«AURORA» (parte 1)

«Nunca llegué a conocer a mis abuelas, pues ambas habían muerto demasiado pronto a manos de una enfermedad que, según escuché, había amargado sus rostros y sus espíritus, y tal vez por eso, cuando conocí a Aurora a mis quince, tras una mudanza familiar a la comarca del Aljarafe, sentí que había encontrado a mi Yaya… La casa de mi abuela putativa era una descripción arquitectónica de sí misma: independiente, rodeada de un pequeño jardín, aliviada con una escueta piscina en la que chapotear juntas, y provista de un tejado a dos aguas que embellecía su fachada color granate. En el espacio destinado a garaje había dispuesto su preciado taller de arte, donde ofrecía clases particulares a quienes deseaban aprender a pintar y a vivir… Mi abuela (ambas acordamos en su momento el parentesco) había decorado cada estancia de su vivienda con un color distinto, dando esa impresión de casa-guardería tan naíf. De sus muchas paredes también colgaban numerosos lienzos pintados, todos sin enmarcar y todos suyos, con un diminuto “Aurora” en color verde firmando cada pieza.

En su hogar el sol de la tarde se colaba por las ventanas blancas de medio punto, entre las cortinas de lino, y dejaba manchas doradas sobre el suelo de madera oscura. La casa de Aurora -a veces también la llamaba por su nombre de pila- estaba impregnada del olor a pigmentos húmedos, papel prensado y té de jazmín. En ocasiones, cuando se sentía repostera, también se filtraba al exterior un aroma a crema pastelera, azúcar quemado y vainilla. Tenía ochenta años cuando la conocí, y aunque su media melena blanca y escasa hablaba de su avanzada edad, su rostro, su mente y su cuerpo seguían mostrándose firmes, seguros, imbatibles, risueños… como si el tiempo hubiese decidido darnos una tregua para coexistir un poco más. En honor a la verdad, debo decir que mi abuela era una mujer muy bella, de facciones armoniosas, labios carnosos, y grandes ojos turquesa, y que lo fue tanto de joven (según pude comprobar por sus fotos), como de mayor… El tiempo nos gasta pero no cambia quienes somos.

Aurora era pintora de acuarelas y profesora de arte. No había elegido la acuarela por casualidad, sino porque esa técnica —tan frágil, tan rebelde, tan difícil de controlar— reflejaba con exactitud la manera en que ella entendía la vida. «Uno nunca sabe dónde se va a correr el agua», solía decir entre risas a su alumnado, «y por eso hay que aprender a reírse hasta de los charcos», apostillaba. Normalmente solo daba clases a unos cuatro o cinco estudiantes por temporada, pues ni el taller permitía más público, ni ella gustaba de impartir su ciencia a más personas de las que podía atender con plena dedicación.

Me contó que vivía sola por decisión propia, pues pretendientes -presumía risueña- nunca le faltaron, pero cuando les hablaba de su trabajo, sus inquietudes, su activismo… el que no la cuestionaba y fruncía el ceño, sencillamente desaparecía. «Eran otros tiempos», sentenciamos, algo tristes. Nunca, por tanto, había tenido hijos, y aunque alguna vez se lo preguntaron con un dejo de pena o sorpresa, ella contestaba siempre con la misma ironía: «Prefiero que sean mis pinceles los que hagan travesuras, son más fáciles de limpiar». Su independencia no era amarga ni defensiva; estaba llena de humor y de una energía contagiosa. Era una mujer que se reía de sí misma, que sacaba punta a los problemillas del día a día, desarmándolos y reduciéndolos a la nada, que organizaba meriendas con vecinas más jóvenes a las que les llevaba su peculiar repostería casera (una vez regaló -con toda su buena intención- unas galletas tan duras que cuando la obsequiada hincó el diente y casi mellada queda, Aurora se echó a reír, se disculpó, y la informó de que ya tenía material para construir el tabique que proyectaba para el jardín…), y que salía a manifestarse por los derechos de las mujeres y los migrantes, con la misma pasión con la que mezclaba sus colores en la paleta. Ante estas cuestiones sí se ponía seria la abuela, «porque con los vulnerables no se juega», repetía convencida.

En la casa polícroma también vivía el maravilloso Travis, un perro mestizo de orejas grandes y mirada noble, rescatado de la calle hacía ya catorce años. Travis era su compañero inseparable, su crítico de arte más silencioso y su cómplice de aventuras. Travis era su amor perruno. Si Aurora se levantaba con ganas de pintar un amanecer sobre el mar, el animal se sentaba a su lado y bostezaba satisfecho, como si aprobara cada pincelada. Si mi abuela decidía unirse a una protesta en la plaza, Travis llevaba un pañuelo violeta (o del color de la causa a defender) atado al cuello y marchaba con ella, ladrando al ritmo de los tambores. Yo siempre adoré a ese perro… ¡Ay, mi grandullón!

Recuerdo que una tarde lluviosa, mientras ordenaba viejas cajas en el taller, mi Yaya encontró una carpeta llena de cartas escritas a mano. Eran de un tal Mateo, el amor de su juventud. El que ella pensó verdadero. Se habían conocido en una sentada estudiantil en los años setenta: él solía tocar la guitarra, y ella acostumbraba a portar una pancarta improvisada pintada con acuarela. El romance fue breve pero ardiente; compartieron noches de debates, poemas, vinos y besos furtivos en cafés clandestinos. Mateo quería viajar por el mundo como periodista, y Aurora, en cambio, sentía que su destino estaba en su tierra y en su pintura. El amor terminó en una estación de tren, con lágrimas y promesas que nunca se cumplieron… como pasa con todos los juramentos a pie de despedida».

(Continuará en parte II…)

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