«CONTARÉ HASTA DIEZ». Introito.

INTROITO

 

      Aconsejada por la lectura de Dale Carnegie, y pareciéndome ya momento preciso dados mis más de cincuenta veranos, acepté plantarme frente al espejo y autoconocerme. Así, al pronto lector, puede verse fácil e incluso estúpido, pero no obstante lo es. Lo es, se mire por donde se mire, para qué nos vamos a engañar, pero hete aquí que a una le llega de todas partes esta teoría nueva del conocimiento del auto, y como a servidora jamás le han presentado a una misma, y puede que ahí radique toda esta dificultad que concentro en mi persona con respecto al resto de los humanos, no quiero yo que por mí no quede. Espero haberme explicado.

Nací hace mucho aunque parezca ayer, y así se compruebe cada vez que hablo, escribo, bailo o canto. Cualquiera diría que no he aprendido gran cosa en este medio siglo que me precede, habida cuenta de que carezco de grandes habilidades en el arte de la repostería creativa, de las relaciones sociales, de la papiroflexia a color, del ganchillo tunecino, y del rezo, más allá de encomendarme a todo lo conocido cada vez que emprendo una caminata (soy, sépanlo, caedora profesional destitulada).

Al contrario, no resultaré pedante si afirmo que domino a la perfección otros mundillos e ingenios tales como la escritura rechazada (ahí toco todos los palos, valga la redundancia), el senderismo de centro comercial, la conducción de vehículos de motor sobre escalera urbana, la liturgia vinícola, el arroz pegado, y las lentejas abiertas. Me está mal decirlo, pero también soy un hacha con los juegos de mesa, de tal modo es así que todos se pelean por tenerme como contrincante.

Después de jorobar nueve meses de la vida de mi madre, aparecí a caballo (no es literal) entre el 31 de agosto y el 1.º de septiembre, en un hospital con nombre de pupas, augurando así mi arrastrado sino. El parto fue bien, me dijeron, y yo salí pequeña y con los ojos ahuevados, fijándome mucho en todo lo que me rodeaba. Debió gustarme poco lo que vi, porque también me contaron que lloraba bastante y a todas horas. Aún me lo recuerdan con la mirada emocionada y el puchero al punto, puedo afirmar. De esa primera infancia que dicen que tuve solo logro rescatar cierto amargor, al ser destronada poco después de posar el culín (un decir) en la sillita de la reina (lo unigénito me duró meses), y la sensación de un cate también en el culín (otro decir), por la alegría del reencuentro tras perderme en mi primera bulla sevillana, a la tierna edad de cuatro años.

A partir de entonces todo iría a mejor: comenzar el colegio y protestar por tener que ir un segundo día y sucesivos, protestar por ser recogida del mismo cuando una ya es “mayor”, y llorar de forma no registrada en los anales de la historia al permitirme volver sola; protestar por no ser informada a tiempo de la inexistencia de los Reyes Magos, y así dar constancia pública de mi inquebrantable fe, protestar para ir a un campamento, protestar por no ser recogida del campamento… En fin, toda una suerte de protestas que culminaron con los dos dientes más grandes que tengo clavados en el terrazo de un salón nuevo y resbaladizo. ¿El motivo? Le estaba protestando a mi primo por hacerme rabiar. Luego me dieron varios puntos en la boca y así pude protestar -mentalmente- por muchas cosas más. No sé de qué me quejo.

Siempre se me ha tenido en gran consideración, tanto es así que un día me quedé sola en el aula de mi colegio, después de que todas las compañeras salieran, la profesora saliera, su llave cerrara la puerta por fuera, y el centro quedara (casi) vacío. En momentos como esos reflexionas (el silencio ayuda mucho) y te percatas de cuán importante eres para la mayoría, capaz de dejarte a solas con tus pensamientos, en un alarde de respeto zen. Recuerdo haber llorado, cómo no, de la mismísima emoción.

En cuanto a la cuestión amorosa es el mismo cantar: no tuve un novio, y luego tuve otro. Es sencillo: del primero solo fui consciente yo, él ni se enteró de que lo era. El segundo todavía se está enterando, pues tuvo la osadía de casarse conmigo y pretender felicidad. Yo ni entro ni salgo: allá cada cual con sus mortificaciones, que una bastante tiene con no caerse dentro de un pozo. Sé lo que están pensando: en Sevilla capital no existen muchos pozos que digamos, pero si alguno hay, yo daré con él. Y me caeré dentro, eso también.

La ceremonia de mi boda fue uno de esos momentos tan felices que cada vez que me acuerdo intento pensar en otra cosa, y es que tanto placer no puede ser bueno a mi edad. Ese coro rociero, tan nutrido, tan flamenco y afín a mí, ese diácono recibiéndome en su templo con un dulce tirón de orejas, aquel ignoto invitado exclamando: “la novia tira para atrás” (imagino que de pura impresión al verme más blanca que radiante), esa amable invitada negando veteasaberqué con la cabeza; aquella madrina reacia a estampar su firma y así conseguir prolongar tan emotivo acto… en fin: un cúmulo de bendiciones tal, que finalizo mi recuerdo en este punto para no correr el riesgo de presumir en exceso.

Más adelante, como no tenía otra cosa que hacer que trabajar de nueve a diecinueve en unas oficinas sitas donde Cristo perdió los clavos, provincia de donde vivo, se me ocurrió esa nadería que se nos ocurre a las mujeres cuando el reloj biológico nos llama, de modo que cogí y me embaracé todo lo que pude. ¿Resultado? Dos hermosas niñas a las que criar (casi) sola en un tercer piso sin ascensor. Por fortuna, tres años después se me cayó un cuadro en la cabeza, y comencé a pensar con claridad: debía mudarme de inmediato y lo más lejos posible. De ahí que acabara en el periférico Este, tan pretendido por algunos que a menudo lo incluyen en el mapa cordobés. No puedo por más que alegrarme de tanta dicha, y me pregunto si esta tendrá fin, o me acompañará imperturbable el resto de mi vida.

Hasta hace bien poco, los días transcurrían entre el regocijo de vivir en un piso, bajo la familia Picapiedra, y la algarabía de estar a un tiro de ídem de la piscina comunitaria, que durante tres meses largos de cada año se convertía en un placentero festival veraniego donde los alaridos de la chiquillería -la afonía es un mal extinguido en nuestros días- disuadían de las innecesarias siestas, en un proverbial afán por aumentar la cultura lectora y audiovisual.  Cuánto por agradecer, también, al jardinero que activaba el cortacésped hasta para ir al baño, mereciendo por ello la medalla al trabajo, y cuánto por felicitar a esos padres de esta infancia dotada de las mejores voces que hallarse pudieran. Me atrevo a asegurar, sin miedo a equivocarme, que los futuros tenores y sopranos del Maestranza saldrán de mi antigua urbanización.

Tenía pensado y lo hice, (eso sin que se me haya caído otro cuadro), repetir la mudanza a un lugar aún más lejano y bucólico que el anterior, pues de todos es sabido que el hombre y la mujer son los únicos animales que tropiezan las veces que hagan falta, hasta dar con su destino final. Mi único temor era que el siguiente traslado me pillara a la tiernísima edad de 88 años y 7 meses, y el trajín de las cajas y del quitaquetúnosabes, me hiciera un desavío o, lo que es peor, un destrozo. Por fortuna al final conseguí lo pretendido y vivo donde lo veo todo tan verde como el césped del Sánchez Pizjuán…

En cualquiera de los casos, y miren que hay posibilidades, el amigo Carnegie tenía razón, y ahora que me he autoconocido y que me gusto aun menos si cabe, me queda esta aconsejada opción de controlar los pensamientos, travestirlos y escribirlos a mi antojo, olvidarme del imprevisible exterior, y felicitarme por haber llegado (cosas veredes…) hasta aquí.

Un placer autoconocerles a ustedes también. Me sean indulgentes con lo que vayan leyendo, y recuerden que, además, soy PAS.

«CONTARÉ HASTA DIEZ». Portada.

Registro: RTA-415-18 201899903059205.

Autora: Marga de Cala

Diseño portada: Marga de Cala

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