, otro día cualquiera, con una nueva llamada.

-No está enfermo, Jaime. Bueno, no físicamente… Está obsesionado por esto, por estas cuatro paredes, por el jardín, la piscina, los columpios, los árboles… No deja de trabajar, encantado y sonriente, y acudir a la oficina o a cualquier otra parte le parece una tremenda pérdida de tiempo. Así me lo ha dicho hoy mismo, que se ha negado a salir. Dice que la casa lo necesita y que él no dispone de energía para nada más. Para nadie más. Intento ayudarle en sus tareas porque estoy de acuerdo con él en que la casa lo merece, pero… Me ha pedido el divorcio.

-¿Cómo? ¡Pero si sois la pareja perfecta! ¡La envidia de todos, Elvira! No me lo puedo creer. Será una crisis de la edad, mujer. Ya tiene 55 años el amigo…

-Yo también los tengo, ¿sabes? y jamás diría o haría lo que él dice y hace. En casa ya no se afeita ni se peina. Rara vez se asea. No encuentra tiempo para comer, y solo bebe agua de la cantimplora que lleva colgada al cuello, para no perder un minuto de su ajetreada rutina. Ha adelgazado mucho, aunque se niega a reconocerlo y, por supuesto, a pedir ayuda profesional. Me mira, al sugerirlo, como si la trastornada fuera yo. Los chicos ya nunca vienen a visitarnos, porque su padre los asusta. Los trata mal. No los quiere aquí, pues le distraen de la faena. De lo que de verdad le importa.

-¿No estarás exagerando? Está algo raro, sí, pero como para no querer recibir a sus hijos…

-No, Jaime. Me quedo muy corta. ¡Ha pintado la casa entera diez veces! En cuanto termina, vuelve a empezar. Ha cambiado las losetas del suelo, que estaban casi nuevas, y aun así dice que volverá a hacerlo, que desmerecen su preciada posesión. La piscina la llena y vacía una y otra vez, porque busca un agua cristalina, sin mácula. La limpia sin descanso, incluso cuando no se utiliza. ¿Y el jardín? ¡Ay, Dios! El jardín tiene el césped más impoluto que he visto en toda mi vida. Tenemos un armario lleno de insecticidas, desinfectantes, raticidas… Es obsesión, Jaime. Enamoramiento, pasión, delirio por esto. La casa lo ha abducido por completo, y él es el único que aún no los sabe.

-¿Podemos ayudarte, Elvira? -pregunté sin saber qué más decir.

-Os lo agradecería en el alma, porque me siento insegura e incapaz. Intento dejar esto, pero no puedo… Discúlpame: viene para acá y he de colgar. Volveré a llamar en cuanto pueda. ¡Adiós!

Huelga decir que la llamada prometida jamás se produjo, y que a raíz de mi última conversación con Elvira, Sebas dejó de acudir a la oficina ya de forma absoluta, sin trascender la menor explicación por su ausencia. Todavía hoy, un año después, se desconoce qué pudo haberle ocurrido a aquel matrimonio tan feliz, que poco tiempo atrás adquiriese la mejor de las viviendas para establecerse de forma definitiva. Sebastián y Alejandro mantienen la esperanza y todavía buscan a sus padres. La policía no sabe y no contesta. La casa, ahora, se encuentra abandonada incluso por sus hijos. Los amigos, desconcertados, ni siquiera podemos llorar su pérdida. Yo… yo sé algo, pero también sé que es inverosímil, absurdo, y que jamás lo contaré más que en estas páginas privadas que hoy me sirven de recuerdo y desahogo. No pienso acabar mis días en un psiquiátrico.

Sé que volví a la casa de “Villas Sureñas” una vez más, esta vez solo, jugando al detective novato dispuesto a averiguar la verdad. Sé que el exterior de la vivienda, a pesar del certificado abandono, se mantenía pulcro, inmaculado, perfecto, como un retrato idílico de lo soñado por cualquier persona cabal… También que la casa lucía inanimada, carente de cualquier recuerdo vivo. Irrespirable. Insoportable en su excelencia. Poderosamente atrayente e insalubre a un tiempo. Y, por último, sé que al intentar abrir aquella puerta en cuyo pomo se reflejaba mi asustada imagen, pude escuchar -sin ningún lugar a duda- una voz tan extraña como todo lo demás, que me preguntaba sin descanso: “¿Quieres ser el próximo?”

«CONTARÉ HASTA DIEZ». La frase.

LA FRASE

A Luque, la camarera más veterana de la mejor tasca del Barrio de San Gil, nadie la llamaba por su nombre de pila. De hecho, pocos conocían ese dato exceptuando a su distanciada familia y a su jefe, Esteban, que la había contratado hacía ya una década. Y es que la vida de nuestra protagonista, una joven sevillana de treinta y dos años, nunca fue demasiado justa, ni bonita, ni generosa. Privarla de su patronímico solo resultaba una anécdota más.

Nacida tras cuatro varones, el original hecho de ser chica no supuso para el matrimonio formado por Juan y Soledad ninguna alegría; cinco bocas que alimentar en una casa donde solo existía el escueto y menguante sueldo del padre de familia, que ignoraba -por voluntad y cabezonería- la existencia de los métodos anticonceptivos. Su mujer, tan resignada siempre como luego lo sería su hija, jamás se atrevió a oponer algún tipo de resistencia al patriarca. Así se lo había enseñado su madre, como a esta, antes, su abuela. Al hombre se le debía respeto, lealtad y obediencia, y si una noche sí y otra también aparecía con ganas de farra, obligado era proporcionársela. Y con buena cara, además, así llegara tambaleándose, apestando a alcohol, tabaco y vete a saber qué otros perfumes.

Soledad siempre se reprocharía, a veces de forma velada y otras no tanto, el haberse cargado de hijos a los que culpaba de su enorme deuda. Las facturas se acumulaban en la parte alta del expoliado mueble bar, llegando a coger tanto polvo como el que ya anidaba en su ánimo. Algún día recordaría la mujer, con nostalgia, aquellos años en los que creyó que podía llegar a ser alguien de provecho; una buena maestra, una eficaz costurera, o la digna propietaria de una pensión decente con derecho a cocina. Solía pensarlo tras cada rara vez que se quedaba consigo misma en su reducido piso, situado al sur de la ciudad, cuando los chicos se encontraban en el colegio, y su marido arreglaba el mundo en la barra de cualquier bar. Entonces se encerraba en su dormitorio, se miraba al espejo apoyado en la anticuada peinadora, adornado de grietas y moho, y se ahuecaba el pelo aún oscuro, convenciéndose de ser persona, además de madre y esposa.

Pero no eran tiempos, aquellos dictatoriales, de derechos humanos ni otras alharacas, sino de obligaciones conyugales y familiares, devociones cristianas y marianas, ayunos y puntuales comuniones con ruedas de molino. Juan no era mal hombre -se decía, piadosa- sino solo un poco egoísta, como todos. Correspondía a la mujer ser generosa y desprendida, decente y callada, para ser bien vista a los ojos de Dios y de la parroquia. Toda la vida se guardó para sí sus dudas sobre el más allá, y por ello, cuando asaltaban las preguntas y los miedos, se flagelaba con el cinturón de su esposo, como castigo a su falta de credo. Dios, todopoderoso, sabría perdonárselo. O eso pensaba Soledad hasta que nació Luque: su hija no deseada.

No solo no la quiso por nacer una hembra débil, a diferencia de sus bien formados hermanos, y hacerles gastar más de lo permitido en médicos, pomadas y ayudas protésicas en su primera infancia, sino porque a causa del parto, a Soledad se le debió practicar una histerectomía de urgencia, tras una hemorragia en la cuarentena, que puso en serio peligro su vida. Nunca se lo perdonaría. A pesar de no querer tener más hijos, el hecho de que recayera en la niña la “culpa” de su esterilidad hizo que su repudio fuera aún más sincero.

Y de aquellos polvos, los presentes lodos.

Luque, la camarera, tenía los treinta y dos años más apáticos que existir podían, a pesar de trabajar en una tasca tan alegre y ambientada como la de Esteban, situada en uno de los mejores y más señeros barrios de Sevilla. La tristeza le venía de lejos.

-Buenos días, don Anselmo. ¿Le sirvo lo de siempre?

Don Anselmo, un caballero de los pies a la cabeza, solía desayunar en la tasca de la calle Bécquer donde trabajaba nuestra protagonista, y su comanda siempre era la misma: un café con leche y una tostada con manteca “colorá”, para finalizar con una copita de coñac y un cigarro negro, antes de emprender camino a su rutina. Él era el dueño de unos almacenes de telas ubicados a poca distancia del local, sitos también en San Gil, y así podía permitirse flexibilidad horaria y degustar la primera comida del día con tranquilidad. Del mismo modo también revisaba el periódico, y observaba al personal del bar, concentrando su atención en Luque. Su languidez y apocamiento le llamaban mucho la atención, pues no correspondían con el buen trato dado a la clientela, en especial con su persona, ni con su juventud. La chica, además, carecía de esa belleza andaluza tan alardeada por poetas y letristas de coplas, pero aun así él adivinaba algo en su mirada y en su forma escueta de sonreír, siempre evitando mostrar demasiados dientes. Don Anselmo veía mucho más en ella de lo que Luque, invidente para sí misma, podía hacerlo.

-Buenos días, muchacha. Lo de siempre. Hoy ha amanecido un día espléndido, ¿no te parece?

-Sí… Si usted lo dice, así será. Enseguida le traigo el desayuno. Aquí está el diario, señor.

-Gracias. Eres muy amable.

Don Anselmo bajó las manos que mantenía en alto como si alguien le apuntara con un arma, cuando Luque terminó de restregar el paño sobre la mesita de mármol blanco, y le dejó la prensa del día. Ella la guardaba para él, a escondidas de Esteban y del resto de camareros, ávidos por ser los primeros en hojearla. Nadie era tan considerado con ella como ese señor de ¿cincuenta años? que le sonreía y obsequiaba con muy buenas propinas casi a diario. Realmente lo echaba muchísimo de menos los días que no aparecía por la tasca, haciendo que sus jornadas fueran aún más opacas de lo habitual.

Alguna vez acudía a comer, sobre las tres de la tarde, cuando finalizaba su trabajo en los almacenes, y entonces acostumbraba a pedir el menú del día (los guisos de Encarnación, la mujer de Esteban, eran espectaculares), y media botellita de vino tinto que le pintaba sendos parches rosados en la cara. Ni así perdía la compostura semejante caballero, siempre tan bien vestido como coordinado de corbata y pañuelo, algo que ella jamás había conocido en su padre, ni en nadie de su familia, a pesar de la época. Juan, el arreglamundos, solo había tenido un traje y un sombrero en sus cuarenta y cinco inviernos vividos, y apenas si los había estrenado. Él detestaba las apariencias. Y los buenos modales. Murió joven, alcoholizado, y dejando a su familia en la ruina. A Luque le parecía que las comparaciones eran muy dolorosas, y que ella hubiera dado su brazo derecho por tener en su niñez a un padre como don Anselmo. Tal vez, también, una madre como doña Encarnación…

Un feliz día, un felicísimo día en realidad, la camarera tristona que apenas sonreía, ni miraba a nadie a los ojos más allá de unos segundos, recibió, con la alegría disimulada de costumbre, la visita del caballero de traje, corbata y pañuelo, y al ser ya casi las tres de la tarde, lo atendió anunciándole el menú de la jornada: un exquisito cocido de chícharos, habichuelas y calabaza. Mientras esperaba el visto bueno de don Anselmo para ordenar la comanda, este dibujó una mueca triste en sus labios, y la invitó a sentarse frente a él, en su misma mesa, situada justo donde se encontraban los enormes ventanales de arcos de medio punto del local. Los rayos del sol que entraban hambrientos en la tasca, calentaban el ambiente aún frío del final del invierno. Luque obedeció extrañada, pero sin rechistar. Ella habría seguido a aquel hombre al mismísimo fin del mundo.

-¿Ocurre algo, señor? ¿No es de su agrado el plato de hoy?

-Sí, claro que sí. No es eso, mujer. Es que me gustaría decirte algo… Escúchame con atención durante un instante, y luego ya puedes ir pidiéndome ese potaje que tan bien cocina doña Encarnación. ¿Conforme? Siéntate, por favor.

-Dígame usted…

Solo fue una frase: solo unas cuantas palabras las que don Anselmo dirigió a una absorta Luque, que pareció transformarse al escucharlas. Cuando él calló, la camarera asintió sin abrir la boca, se levantó y se dirigió a pedir su comida. En esta ocasión, la joven no se conformó con vocear de forma discreta el pedido desde una esquina de la barra, sino que entró en la cocina donde se encontraba parte del personal, incluidos el jefe y su mujer, y les informó -con seguridad y aplomo- de que su nombre de pila era Araceli, no Luque, y que no deseaba ser llamada por su apellido durante más tiempo. Boquiabiertos todos la miraban expectantes, esperando algún tipo de explicación o discurso posterior, aunque ninguno se atrevió a realizar pregunta alguna sobre ese cambio de actitud. La camarera, por el momento, no tenía nada más que añadir. Eso sí, sonriente y orgullosa, no se olvidó de pedir un buen plato de cocido para don Anselmo (su caballero de resplandeciente armadura).

Durante las semanas siguientes, ya bien entrada la estación más hermosa de Sevilla y próxima la Semana Santa, Luque, reconvertida en Araceli, fue experimentando cambios en su forma de ser que se iban reflejando, también, en su aspecto exterior. Así, la chica cuyo nombre significaba “altar del cielo” comenzó a respetarse y a hacerse respetar por los demás, contando siempre con la ayuda y apoyo de don Anselmo quien, en otro día mágico, le pidió que le rebajara el tratamiento y le tuteara. Que ya iba siendo su hora.

-¿Lo de siempre, Anselmo? –preguntó Araceli, sin miedo a sonreír y mostrar su imperfecta dentadura.

-Vengan ese café con leche y esa tostadita con manteca “colorá”, muchacha. ¿Sabes? Te encuentro distinta. Ya me dirás de qué se trata… -tonteó el dueño del almacén de telas, dejando escapar una sonrisa inmaculada que invitaba a mucho más.

-Debe ser la primavera -contestó Araceli, coqueta-. Dicen los que saben que altera mucho la sangre.

-Indudablemente. La sangre y el corazón, niña. Y el corazón… ¿Quién me iba a decir a mí? ¿Quién?

-No te entiendo, Anselmo. Si me explicas, tal vez…

-Dame tiempo y lo entenderás todo, muchacha. ¡Eh! Tráeme rápido el desayuno, por favor, ¡que hoy llego tarde al trabajo!

Las conversaciones entre el señor de mediana edad y la camarera, ya menos tristona, de la tasca de Esteban, amparadas por esa Esperanza que compartía la calle con nombre de poeta, no podían sino crecer hasta descubrirse enamoradas. Él le contó en cierta ocasión sus cuarenta y siete solteros años, y ella le respondió que solo supondrían quince de diferencia entre ambos, y que por su parte no serían ningún problema. Anselmo y Araceli al fin se conocían como siempre habían pretendido, y todo había comenzado un día feliz, con una oportuna frase…

¿Pero qué frase era esa?

Fue al finalizar esa primavera cuando el primer y único pretendiente de Araceli Luque cumplió la palabra dada, y se atrevió a declararse como solo un caballero lo haría: de rodillas y por derecho, pidiéndole matrimonio a la joven tasquera delante de todo el local, su jefe y el resto de empleados del sitio. Aquella mañana, además de cafés para todos, también hubo una copita de aguardiente para celebrar el próximo enlace, que corrieron a cuenta del encantador empresario textil. El “sí” de nuestra protagonista, que en tan poco tiempo de relación ya lucía muy distinta y mejorada, vibró fuerte y convencido entre las viejas paredes del bar de Esteban, y la felicidad que emanaba de la ya oficial pareja, resultó exultante y contagiosa, digna de enmarcarse en una calle llamada Bécquer, y de ser asistida por la cercana bendición de una Esperanza como la Macarena. El cuento terminaba perfecto, aun cuando nadie sabía del cómo ni porqué de su comienzo.

Y es que hubo un momento, y hubo una frase.

Araceli, con el tiempo, no solo se convertiría en la amante esposa de Anselmo, sino también en una apasionada estudiante con vistas a poder trabajar, codo con codo, en la empresa de telas de su marido. Del mismo modo la antigua Luque llegaría a ser su imprescindible mano derecha; a descubrirse como una experta contable, y una eficaz administradora del negocio familiar. Poco a poco, conforme su formación y experiencia laboral iban en aumento, la confianza en sí misma -impulsada por aquellas importantes palabras que nunca olvidaría- crecía de forma natural, con humildad y prudencia, pero también con orgullo y ejemplaridad, siendo un gran motivo de alegría para su marido, y para todo el personal de los viejos almacenes.

Con los años se haría muy querida entre sus empleados, familiares políticos, y todos esos buenos amigos que procuraban su contacto, conocedores de su sencillez, simpatía y bondad. También recuperaría, no sin alguna reticencia ajena, la relación con su madre y hermanos, incrédulos e intrigados ante la nueva Luque. La excamarera se sentía, al fin, muy feliz, muy agradecida a la vida y a su actual suerte, y no quería volver la vista atrás más que para recordar y recordarse, cada mañana, una valiosa frase. Aquella que un afortunado día don Anselmo, su caballero de resplandeciente armadura, pronunciara para ella, consiguiendo despertarla con más empeño que ningún mágico beso inventado en cuentos de hadas. La oportuna máxima rezaba así:

“A partir de ahora serás consciente de tu enorme potencial, y vivirás de acuerdo a él: estás llena de gracia, valor y riqueza. Jamás, nunca, ni un solo día lo olvides”.

«CONTARÉ HASTA DIEZ». Fóbica.

FÓBICA

No siempre he sido una antipática. Antes, en mi infancia, disfrutaba del contacto humano, de la naturaleza, de las fiestas, de los viajes y de casi cualquier otra cosa, como casi cualquier otra persona. Disfrutaba de la vida, en general. Pero al entrar en la adolescencia y coger unos kilos extra, constaté que un mundo oscuro y siniestro me rodeaba: los chicos me rehuían, las amigas dejaban de serlo, los profesores me criticaban en su afán corrector, mis padres ya no parecían tan adorables, y mi hermano pequeño era un absoluto incordio.

En cuanto pude dejé los estudios y me procuré un trabajo que permitiera mi aislamiento e independencia. También adopté un gato, animal tan parecido a su dueña que a veces asusta. Los dos somos seres huraños que no soportamos a ningún antipático más. Nos bastamos y sobramos en casa. Y en la calle, pero ahí poco podemos hacer. Vivimos nuestras fobias (yo las sufro casi todas) en silencio y armonía. Nuestro hogar es amargo, pero un paraíso en comparación con lo demás.

Padecer de necrofobia, y así decirlo, se comprende y tolera por la plebe, por tu familia, por todos, vaya. Sufrir de androfobia ya no es tan bien aceptado… sobre todo por los hombres. Y sí, yo tengo algún kilo de más repartido entre pechos y caderas, pero gusto mucho al sexo masculino, de modo que me supone un problema social. Otro problema más.

También poseo, entre mis miedos, la acrofobia, la aicmofobia, la barofobia, filofobia, fotofobia, glosofobia, claustrofobia, hematofobia, musofobia, agorafobia en ciernes… casi podría decir -con poco margen para el error- que la única fobia que no padezco es la referida a los animales, tan común por otra parte. Todo lo demás es capaz, en algún momento, de asustarme, aunque intento luchar contra ello cada segundo de mi alarmada vida.

Antes de empezar a detestar a diestro y siniestro, a odiar a la gente en general, y a los hombres en particular, a temer a las tormentas, a los pinchazos, a la noche, a los espacios cerrados, a los abiertos, a las alturas, a la luz, a la sangre, al amor e incluso al coito, recuerdo haber intentado acudir en busca de ayuda profesional. Recuerdo haber hojeado páginas en internet en pos de algún psicólogo experto en fobias surtidas y miedos a granel… pero mi temor a exponerme públicamente, a relatar mi terror a vivir y morir (por resumir un poco) me paralizó. Decidí entonces que lo mío no tenía cura posible, y que debía aprender a manejarlo de forma suficiente para llevar una vida normalizada.

Puedo sentir próxima la claustrofobia incluso minutos antes de acceder al ascensor. Vivo en un séptimo piso, de modo que el optativo plan B de subir y bajar las escaleras (que tan bien me vendría), lo relego a situaciones extremas como es la falta de luz, o aquellas en las que el habitáculo de los demonios se encuentra estropeado. De forma habitual subo (y sufro) en la caja.

Y la caja de marras es pequeña de narices, lo cual aumenta mi trastorno hasta transformarlo en un miedo irracional que me pone siempre de malas pulgas. Si no tengo que salir de casa, todo va bien: puedo resultar razonablemente tratable. Si he de hacer unos recados, acudir a mi dietista para que me regañe, visitar a mis padres, o caminar para no entumecer mis regordetas piernas, la frecuencia cardíaca se eleva de forma incontrolada, y mi escasa sonrisa desaparece hasta el ansiado regreso al hogar.

La agorafobia, otra de esta clase de dolencias, también desea, como digo, instalarse en mi apartamento, y es cuestión de tiempo que se haga con las llaves y me arrincone… ¿Qué hacer? De momento, dormir. Esta mañana me he despertado antes de lo habitual y cargo con un sueño de mil pares de pelotas. Son las cuatro de la tarde, me he comido entera -lo que tiene vivir sola con un gato- una inacabable fuente de macarrones con queso, que la comida no me asusta, y estoy que me caigo en los flácidos brazos de Morfeo.

¡Maldita sea mi estampa! Acabo de recordar que tengo que bajar al contenedor unas cajas viejas que ya no me sirven para nada más que para tropezar con ellas de modo repetitivo, y que debo hacerlo antes de que caiga la noche y aún me aterrorice más de lo habitual. Durante toda la mañana ha estado lloviendo y tronando a base de bien, y la brontofobia acecha; ni imaginar quiero que un relámpago me sorprenda con la nocturnidad que, también, tanto temo. Vivir en un piso sin vecinos sobre mi cabeza supuso una tentación en su día (hay fobias que superan en peso a otras), y no me puedo permitir un cambio domiciliario de momento, así que ajo y agua. Sobre todo agua, ¡qué barbaridad la que está cayendo! Pues nada, a bajar se ha dicho y encima con equipaje, para estar más holgada dentro de la puñetera caja…

-Buenas tardes, vecina.

-Hum… ¡Creo que bajaré por las escaleras!

-¿Seguro? Si ya está aquí el ascensor… Anda, pasa, mujer.

-Gracias. (La madre que me parió a mí y la que parió al vecino, ¡pues no que ahora estoy en este cajón lleno de trastos viejos, y cuasi pegada a un tío barbudo y sudoroso de unos noventa kilos de peso! ¡Con lo coitófoba que soy!).

-¿Tú te llamabas Paula, no?

-Sí. (Aviado va este si piensa que voy a preguntarle su nombre. Ni lo recuerdo, ni lo sé, ni me importa. Lo malo de bajar en ascensor desde un séptimo piso es que te da tiempo hasta para escribir un libro. Me cago en todo lo malo, ya).

-Vale. ¿Recuerdas el mío?

-Pues no. ¿Es necesario?

-Vale, Paula.

¿Qué es lo que vale, exactamente? (La androfobia va en aumento por instantes; la motiva mucho el ir a dar con uno de los peores tipos que conozco, en uno de los peores lugares para mí. Y aún quedan varios pisos más…).

-Que sí, mujer. Que estoy conforme con que no te importe saber mi nombre. Que vale. Aunque seas un poco borde, me pareces la tía más buenorra del bloque. ¿Cuánto espacio crees que habrá entre nosotros ahora mismo? Espera que detengo este chisme y lo medimos, ¿vale…?

-Ni se te ocurra, comotellames.

-¡Tarde! Ascensor parado. Déjame ver: mediré al modo anglosajón, en pulgadas. Te gustará…

-¿Pero qué haces, imbécil? (El capullo del séptimo B se me acaba de echar encima con los dedos hacia arriba, en el más ridículo de los gestos. Este se cree gracioso y se va a comer la caja más grande que he traído. Lo malo es que los botones los tiene a su espalda, ha parado el ascensor en el segundo piso, y no sé cómo salir de aquí antes de que me desmaye (algo que está a punto de suceder), y el tío aproveche la circunstancia. Gritaré.

-Ven aquí, Paulita…

No me ha dado tiempo a abrir la boca: ignoro de qué forma pero el ascensor ha iniciado una subida vertiginosa que ha inmovilizado a mi presunto violador, tan espantado como yo ante lo que está sucediendo, y nos ha situado a ambos en el suelo, agachados y con las cabezas bajo nuestras manos. Los paquetes viejos han quedado en el centro, haciendo de obligados árbitros. La otra caja, la que nos cobija y asusta, sube a unos ochenta kilómetros/hora, pero teniendo en cuenta que estamos en el segundo piso y que el edificio termina en el séptimo… ¿cuánto tiempo puede durar el ascenso sin que salgamos disparados por la azotea? Mi distiquifobia va en aumento.

No hay plantas suficientes en este inmueble para alojar un ascensor reconvertido en cohete espacial; sin embargo la oscuridad fluorescente de costumbre y el sentido claustrofóbico de rigor están ahí, con nosotros. No se produce ningún impacto con ningún techo, ni rompemos nada en absoluto con las temblorosas testas, lo cual es -si cabe- más extraño aún. Ya deberíamos estar fuera del bloque, surcando los cielos en busca de una muerte circense. También es extraordinario que yo siga consciente y razonando como lo hago. El rijoso de mi vecino sigue frente a mí, agachado, encorvado, con las manos en la cabeza que dirige hacia el suelo, sudando y tiritando a la vez, y ya no articula palabra ni siquiera para lamentarse por tan absurda situación. Si no fuera porque le detesto, me compadecería de él.

-¿Qué está pasando, vecino? ¿Tienes alguna idea? -le digo con un susurro de voz, disimulando mi acrofobia.

-¡Vamos a morir! ¿Es que no lo ves? ¡Déjame en paz! No solo eres una malaje, tía: ¡también eres gafe! ¿Vale?

-Bueno, eso no lo sabemos –digo susurrando y actuando con un sorprendente autocontrol-. Esta situación es tan irreal, tan surrealista, que igual cuando menos lo esperemos se resuelve por sí sola. Tengo esa ilusión, al menos.

-¡Y me llamo Rafael, para que lo sepas!

-Eso, Rafalito… No me acordaba. ¡Pero no llores, hombre! ¡Si está entrando luz! ¡Estamos fuera y seguimos subiendo! ¿No sientes el calor? ¿Por qué no me desmayo? ¿Y por qué no me muero? Esto no tiene ningún sentido. ¿Y ese timbre?

Abro los ojos de puro espanto y no me ubico ni en lugar, ni en tiempo, de modo que giro la cabeza hacia mi izquierda en busca de la exactitud del reloj despertador: las cuatro y treinta minutos de la tarde. Las cajas viejas continúan en el suelo, al lado de mi cama, y mi oportuno gato, sin importarle lo fotófoba que soy, ha dejado abiertas las cortinas en uno de sus acrobáticos saltos, con el sol entrando a raudales por la ventana de mi habitación. La odiosa tormenta de la mañana ha dado paso a una discreta calma meteorológica que alivia mi espíritu, pero aun emetofóbica como soy, las náuseas me verticalizan y dirigen rápidamente hacia el baño, dejándome limpia de miedos y vacía de macarrones.

“Solo ha sido una pesadilla” -me digo-, la más espantosa que alcanzo a recordar y que, no obstante, va a servir para algo: no volveré a coger un maldito ascensor en mi vida, y nunca, nunca, nunca volveré a comer tanto. De esta adelgazo, ¡seguro!

«CONTARÉ HASTA DIEZ». Portada.

Registro: RTA-415-18 201899903059205.

Autora: Marga de Cala

Diseño portada: Marga de Cala

Todos los derechos reservados.

Únicamente para lectura en la página escritopormarga.es 

Próxima entrada 11 de abril: 1.º Relato Corto «INTROITO».