Existe un tipo de desprecio que no nace del odio, sino de la rendición total. Ya lo intentaste todo: el diálogo, la intercesión a través de alguien próximo, la paciencia, la esperanza, el silencio y lo contrario… Incluso hubo un absurdo momento en el que regalaste unas disculpas que jamás debiste ofrecer, pues no eras tú el errado, solo quien mejor evolucionaba. Te rebajaste sin problema por un bien común, bajaste la voz, suavizaste las palabras y te tragaste lo que realmente querías decir; has dado espacio, tiempo, comprensión, interés sincero por los suyos… cuando el otro (masculino genérico, ya sabemos) practicaba una histriónica indiferencia con los que tú amas por encima de él y de todos. Pero nada le llegó o conmovió: cosas de la apatía o de la psicopatía, vete a saber. Nada rompe esa muralla que el otro (tan mal educado como asesorado) decidió un buen día levantar.
Y entonces, asumida la irreversibilidad, se instala un sentimiento distinto, no el de la pérdida, sino el de la incomprensión total, el de la indignación contigo mismo por permitir un nuevo maltrato, y -ya en firme- el deseo de cerrar esa puerta para siempre jamás. Ver a alguien elegir la sombra antes que mirarte a los ojos, preferir el orgullo antes que la verdad… cortar lazos de sangre solo para no cruzarse contigo… eso ya no duele. Se convierte en una especie de desprecio sereno, un «bah» profundo, una mezcla de desengaño y lucidez: la certeza de que ya no puedes ni debes hacer más.
No hay mayor desgaste que intentar convencer a quien no quiere salir del error. Así que se aprende a soltar, no por frialdad, sino por respeto propio y reserva de la autoestima. Y aunque joda ver cómo alguien se va hundiendo en su cerrazón, en su heredada terquedad, perdiéndose tantas cosas maravillosas, algo dentro de ti empieza a respirar al fin: la paz de haberlo intentado todo, y la firmeza de no volver a mendigar humanidad donde solo existe un indolente vacío.
Aún faltaría una última cosa que decir, por si la malsana curiosidad le invita a estas letras tan por siempre ignoradas: A. T. P. C.

