«CONTARÉ HASTA DIEZ». Fóbica.

FÓBICA

No siempre he sido una antipática. Antes, en mi infancia, disfrutaba del contacto humano, de la naturaleza, de las fiestas, de los viajes y de casi cualquier otra cosa, como casi cualquier otra persona. Disfrutaba de la vida, en general. Pero al entrar en la adolescencia y coger unos kilos extra, constaté que un mundo oscuro y siniestro me rodeaba: los chicos me rehuían, las amigas dejaban de serlo, los profesores me criticaban en su afán corrector, mis padres ya no parecían tan adorables, y mi hermano pequeño era un absoluto incordio.

En cuanto pude dejé los estudios y me procuré un trabajo que permitiera mi aislamiento e independencia. También adopté un gato, animal tan parecido a su dueña que a veces asusta. Los dos somos seres huraños que no soportamos a ningún antipático más. Nos bastamos y sobramos en casa. Y en la calle, pero ahí poco podemos hacer. Vivimos nuestras fobias (yo las sufro casi todas) en silencio y armonía. Nuestro hogar es amargo, pero un paraíso en comparación con lo demás.

Padecer de necrofobia, y así decirlo, se comprende y tolera por la plebe, por tu familia, por todos, vaya. Sufrir de androfobia ya no es tan bien aceptado… sobre todo por los hombres. Y sí, yo tengo algún kilo de más repartido entre pechos y caderas, pero gusto mucho al sexo masculino, de modo que me supone un problema social. Otro problema más.

También poseo, entre mis miedos, la acrofobia, la aicmofobia, la barofobia, filofobia, fotofobia, glosofobia, claustrofobia, hematofobia, musofobia, agorafobia en ciernes… casi podría decir -con poco margen para el error- que la única fobia que no padezco es la referida a los animales, tan común por otra parte. Todo lo demás es capaz, en algún momento, de asustarme, aunque intento luchar contra ello cada segundo de mi alarmada vida.

Antes de empezar a detestar a diestro y siniestro, a odiar a la gente en general, y a los hombres en particular, a temer a las tormentas, a los pinchazos, a la noche, a los espacios cerrados, a los abiertos, a las alturas, a la luz, a la sangre, al amor e incluso al coito, recuerdo haber intentado acudir en busca de ayuda profesional. Recuerdo haber hojeado páginas en internet en pos de algún psicólogo experto en fobias surtidas y miedos a granel… pero mi temor a exponerme públicamente, a relatar mi terror a vivir y morir (por resumir un poco) me paralizó. Decidí entonces que lo mío no tenía cura posible, y que debía aprender a manejarlo de forma suficiente para llevar una vida normalizada.

Puedo sentir próxima la claustrofobia incluso minutos antes de acceder al ascensor. Vivo en un séptimo piso, de modo que el optativo plan B de subir y bajar las escaleras (que tan bien me vendría), lo relego a situaciones extremas como es la falta de luz, o aquellas en las que el habitáculo de los demonios se encuentra estropeado. De forma habitual subo (y sufro) en la caja.

Y la caja de marras es pequeña de narices, lo cual aumenta mi trastorno hasta transformarlo en un miedo irracional que me pone siempre de malas pulgas. Si no tengo que salir de casa, todo va bien: puedo resultar razonablemente tratable. Si he de hacer unos recados, acudir a mi dietista para que me regañe, visitar a mis padres, o caminar para no entumecer mis regordetas piernas, la frecuencia cardíaca se eleva de forma incontrolada, y mi escasa sonrisa desaparece hasta el ansiado regreso al hogar.

La agorafobia, otra de esta clase de dolencias, también desea, como digo, instalarse en mi apartamento, y es cuestión de tiempo que se haga con las llaves y me arrincone… ¿Qué hacer? De momento, dormir. Esta mañana me he despertado antes de lo habitual y cargo con un sueño de mil pares de pelotas. Son las cuatro de la tarde, me he comido entera -lo que tiene vivir sola con un gato- una inacabable fuente de macarrones con queso, que la comida no me asusta, y estoy que me caigo en los flácidos brazos de Morfeo.

¡Maldita sea mi estampa! Acabo de recordar que tengo que bajar al contenedor unas cajas viejas que ya no me sirven para nada más que para tropezar con ellas de modo repetitivo, y que debo hacerlo antes de que caiga la noche y aún me aterrorice más de lo habitual. Durante toda la mañana ha estado lloviendo y tronando a base de bien, y la brontofobia acecha; ni imaginar quiero que un relámpago me sorprenda con la nocturnidad que, también, tanto temo. Vivir en un piso sin vecinos sobre mi cabeza supuso una tentación en su día (hay fobias que superan en peso a otras), y no me puedo permitir un cambio domiciliario de momento, así que ajo y agua. Sobre todo agua, ¡qué barbaridad la que está cayendo! Pues nada, a bajar se ha dicho y encima con equipaje, para estar más holgada dentro de la puñetera caja…

-Buenas tardes, vecina.

-Hum… ¡Creo que bajaré por las escaleras!

-¿Seguro? Si ya está aquí el ascensor… Anda, pasa, mujer.

-Gracias. (La madre que me parió a mí y la que parió al vecino, ¡pues no que ahora estoy en este cajón lleno de trastos viejos, y cuasi pegada a un tío barbudo y sudoroso de unos noventa kilos de peso! ¡Con lo coitófoba que soy!).

-¿Tú te llamabas Paula, no?

-Sí. (Aviado va este si piensa que voy a preguntarle su nombre. Ni lo recuerdo, ni lo sé, ni me importa. Lo malo de bajar en ascensor desde un séptimo piso es que te da tiempo hasta para escribir un libro. Me cago en todo lo malo, ya).

-Vale. ¿Recuerdas el mío?

-Pues no. ¿Es necesario?

-Vale, Paula.

¿Qué es lo que vale, exactamente? (La androfobia va en aumento por instantes; la motiva mucho el ir a dar con uno de los peores tipos que conozco, en uno de los peores lugares para mí. Y aún quedan varios pisos más…).

-Que sí, mujer. Que estoy conforme con que no te importe saber mi nombre. Que vale. Aunque seas un poco borde, me pareces la tía más buenorra del bloque. ¿Cuánto espacio crees que habrá entre nosotros ahora mismo? Espera que detengo este chisme y lo medimos, ¿vale…?

-Ni se te ocurra, comotellames.

-¡Tarde! Ascensor parado. Déjame ver: mediré al modo anglosajón, en pulgadas. Te gustará…

-¿Pero qué haces, imbécil? (El capullo del séptimo B se me acaba de echar encima con los dedos hacia arriba, en el más ridículo de los gestos. Este se cree gracioso y se va a comer la caja más grande que he traído. Lo malo es que los botones los tiene a su espalda, ha parado el ascensor en el segundo piso, y no sé cómo salir de aquí antes de que me desmaye (algo que está a punto de suceder), y el tío aproveche la circunstancia. Gritaré.

-Ven aquí, Paulita…

No me ha dado tiempo a abrir la boca: ignoro de qué forma pero el ascensor ha iniciado una subida vertiginosa que ha inmovilizado a mi presunto violador, tan espantado como yo ante lo que está sucediendo, y nos ha situado a ambos en el suelo, agachados y con las cabezas bajo nuestras manos. Los paquetes viejos han quedado en el centro, haciendo de obligados árbitros. La otra caja, la que nos cobija y asusta, sube a unos ochenta kilómetros/hora, pero teniendo en cuenta que estamos en el segundo piso y que el edificio termina en el séptimo… ¿cuánto tiempo puede durar el ascenso sin que salgamos disparados por la azotea? Mi distiquifobia va en aumento.

No hay plantas suficientes en este inmueble para alojar un ascensor reconvertido en cohete espacial; sin embargo la oscuridad fluorescente de costumbre y el sentido claustrofóbico de rigor están ahí, con nosotros. No se produce ningún impacto con ningún techo, ni rompemos nada en absoluto con las temblorosas testas, lo cual es -si cabe- más extraño aún. Ya deberíamos estar fuera del bloque, surcando los cielos en busca de una muerte circense. También es extraordinario que yo siga consciente y razonando como lo hago. El rijoso de mi vecino sigue frente a mí, agachado, encorvado, con las manos en la cabeza que dirige hacia el suelo, sudando y tiritando a la vez, y ya no articula palabra ni siquiera para lamentarse por tan absurda situación. Si no fuera porque le detesto, me compadecería de él.

-¿Qué está pasando, vecino? ¿Tienes alguna idea? -le digo con un susurro de voz, disimulando mi acrofobia.

-¡Vamos a morir! ¿Es que no lo ves? ¡Déjame en paz! No solo eres una malaje, tía: ¡también eres gafe! ¿Vale?

-Bueno, eso no lo sabemos –digo susurrando y actuando con un sorprendente autocontrol-. Esta situación es tan irreal, tan surrealista, que igual cuando menos lo esperemos se resuelve por sí sola. Tengo esa ilusión, al menos.

-¡Y me llamo Rafael, para que lo sepas!

-Eso, Rafalito… No me acordaba. ¡Pero no llores, hombre! ¡Si está entrando luz! ¡Estamos fuera y seguimos subiendo! ¿No sientes el calor? ¿Por qué no me desmayo? ¿Y por qué no me muero? Esto no tiene ningún sentido. ¿Y ese timbre?

Abro los ojos de puro espanto y no me ubico ni en lugar, ni en tiempo, de modo que giro la cabeza hacia mi izquierda en busca de la exactitud del reloj despertador: las cuatro y treinta minutos de la tarde. Las cajas viejas continúan en el suelo, al lado de mi cama, y mi oportuno gato, sin importarle lo fotófoba que soy, ha dejado abiertas las cortinas en uno de sus acrobáticos saltos, con el sol entrando a raudales por la ventana de mi habitación. La odiosa tormenta de la mañana ha dado paso a una discreta calma meteorológica que alivia mi espíritu, pero aun emetofóbica como soy, las náuseas me verticalizan y dirigen rápidamente hacia el baño, dejándome limpia de miedos y vacía de macarrones.

“Solo ha sido una pesadilla” -me digo-, la más espantosa que alcanzo a recordar y que, no obstante, va a servir para algo: no volveré a coger un maldito ascensor en mi vida, y nunca, nunca, nunca volveré a comer tanto. De esta adelgazo, ¡seguro!