Cada noche, a las once en punto, una reluciente copa de brandy aparecía servida en la mesa del rincón, justo bajo el retrato del apuesto capitán Herranz, muerto hacía veinte años en altamar. Ninguno de los escasos clientes que aún se atrevían a visitar la taberna admitía haberla puesto allí.
Lucía, la nueva camarera, decidió esperar oculta tras la barra. A la hora señalada, el aire se volvió espeso, las velas se apagaron y un leve aroma a salitre inundó el salón. La copa, con su inconfundible destilado ámbar, apareció sola, brillante, luminosa, como invocada por el retrato.
Al acercarse, vio una huella húmeda junto a la silla. Y sobre el mantel, escrito con gotas oscuras: “Sigo esperando el brindis”.
Desde entonces, Lucía nunca falta a la cita. Y cada noche se sienta en la mesa del rincón, eleva su mirada hacia quien ya es su capitán, y copa en alto brinda… en la mejor compañía.

