Esa Navidad, Julia pensó que ya no hacía falta explicar nada.
Había cumplido con todo y con todos: trabajar, cuidar, mantener, resistir. Aun así, se sentía prescindible, como una silla que nadie nota hasta que falta.
Se sentó sola un momento, antes de la cena, con las luces del árbol apagadas porque solo ella se acordaba, noche tras noche, de encenderlas.
Entonces cerro los ojos e imaginó —sin dramatismo— cómo sería la casa sin ella y sin esas pequeñas “chorraditas” para estar todos más a gusto, con las que tanto solía disfrutar.
Pero contrariamente a lo supuesto no vio tragedias, solo pequeños desajustes carentes de importancia: el vino servido demasiado pronto y en copas inadecuadas, un mantel torcido a falta de planchar, velas sin prender, el silencio tras las extrañas bromas de su marido que ella solía amortiguar, alguna felicitación que no se produjo por ausencia de iniciativa, la foto del brindis pendiente de un recordatorio para la pose…
Nada grave. Nada visible. Tonteriítas.
Pero en esa suma de detalles sin importancia, la noche se volvía más pobre.
Julia sonrió y abrió los ojos, para luego encender el árbol y dirigirse a la mesa donde ya estaban todos esperándola con sus brillantes copas.
No salvaría el mundo. No cambiaría la historia de nadie. Pero esa Navidad entendió algo sencillo: su vida no era un milagro, era un pilar.
Y con eso bastaba.

