«CONTARÉ HASTA DIEZ». La frase.

LA FRASE

A Luque, la camarera más veterana de la mejor tasca del Barrio de San Gil, nadie la llamaba por su nombre de pila. De hecho, pocos conocían ese dato exceptuando a su distanciada familia y a su jefe, Esteban, que la había contratado hacía ya una década. Y es que la vida de nuestra protagonista, una joven sevillana de treinta y dos años, nunca fue demasiado justa, ni bonita, ni generosa. Privarla de su patronímico solo resultaba una anécdota más.

Nacida tras cuatro varones, el original hecho de ser chica no supuso para el matrimonio formado por Juan y Soledad ninguna alegría; cinco bocas que alimentar en una casa donde solo existía el escueto y menguante sueldo del padre de familia, que ignoraba -por voluntad y cabezonería- la existencia de los métodos anticonceptivos. Su mujer, tan resignada siempre como luego lo sería su hija, jamás se atrevió a oponer algún tipo de resistencia al patriarca. Así se lo había enseñado su madre, como a esta, antes, su abuela. Al hombre se le debía respeto, lealtad y obediencia, y si una noche sí y otra también aparecía con ganas de farra, obligado era proporcionársela. Y con buena cara, además, así llegara tambaleándose, apestando a alcohol, tabaco y vete a saber qué otros perfumes.

Soledad siempre se reprocharía, a veces de forma velada y otras no tanto, el haberse cargado de hijos a los que culpaba de su enorme deuda. Las facturas se acumulaban en la parte alta del expoliado mueble bar, llegando a coger tanto polvo como el que ya anidaba en su ánimo. Algún día recordaría la mujer, con nostalgia, aquellos años en los que creyó que podía llegar a ser alguien de provecho; una buena maestra, una eficaz costurera, o la digna propietaria de una pensión decente con derecho a cocina. Solía pensarlo tras cada rara vez que se quedaba consigo misma en su reducido piso, situado al sur de la ciudad, cuando los chicos se encontraban en el colegio, y su marido arreglaba el mundo en la barra de cualquier bar. Entonces se encerraba en su dormitorio, se miraba al espejo apoyado en la anticuada peinadora, adornado de grietas y moho, y se ahuecaba el pelo aún oscuro, convenciéndose de ser persona, además de madre y esposa.

Pero no eran tiempos, aquellos dictatoriales, de derechos humanos ni otras alharacas, sino de obligaciones conyugales y familiares, devociones cristianas y marianas, ayunos y puntuales comuniones con ruedas de molino. Juan no era mal hombre -se decía, piadosa- sino solo un poco egoísta, como todos. Correspondía a la mujer ser generosa y desprendida, decente y callada, para ser bien vista a los ojos de Dios y de la parroquia. Toda la vida se guardó para sí sus dudas sobre el más allá, y por ello, cuando asaltaban las preguntas y los miedos, se flagelaba con el cinturón de su esposo, como castigo a su falta de credo. Dios, todopoderoso, sabría perdonárselo. O eso pensaba Soledad hasta que nació Luque: su hija no deseada.

No solo no la quiso por nacer una hembra débil, a diferencia de sus bien formados hermanos, y hacerles gastar más de lo permitido en médicos, pomadas y ayudas protésicas en su primera infancia, sino porque a causa del parto, a Soledad se le debió practicar una histerectomía de urgencia, tras una hemorragia en la cuarentena, que puso en serio peligro su vida. Nunca se lo perdonaría. A pesar de no querer tener más hijos, el hecho de que recayera en la niña la “culpa” de su esterilidad hizo que su repudio fuera aún más sincero.

Y de aquellos polvos, los presentes lodos.

Luque, la camarera, tenía los treinta y dos años más apáticos que existir podían, a pesar de trabajar en una tasca tan alegre y ambientada como la de Esteban, situada en uno de los mejores y más señeros barrios de Sevilla. La tristeza le venía de lejos.

-Buenos días, don Anselmo. ¿Le sirvo lo de siempre?

Don Anselmo, un caballero de los pies a la cabeza, solía desayunar en la tasca de la calle Bécquer donde trabajaba nuestra protagonista, y su comanda siempre era la misma: un café con leche y una tostada con manteca “colorá”, para finalizar con una copita de coñac y un cigarro negro, antes de emprender camino a su rutina. Él era el dueño de unos almacenes de telas ubicados a poca distancia del local, sitos también en San Gil, y así podía permitirse flexibilidad horaria y degustar la primera comida del día con tranquilidad. Del mismo modo también revisaba el periódico, y observaba al personal del bar, concentrando su atención en Luque. Su languidez y apocamiento le llamaban mucho la atención, pues no correspondían con el buen trato dado a la clientela, en especial con su persona, ni con su juventud. La chica, además, carecía de esa belleza andaluza tan alardeada por poetas y letristas de coplas, pero aun así él adivinaba algo en su mirada y en su forma escueta de sonreír, siempre evitando mostrar demasiados dientes. Don Anselmo veía mucho más en ella de lo que Luque, invidente para sí misma, podía hacerlo.

-Buenos días, muchacha. Lo de siempre. Hoy ha amanecido un día espléndido, ¿no te parece?

-Sí… Si usted lo dice, así será. Enseguida le traigo el desayuno. Aquí está el diario, señor.

-Gracias. Eres muy amable.

Don Anselmo bajó las manos que mantenía en alto como si alguien le apuntara con un arma, cuando Luque terminó de restregar el paño sobre la mesita de mármol blanco, y le dejó la prensa del día. Ella la guardaba para él, a escondidas de Esteban y del resto de camareros, ávidos por ser los primeros en hojearla. Nadie era tan considerado con ella como ese señor de ¿cincuenta años? que le sonreía y obsequiaba con muy buenas propinas casi a diario. Realmente lo echaba muchísimo de menos los días que no aparecía por la tasca, haciendo que sus jornadas fueran aún más opacas de lo habitual.

Alguna vez acudía a comer, sobre las tres de la tarde, cuando finalizaba su trabajo en los almacenes, y entonces acostumbraba a pedir el menú del día (los guisos de Encarnación, la mujer de Esteban, eran espectaculares), y media botellita de vino tinto que le pintaba sendos parches rosados en la cara. Ni así perdía la compostura semejante caballero, siempre tan bien vestido como coordinado de corbata y pañuelo, algo que ella jamás había conocido en su padre, ni en nadie de su familia, a pesar de la época. Juan, el arreglamundos, solo había tenido un traje y un sombrero en sus cuarenta y cinco inviernos vividos, y apenas si los había estrenado. Él detestaba las apariencias. Y los buenos modales. Murió joven, alcoholizado, y dejando a su familia en la ruina. A Luque le parecía que las comparaciones eran muy dolorosas, y que ella hubiera dado su brazo derecho por tener en su niñez a un padre como don Anselmo. Tal vez, también, una madre como doña Encarnación…

Un feliz día, un felicísimo día en realidad, la camarera tristona que apenas sonreía, ni miraba a nadie a los ojos más allá de unos segundos, recibió, con la alegría disimulada de costumbre, la visita del caballero de traje, corbata y pañuelo, y al ser ya casi las tres de la tarde, lo atendió anunciándole el menú de la jornada: un exquisito cocido de chícharos, habichuelas y calabaza. Mientras esperaba el visto bueno de don Anselmo para ordenar la comanda, este dibujó una mueca triste en sus labios, y la invitó a sentarse frente a él, en su misma mesa, situada justo donde se encontraban los enormes ventanales de arcos de medio punto del local. Los rayos del sol que entraban hambrientos en la tasca, calentaban el ambiente aún frío del final del invierno. Luque obedeció extrañada, pero sin rechistar. Ella habría seguido a aquel hombre al mismísimo fin del mundo.

-¿Ocurre algo, señor? ¿No es de su agrado el plato de hoy?

-Sí, claro que sí. No es eso, mujer. Es que me gustaría decirte algo… Escúchame con atención durante un instante, y luego ya puedes ir pidiéndome ese potaje que tan bien cocina doña Encarnación. ¿Conforme? Siéntate, por favor.

-Dígame usted…

Solo fue una frase: solo unas cuantas palabras las que don Anselmo dirigió a una absorta Luque, que pareció transformarse al escucharlas. Cuando él calló, la camarera asintió sin abrir la boca, se levantó y se dirigió a pedir su comida. En esta ocasión, la joven no se conformó con vocear de forma discreta el pedido desde una esquina de la barra, sino que entró en la cocina donde se encontraba parte del personal, incluidos el jefe y su mujer, y les informó -con seguridad y aplomo- de que su nombre de pila era Araceli, no Luque, y que no deseaba ser llamada por su apellido durante más tiempo. Boquiabiertos todos la miraban expectantes, esperando algún tipo de explicación o discurso posterior, aunque ninguno se atrevió a realizar pregunta alguna sobre ese cambio de actitud. La camarera, por el momento, no tenía nada más que añadir. Eso sí, sonriente y orgullosa, no se olvidó de pedir un buen plato de cocido para don Anselmo (su caballero de resplandeciente armadura).

Durante las semanas siguientes, ya bien entrada la estación más hermosa de Sevilla y próxima la Semana Santa, Luque, reconvertida en Araceli, fue experimentando cambios en su forma de ser que se iban reflejando, también, en su aspecto exterior. Así, la chica cuyo nombre significaba “altar del cielo” comenzó a respetarse y a hacerse respetar por los demás, contando siempre con la ayuda y apoyo de don Anselmo quien, en otro día mágico, le pidió que le rebajara el tratamiento y le tuteara. Que ya iba siendo su hora.

-¿Lo de siempre, Anselmo? –preguntó Araceli, sin miedo a sonreír y mostrar su imperfecta dentadura.

-Vengan ese café con leche y esa tostadita con manteca “colorá”, muchacha. ¿Sabes? Te encuentro distinta. Ya me dirás de qué se trata… -tonteó el dueño del almacén de telas, dejando escapar una sonrisa inmaculada que invitaba a mucho más.

-Debe ser la primavera -contestó Araceli, coqueta-. Dicen los que saben que altera mucho la sangre.

-Indudablemente. La sangre y el corazón, niña. Y el corazón… ¿Quién me iba a decir a mí? ¿Quién?

-No te entiendo, Anselmo. Si me explicas, tal vez…

-Dame tiempo y lo entenderás todo, muchacha. ¡Eh! Tráeme rápido el desayuno, por favor, ¡que hoy llego tarde al trabajo!

Las conversaciones entre el señor de mediana edad y la camarera, ya menos tristona, de la tasca de Esteban, amparadas por esa Esperanza que compartía la calle con nombre de poeta, no podían sino crecer hasta descubrirse enamoradas. Él le contó en cierta ocasión sus cuarenta y siete solteros años, y ella le respondió que solo supondrían quince de diferencia entre ambos, y que por su parte no serían ningún problema. Anselmo y Araceli al fin se conocían como siempre habían pretendido, y todo había comenzado un día feliz, con una oportuna frase…

¿Pero qué frase era esa?

Fue al finalizar esa primavera cuando el primer y único pretendiente de Araceli Luque cumplió la palabra dada, y se atrevió a declararse como solo un caballero lo haría: de rodillas y por derecho, pidiéndole matrimonio a la joven tasquera delante de todo el local, su jefe y el resto de empleados del sitio. Aquella mañana, además de cafés para todos, también hubo una copita de aguardiente para celebrar el próximo enlace, que corrieron a cuenta del encantador empresario textil. El “sí” de nuestra protagonista, que en tan poco tiempo de relación ya lucía muy distinta y mejorada, vibró fuerte y convencido entre las viejas paredes del bar de Esteban, y la felicidad que emanaba de la ya oficial pareja, resultó exultante y contagiosa, digna de enmarcarse en una calle llamada Bécquer, y de ser asistida por la cercana bendición de una Esperanza como la Macarena. El cuento terminaba perfecto, aun cuando nadie sabía del cómo ni porqué de su comienzo.

Y es que hubo un momento, y hubo una frase.

Araceli, con el tiempo, no solo se convertiría en la amante esposa de Anselmo, sino también en una apasionada estudiante con vistas a poder trabajar, codo con codo, en la empresa de telas de su marido. Del mismo modo la antigua Luque llegaría a ser su imprescindible mano derecha; a descubrirse como una experta contable, y una eficaz administradora del negocio familiar. Poco a poco, conforme su formación y experiencia laboral iban en aumento, la confianza en sí misma -impulsada por aquellas importantes palabras que nunca olvidaría- crecía de forma natural, con humildad y prudencia, pero también con orgullo y ejemplaridad, siendo un gran motivo de alegría para su marido, y para todo el personal de los viejos almacenes.

Con los años se haría muy querida entre sus empleados, familiares políticos, y todos esos buenos amigos que procuraban su contacto, conocedores de su sencillez, simpatía y bondad. También recuperaría, no sin alguna reticencia ajena, la relación con su madre y hermanos, incrédulos e intrigados ante la nueva Luque. La excamarera se sentía, al fin, muy feliz, muy agradecida a la vida y a su actual suerte, y no quería volver la vista atrás más que para recordar y recordarse, cada mañana, una valiosa frase. Aquella que un afortunado día don Anselmo, su caballero de resplandeciente armadura, pronunciara para ella, consiguiendo despertarla con más empeño que ningún mágico beso inventado en cuentos de hadas. La oportuna máxima rezaba así:

“A partir de ahora serás consciente de tu enorme potencial, y vivirás de acuerdo a él: estás llena de gracia, valor y riqueza. Jamás, nunca, ni un solo día lo olvides”.